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Apogeo del Noir Criollo

Por Fernando Martín Peña

La temática criminal atrajo desde siempre al cine argentino hasta el extremo de configurar una forma del género policial con características propias, más allá de la doble influencia del cine estadounidense y, sobre todo, del francés, que tenía la ventaja de no cargar con las restricciones morales que Hollywood se había autoimpuesto. Los franceses fueron después los responsables de acuñar el término film noir en la inmediata posguerra para distinguir los policiales norteamericanos de los 40 (desde El halcón maltés aproximadamente) de los de la década previa, obligados por el Código Hays a trazar una frontera muy nítida entre el Bien y el Mal. En el noir esa frontera se diluye o directamente no existe y los protagonistas suelen ser figuras poco virtuosas que, en el mejor de los casos, hacen lo que pueden con lo que les toca. El clima noir, de profunda ambigüedad moral y atmósfera mayormente nocturna, suele importar más que la trama, lo que debilita la nitidez inherente a la narración clásica pero refuerza sensaciones más abstractas y poderosas, como la incertidumbre, la paranoia y el fatalismo. En el caso argentino esas características aparecen en la literatura popular y en el tango al menos desde fines de la década del 10, por lo que resultó natural que se trasladaran directamente al cine, muchas veces mixturadas con las desmesuras emocionales propias del melodrama.

En ese misterio insondable que es el cine argentino mudo se pueden rastrear algunos títulos intrigantes que, a juzgar por los rastros que han dejado en revistas y diarios, inauguran el género en nuestro cine. Se sabe, por ejemplo, que algunos films procuraban reconstruir episodios policiales reales, aprovechando el interés público en los acontecimientos. A veces se conoce poco más que la sugestión de un título (Buenos Aires tenebroso, Carne de presidio) pero en ocasiones las referencias de la prensa escrita permiten imaginar un antecedente, como en El lobo de la ribera (1926) de Nelo Cosimi, donde el propio director interpreta a un delincuente alcohólico de la Isla Maciel. De las pocas películas que aún existen, Bajo la mirada de Dios (Cominetti, 1925) es la más próxima al género por su representación de la violencia, por el uso dramático de las luces y sombras durante una tormenta en que se comete un crimen y porque la última parte adopta la forma de un drama judicial con falso culpable.

En la década del 30 el primer éxito del género fue Monte criollo (1935) escrita y dirigida por Arturo Mom, que estableció un modelo bastante imitado después al hibridar los elementos policiales con abundante música popular, incluyendo el tango que da título al film en la memorable versión de Azucena Maizani. Poco después Mom hizo Palermo (1937), en un estilo semejante aunque con más atención por la actividad policial que se despliega para capturar al multi-delincuente protagonista, interpretado con fina perversión por Orestes Caviglia. En ambos films se repite un sencillo dispositivo argumental que consiste en situar las actividades lúdicas y amorosas de un grupo de tahúres en una boîte de moda con mujer fatal. Ese esquema básico fue reproducido destacadamente después por dos directores de estilos opuestos: Manuel Romero en Ven… mi corazón te llama y Daniel Tinayre en Vidas marcadas, ambas de 1942. En la primera, cuya imponente mujer fatal es la cantante mexicana Elvira Ríos, el director agrega un borde social en el personaje de un periodista que quiere inventarse una carrera política atacando al juego clandestino, sin saber que su propia esposa es ludópata. De manera bastante atípica en su vasta filmografía, Romero toma para este film un rasgo característico de algunos policiales franceses (en particular los de Pierre Chenal) que consiste en fingir una continuidad lineal en el relato para después, en un par de flashbacks, aportar la información escamoteada. Vidas marcadas es una remake de Monte criollo hecha apenas siete años después del original, aunque con mayores recursos técnicos y Mecha Ortiz como vértice principal entre los tahúres protagonistas. El director Tinayre, que era francés, le imprimió un estilo formal vistoso desplegando la expresividad que lo caracterizó a lo largo de toda su carrera. Parte de eso se juega en la boîte protagónica, un decorado demencial realizado por Gregorio López Naguil en un desaforado estilo indigenista-barroco. La música tiene menor presencia que en el film original pese a lo cual una de las mejores escenas ilustra el tango Vidas marcadas de Sciammarella, que lamenta los infortunios precipitados por el escolaso.

