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Correspondencia FIDMarseille / Cinema Ritrovato (05)

Se va terminando la correspondencia entre nuestros Matías y Mireia. Esta vez, se escriben sobre las últimas películas de Mariano Llinás y Liv Schulman.

Por Matías Fajn

Querida Mire,

Te escribo esta carta en un tren que viaja a Madrid. Desde allí, tomaré un avión que me regresará por un tiempo a Buenos Aires. El FID ha terminado hace más de una semana, pero aún pienso en la ciudad y en las películas. Recupero el festival en recuerdos fragmentados. Ahora este intercambio es una memoria de ambas experiencias, del cruce posible que hubo entre ellas, entre Marsella y Bolonia. En tu última carta, mencionás la basílica de San Petronio, la fachada inacabada de la construcción, lo vibrante de la unión entre las partes. Tus palabras respecto a esa imagen me hacían pensar en este intercambio. ¿Acaso no es también un encuentro, como sugerimos al inicio de la correspondencia, entre dos propuestas que a priori son ajenas y autónomas? Lo que parece distante expone, de pronto, sus puntos de cercanía. La mirada tal vez revela esa unión.

Levanto la vista al interior del tren. Dos señores enfrentados juegan una partida de cartas. Desconozco las reglas, intento adivinar la dinámica a medida que avanza cada mano. Hay algo de formar piernas y escaleras, aún se me escapa el orden de cada ronda y la dinámica de los puntos. Y de pronto, es otra cosa lo que me llama la atención: el silencio. Ninguno de los dos ha hablado. Juegan, anotan, repiten. Callan. ¿Por qué no dicen nada? ¿Es complicidad o es conflicto? Ahora miro sus rostros, tratando de encontrar ahí una explicación posible. Imagino en ese juego una repetición en la historia de ese vínculo, una manera posible de dialogar. Vuelvo, de alguna manera, a Marsella.

“Esta trilogía es el relato del final de una amistad, y lo que van a ver ahora es el cierre de todo eso” dijo Mariano Llinás en su presentación. El director argentino exhibía tres películas en Marsella: su trilogía de Mondongo, el colectivo de artistas integrado por Juliana Laffitte y Manuel Mendanha. Kunst der farbe, la última parte, es una interpretación cinematográfica del libro homónimo en el que Johannes Itten expone su teoría del color. Es, también, el desenlace de esta ruptura entre amigos. ¿Cómo conviven ambas cuestiones en la trilogía y en Kunst der farbe particularmente?

Llinás juega. Discute con la colorista de la película en una sala de montaje y pide cambios. Dirige a Pilar Gamboa para que imite las frases que Laffitte enunció en la parte anterior de la trilogía. Incluye fragmentos de un filme de Feuillade. Actúa con un monóculo que intenta mantener en su ojo derecho. En esa libertad, el director organiza su historia. Un “concierto de colores”, una sesión musical interpretada por una orquesta de principio a fin, da el orden estructural del relato. Conocemos el conflicto. Entendemos la búsqueda y el desafío. Entonces, podemos disfrutar como él de cada pieza, de cada fragmento. El rompecabezas, en este caso, no tiene forma única, sino que se construye con la misma libertad.

“La película es una batalla por el color entre el cine y la pintura, entre ellos y nosotros. Yo creo que ganamos.” dijo Llinás al inicio del coloquio. Esa rivalidad, ese duelo, también atraviesa al filme y a la trilogía. El director lo menciona, y cada escena se resignifica, como si ese trasfondo estuviera de manera constante y pudiera notarse en cada una de las partes. En una carretera de Buenos Aires, en un tren llegando a la estación o en un ensayo dentro de un departamento. Llinás defiende su idea cinematográfica, paso a paso. Una mujer en el público levantó la mano. “No estoy de acuerdo en que el cine se oponga a la pintura, en que tenga que ser uno u otro” dijo. “Claro. Lo sé. Es como un juego” respondió Llinás, porque tampoco se quiebra el efecto mostrando las cartas.

Ahora miro hacia afuera. Detrás de unos edificios grises de cemento, el sol se oculta de a poco. Recuerdo otra frase de Llinás en Kunst der farbe: “El dorado ocurre cuando el sol toca la tierra en el horizonte”. Empiezo a ver menos verde y más construcciones, a sentir que la ciudad se acerca. Aparece Madrid pero estoy pensando en Buenos Aires. En la primera carta te decía que el festival llegó primero, que la ciudad vino después. En este momento, recupero el FID como si ya estuviera en Argentina. Cierta locura existe al mirar una calle y sentir otra.