La superposición entre policial y tango se expresó con bastante naturalidad en el cine argentino, en parte porque ese género musical fue central para el desarrollo de la industria y en parte porque muchas letras del tango encuentran en el fatalismo un ingrediente común con el noir. Un ejemplo contundente es Yo no elegí mi vida (dir. Antonio Momplet, 1949), escrita y coprotagonizada por Enrique Santos Discépolo para dar rienda suelta a la zona más tenebrosa de su personalidad autoral. La arrolladora personalidad de la actriz y cantante Tita Merello fue utilizada en La fuga (1937) por Luis Saslavsky y en Morir en su ley (1949) por Manuel Romero como una auténtica “rosa del hampa”, que canta y entrega incondicionalmente su amor a la persona equivocada con resultados letales. La cantante de tangos Amanda Ledesma protagonizó a su vez El último encuentro (1938) de Moglia Barth, donde, para ser digno de ella, un elegante gángster (Florén Delbene) decide abandonar su vida criminal hasta que cae en la tentación de realizar un último “trabajo”. El aire fatalista de esa trama no sólo tiene afinidad con el de muchos tangos sino también con toda una zona de la novela negra norteamericana y el cine que se deriva de ella: el antihéroe condenado por acciones violentas que, durante un tiempo, vislumbra otra vida posible hasta que su pasado lo alcanza. Esa es exactamente la historia de Último refugio (1941) de John Reinhardt y (sin figurar) Jacques Constant y Tinayre, un espeso noir sobre un hombre que comete un crimen, escapa y logra unos días de circunstancial santuario en una pensión cordobesa. El film quiere ser además una suerte de reflexión proto-existencialista sobre los caprichos del destino, y en buena medida lo logra, disponiendo de forma impredecible a sus personajes y luego tomando distancia para observarlos sin piedad. 

La trama de La muerte está mintiendo (1950) de Carlos Borcosque, funciona sobre el mismo esquema: Narciso Ibáñez Menta es empujado al crimen y, tras una fuga desesperada, vive con una identidad falsa en un pueblo remoto. Lo singular es que, en este caso, la caída definitiva no es provocada por el peso de un destino fatal sino por la propia personalidad del protagonista, que es un pusilánime. La idea de la responsabilidad personal, por encima de la fatalidad del destino, aparece también en Culpable (1960) de Hugo del Carril, aunque de un modo más extremo: por vía de una intervención sobrenatural, al criminal protagonista se le permite vivir efectivamente una vida distinta para demostrarle que la causa de su condena no es otra que su propia miseria moral.

Un rasgo común sobrevuela la inmensa mayoría de los policiales o semi-policiales argentinos producidos durante el apogeo del sistema de estudios, sin importar que tan distintos sean entre sí: la representación de la policía es siempre obsecuente, cuando no reverencial. Las caracterizaciones más acartonadas y los diálogos más ramplones de la extensa filmografía noir de Daniel Tinayre, por dar un ejemplo, son siempre los que se destinan a los representantes de la ley. Lo mismo sucede en films de concepción más homogénea, como Apenas un delincuente (dir. Hugo Fregonese-1948) o La muerte está mintiendo. La obvia razón es la autocensura que los productores se imponían para evitar todo conflicto con los poderes de turno, bajo el gobierno que fuere. El autor radiofónico Don Napy llegó incluso a escribir y dirigir tres largometrajes muy eficaces enmarcados en lo que la crítica estadounidense denomina police procedural, basados en episodios reales de la crónica policial y para glorificar la acción de la fuerza (2). Cuando se deseaba evitar la obsecuencia, la única estrategia posible era evitar también toda presencia de la institución y hacer “policiales sin policías”, como pasa en Los tallos amargos (dir. Fernando Ayala-1956) y como hizo después con toda conciencia Adolfo Aristarain durante la última dictadura. 

En algunos casos quedó constancia de la existencia de presiones oficiales para forzar la representación complaciente. Homero Manzi pataleó públicamente ante la obsecuencia de la productora Argentina Sono Film, que pasteurizó su guión sobre el anarquista Severino Di Giovanni (Con el dedo en el gatillo, dir. Moglia Barth-1940). El prolífico y muy popular Manuel Romero, que había hecho un retrato jocoso de un comisario bonaerense en El cañonero de Giles (1936) fue obligado por la productora Lumiton a disculparse con otro film, Fuera de la ley (1937), cuyo propósito debía ser exaltar a la fuerza. Romero, de mala gana, ideó una trama en la que un maleante irredento (José Gola), que mata sin remordimiento y secuestra niñitas, es el hijo de un respetado inspector de policía. Así, aunque el Bien derrota al Mal, Romero deja muy claras dos cuestiones que le importan: a) ambos son caras de una misma moneda, b) el policía que finalmente liquida al protagonista es un resentido y un delator. 

En este contexto es totalmente excepcional el film Turbión (1937) dirigido y escrito por el refugiado español Antonio Momplet y producido por el músico Francisco Canaro. Allí el protagonista principal es un simpático traficante de drogas, interpretado por Francisco Petrone, que conduce y protege a sus hombres con estrictos códigos éticos personales y hasta mantiene una relación de mutuo respeto y cordialidad con el comisario de su sección. En el cine norteamericano habrá que esperar hasta los años 70, con rarezas como Cisco Pike (B. W. L. Norton, 1972) o Super Fly (Gordon Parks, Jr., 1972) para encontrar algo que se le parezca.

Muchos films argentinos de las décadas del 40 y 50 que podrían considerarse noir -o por lo menos noirish– son en realidad melodramas pasionales de altísima intensidad, en los que los elementos criminales aparecen condimentando retorcidas tramas de amor, redención o caída. El carácter poderosamente híbrido de los resultados se parece bastante al que se advierte en el policial mexicano o de otros países con raíces latinas. 

Es probable que los híbridos más intensos de mélo y noir en el cine argentino sean los que dirigió Daniel Tinayre, una docena de films ente 1936 y 1962 que abarcan la mayor parte de su obra. Le interesaban los extremos de la conducta humana, probablemente porque le permitían desplegar una formación plástica que muy pocos contemporáneos suyos tuvieron. Ya en el guión de su primera incursión en el género (Sombras porteñas, de 1936, que está perdida) se advierte el tremendo esfuerzo que hizo por eliminar diálogos y lograr imágenes elocuentes para dar mayor espesor, aunque sea superficial, a una trama rústica. En sus films más celebrados y multiestelares, como Pasaporte a Río (1948), Deshonra (1952) o La patota (1960), se lo ve a sus anchas componiendo densos climas de bruma y morbo, y pergeñando demenciales escenas de sadismo y violencia. En sus films se advierte además una desembozada pulsión misógina, que lo lleva a tirar por el agujero del ascensor a una mujer en silla de ruedas (Deshonra, 1952), a justificar el asesinato de una esposa celosa (Camino del infierno, 1946) o a lamentar una violación en manada sólo porque los violadores se equivocaron de víctima (La patota, 1960). Tinayre aprovechó cierto afloje de la censura que tuvo lugar durante el gobierno de Frondizi para hacer dos de sus films más sobrecargados, delirantes y muy disfrutables en un sentido culposo: En la ardiente oscuridad (1959), donde explora el erotismo reprimido entre los internos de un instituto para ciegos, y Bajo un mismo rostro (1962), último film de las hermanas Legrand, en el que una hace de monja y la otra de prostituta.