“¿Vos te das cuenta que todo lo que vivís te afecta?”. Un hombre sostiene un micrófono en una especie de entrevista a una mujer en pleno centro porteño. La gente circula por detrás y por delante de ellos. Discuten. Difieren sobre un negocio, o la posibilidad de uno, o algo no muy claro al respecto. La mirada los pierde. Un taxi, un taxista que mira a cámara. Un edificio gris. Una paloma sobre un techo. Un aire acondicionado. Una joyería. “Me afecta demasiado” dice él. La conversación nunca deja de escucharse. “Pero lo que a vos te afecta, vos no sabés cómo me afecta”. La cámara los pierde. Ahora dos mujeres avanzan mientras dialogan. Sobre una presa por homicidio, pero en realidad por un aborto. Y otra juzgada por tener temblores ovaricos. Y ella que robó por comida. Y aquella por estafa emocional. Por detrás, alguien avanza en cuclillas y con los brazos extendidos. Y ellos en la puerta de una relojería. Hablan de una crisis interna y de violencia. “Esto no pasa si hay un mediador estable”. La cámara pegada a los rostros. Ellas que vuelven a la calle, y se acarician con ellos como si fuesen árboles, como si fuesen nada. La conversación nunca se interrumpe. “Tenía angustia como único y principal afecto”. Siguen. Y ellos siguen. Todo sigue. “¿El dinero es un mediador?”. Él bosteza. “Sí, pero es inestable. Tiene conducta inadaptativa”. Y se levanta la remera. Y la cámara se acerca, se pega, al ombligo. Y se aleja, ahora en una rosca de pascua, en una confitería porteña, en nuevas y más conversaciones.

Liv Schulman filma las calles de Buenos Aires en el cortometraje Un circulo que se fue rodando. Lo reconocible se vuelve extraño. La extrañeza se sostiene en un orden coreográfico único: los diálogos inconducentes e inentendibles; la cámara desenfrenada, ininterrumpida, que registra cada imagen sin distinguir valor; las palabras que se desprenden, se autonomizan de las oraciones: “crisis”, “saturación”, “dinero”; las voces, a veces identificables y otras perdidas en el espacio. El cortometraje construye con esa gran cantidad de recursos y más, una coherencia tan original como frecuente. La norma y el delirio, lo cotidiano y lo surreal, generan una tensión que sólo parece posible en las calles de Buenos Aires. ¿Cómo filmar una ciudad? Tal vez, atendiendo a sus propias condiciones, construyendo la forma desde sus rasgos específicos. En las remeras de cada caminante, de los personajes que se suceden y que nunca se repiten, se inscriben frases que son al mismo tiempo familiares y enigmáticas: “tengo valor de uso”, “usted está endeudada pero la deuda es colectiva”, “sea un héroe del presente”. En tiempos de fingir cordura y vivir demencia, algo resuena.

Kunst der farbe comienza con el público ingresando a sala; Un círculo que se fue rodando inicia en ella, con los espectadores saliendo. Pensaba en ese orden, en entrar y salir de la sala, en lo que emerge dentro y lo que aparece fuera. Recordaba un texto del dramaturgo Eduardo Pavlovsky: “para jugar bien hay que apasionarse, para apasionarse hay que salir del mundo de lo concreto, salir del mundo de lo concreto es introducirse en el mundo de la locura, del mundo de la locura hay que aprender a entrar y salir”. ¿Por qué te escribo esta última carta volviendo a estas dos películas argentinas? Seguramente sea el regreso a Buenos Aires, una nostalgia adelantada. También creo que existe un punto de contacto, de pertenencia, en la libertad y en la locura, que se vuelve importante discutir y cuidar en estos tiempos.

Ha sido hermoso para mí compartir ambos festivales en este intercambio. En el mismo texto, Pavlovsky escribe: “Creer es no solamente ver sino complementar la visión con la emoción”. Hay algo de esa fe que, pienso, termina de construirse en la escritura. Y en lo epistolar, en la distancia que aparece en esa forma (entre espacios, entre el tiempo de redacción y el tiempo de lectura), se refuerza algo utópico. Retomo, para cerrar, lo que también mencionaste hacia el final de tu última carta, lo que tal vez estuvo presente en todo el intercambio: la necesidad de aprender a moverse en la oscuridad. En la sala de cine, en la ciudad de Buenos Aires, en la incertidumbre. Quizás la escritura sea una de las formas posibles del aprendizaje.

Con mucho cariño,

Mati.

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