Hay por lo menos tres films suyos que se destacan del resto, quizá porque en ellos la potencia formal de su estilo disimula los agujeros de la dramaturgia, y quizá también porque en los tres decidió retratar mujeres fuertes que se imponen al elenco masculino devolviendo parte de la tremenda violencia que reciben: El rufián (1961), dominada por la presencia sobrecogedora de Egle Martin, La bestia humana (1954), con Ana María Lynch, la más salvaje de todas las versiones de la novela de Zola, y sobre todo La danza del fuego (1949), en la que Amelia Bence interpreta a una de las primeras asesinas seriales de la Historia del Cine como resultado de haber sido violada en la adolescencia por un payaso.

Con todas sus arbitrariedades y desequilibrios, el estilo desaforado de Tinayre no era fácil de imitar. Luis César Amadori, el realizador argentino más identificado con el melodrama, lo intentó en Caídos en el infierno (1954) pero, a pesar de un buen elenco y un comienzo de violencia desatada, no logra mantener los desbordes necesarios para estar a la altura de su modelo.

Otro director que trabajó reiteradamente en la confusa frontera del melodrama y el noir fue Carlos Hugo Christensen y casi siempre obtuvo mejores resultados que Tinayre, tanto por la originalidad de sus temas como por la pertinencia narrativa de sus ideas formales. Son ejemplo dos obras maestras impredecibles: Los verdes paraísos (1947) y Los pulpos (1948), en ambos casos actualizando ficciones (de Horacio Quiroga y Marcelo Peyret, respectivamente) que ya tenían más de dos décadas. En ninguna de ambas hay crímenes -ni siquiera delitos- pero sus protagonistas viven sus excéntricas peripecias con la angustia de quien está atravesando una espesa intriga de suspenso y así las filma Christensen, adoptando la percepción crispada y profundamente subjetiva de sus personajes. Esa misma técnica está llevada al máximo de sus posibilidades en Leonora de los siete mares (1956), que el director hizo al comienzo de su larga estadía en Brasil. A la manera de la Rebeca de Hitchcock, aquí la tal Leonora es la protagonista dominante del relato aunque sólo se la intuye fugazmente en una única escena. Todo lo que se sabe de ella es a través de la subjetividad de sus víctimas y parece ser terrible: una criatura de voluntad arrebatadora, perdida en un torbellino de vicio, pecado y macumba.

Hay por lo menos tres films de Christensen que se identifican mejor con el noir. El primero es La muerte camina en la lluvia (1948), una remake de L’assassin habite au 21 (1942) de Henri Georges-Clouzot, que nunca se estrenó en Argentina. Christensen replica el tono zumbón del original, pensado más como una parodia del género que como una verdadera intriga. Más auténticamente noir es su trilogía sobre William Irish repartida en dos films complementarios, Si muero antes de despertar y No abras nunca esa puerta, estrenados con apenas dos meses de diferencia entre sí en 1952. El primero trata el tema de la infancia traumatizada, que puede rastrearse en varios otros films del director aunque nunca se expresó con tanta violencia como en este film. Siguiendo de cerca la trama de Irish, está planteada como un cuento de hadas de ambientación contemporánea, con una niña perdida, un muchacho valeroso que intenta rescatarla y un cuco siniestro interpretado con sádico exceso por el prolífico actor de carácter (y ocasional director) Homero Cárpena. A diferencia del vampiro negro, otro asesino pederasta aparecido en las pantallas argentinas apenas un año después, el lunático de Cárpena es un verdadero monstruo salvaje despojado de toda cualidad humana, que se atreve incluso a desafiar a Dios.

No abras nunca esa puerta traspone otras dos historias de Irish. La primera (Alguien al teléfono) plantea un misterio casi abstracto: se nos invita a creer que entendemos lo que ocurre pero en realidad no, y eso mismo le sucede al protagonista. Christensen extrae el máximo posible de una trama muy ajustada, de la torturada belleza de la actriz Renée Dumas y de un remate que profundiza el misterio en lugar de aclararlo. La segunda historia (El pájaro cantor vuelve al hogar) comienza de un modo más o menos convencional pero deviene en un poderoso relato de suspenso debido al hecho de que su protagonista es ciega. El gran director de fotografía alemán Pablo Tabernero realizó un trabajo asombroso en este segmento, en particular durante una larga escena sin diálogos y jugada en el muy estrecho límite entre lo que puede y lo que no puede verse. 

La literatura policial -ya sea norteamericana o europea- alcanzó en Argentina una muy vasta difusión desde mediados de la década del 40 a través de colecciones populares, como Rastros (ed. Acme), Evasión y Biblioteca de Bolsillo (ed. Hachette) y la célebre El Séptimo Círculo (ed. Emecé), iniciada por Borges y Bioy Casares. Esa popularidad ayuda a entender que los productores argentinos se animaran a financiar no sólo las películas de Christensen sobre William Irish sino también una muy fiel versión de El misterio del cuarto amarillo (1947) de Julio Saraceni sobre Gaston Leroux, El pendiente (1951) de León Klimovsky, también sobre Irish, La bestia debe morir (1952) de Román Viñoly Barreto sobre Nicholas Blake o Sección desaparecidos (1956) de Chenal sobre David Goodis, entre otras. De este ciclo se destaca con facilidad La bestia debe morir, pensada como un vehículo para el talento del actor español Narciso Ibáñez Menta, que además fue coguionista y coproductor del film. El punto de vista y la línea temporal de la novela se modificó para que Viñoly Barreto pudiera comenzar el relato con una tremenda pelea familiar que escala hasta que uno de los participantes cae muerto. La víctima resulta ser la “bestia” del título y desde allí la historia se desarrolla en forma de flashback con todos los elementos clásicos -amor, odio, asesinato y venganza- en su lugar. En un elenco muy consistente, claramente elegido por la elocuencia de sus rostros, se destaca Guillermo Battaglia como uno de los villanos más violentos y despreciables de toda la historia del cine argentino.

La adaptación noir más famosa de estos años no se basó en un autor extranjero, sin embargo, sino en uno argentino. Marco Denevi publicó su novela Rosaura a las diez en 1955 y tres años más tarde Mario Soffici la llevó al cine, utilizando todos los recursos de la puesta en escena para proporcionar identidad propia a la perspectiva subjetiva de cada segmento de la historia. La invención de la trama y la originalidad de su estructura son méritos de Denevi, pero Soffici se asegura de no engañar al espectador sembrando indicaciones de la verdad que se oculta, ya sea en el tono de un personaje, en la precisa ubicación de otro en un extremo del encuadre o en la imagen de los créditos, que anticipa a la vista de todo el mundo el verdadero origen de la imaginaria Rosaura. Como ha observado con perspicacia el crítico e historiador Abel Posadas, a Soffici le interesaban especialmente los argumentos con algún conflicto de identidad y en ese sentido la novela de Denevi era un material ideal para él. En otros films de Soffici cercanos al policial reaparece el tema, como en El hombre que debía una muerte (1955) donde el protagonista se plantea desde el comienzo como un impostor, o en su adaptación del clásico de Stevenson El extraño caso del hombre y la bestia (1951), que filmó en el estilo de un noir contemporáneo sin resignar sus elementos fantásticos (3).  

Como ocurre con Christensen, casi todos los films argentinos del director belga Pierre Chenal -que había sido pionero del noir en Francia con su adaptación de El cartero llama dos veces– están mucho más cerca del melodrama que del crimen. Las excepciones son Sección desaparecidos, que nunca termina de resultar convincente a pesar de un virtuoso uso de la pantalla ancha, y la muy superior Sangre negra (1951), sobre la famosa novela social de Richard Wright. Adaptada y protagonizada por el propio autor, ambientada en Chicago en los estudios bonaerenses de Argentina Sono Film y hablada en inglés, se filmó en Argentina porque su minuciosa disección de los efectos profundos del racismo norteamericano, planteada como denuncia social sin concesiones, fue considerada subversiva en los Estados Unidos del apogeo macartista.

En esa línea que reemplaza los desbordes del melodrama por intenciones más realistas, incluyendo algún grado de denuncia social, se pueden ubicar los dos policiales que Hugo Fregonese hizo en Argentina antes de emprender su exitosa filmografía norteamericana. El más famoso es Apenas un delincuente (1948), declaradamente influido por el neorrealismo italiano y hecho al mismo tiempo en que Hollywood comenzaba a reconocer ese movimiento. Ese estilo seco y realista se prolongó en un puñado de films interesantes, como De hombre a hombre (1949) del propio Fregonese, que anticipa el apogeo del tema de la delincuencia juvenil, Diez segundos (dir. Wehner-D’Agostino, 1949) que registra la vida cotidiana en un barrio porteño con sus matones de poca monta, o la ambiciosa Barrio gris (dir. Soffici, 1954) que está cerca del mensaje de Sangre negra y De hombre a hombre en su denuncia de la marginalidad económica como sustrato necesario de la delincuencia. Dos films de este grupo son especialmente relevantes por su manera de introducir el tema del periodismo corrupto al servicio del poder: Edición extra (dir. Moglia Barth, 1949) y sobre todo Hombres a precio (dir. Bernardo Spoliansky, 1950), que es además uno de los poquísimos films argentinos en tratar explícitamente cuestiones sindicales.

De ese mismo clima social participa la novela de Alfredo Jasca Los tallos amargos, que se propuso como una especie de parábola del fascismo latente en la sociedad argentina. La adaptación cinematográfica, dirigida por Fernando Ayala, prefirió concentrar esas implicancias cambiando el relato a la primera persona y sacando el máximo provecho posible de la percepción volátil del protagonista. La trama se vuelve así subjetiva y fragmentaria, incluye un crimen terrible y se pone en cuestión en la segunda mitad con el agregado de un punto de vista distinto sobre los mismos hechos. El resultado tiene un tono de futilidad y desesperación sin concesiones y es probable que se trate del film argentino que captura el estilo y los motivos del noir clásico en su forma más pura. 

Cuando se estrenó, en junio de 1956, un golpe militar había instalado una nueva dictadura en el país y sus políticas económicas provocaron una crisis de la que la industria cinematográfica jamás se recuperó. La mayor parte de las productoras importantes cerraron, sus estudios fueron vendidos, los negativos de sus films se dispersaron o se perdieron y la así llamada Era de Oro del cine argentino se terminó para siempre.

Notas:

  1. Moglia Barth dirigió otra variante de la misma estructura, más concentrada en tiempo y espacio, en la excepcional UNA MUJER DE LA CALLE (1939), protagonizada por Pepita Serrador a quien no sólo persigue su vida pasada sino también su remordimiento presente. El resultado, sin embargo, está más cerca de ser un muy atípico melodrama doméstico que un film noir.
  2. Los tres films fueron CAPTURA RECOMENDADA (1950), CAMINO AL CRIMEN (1951) y MALA GENTE (1952).
  3. Una variante poco vista del tema de la identidad se encuentra en el episodio argentino de MALEFICIO (1955), también conocida como TRES CITAS CON EL DESTINO. Dirigida por León Klimovsky, el segmento tiene resonancias de algunos importantes films del apogeo noir norteamericano, como AMOR QUE MATA (Siodmak, 1945) y LA CICATRIZ (Sekely, 1948).

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