(Un recorrido por algunos de los descubrimientos más placenteros del año)
Mr. and Mrs. Smith (Alfred Hitchcock, 1941)
Había empezado a escribir este texto pensando en dos escenas de la película que recordaba brillantes cuando la vi por primera vez (acompañando a Lucía).
La primera, en un club –muchos extras yendo y viniendo al fondo del encuadre, gags con los empujones- al cual Mr. Smith, separado temporalmente de su señora, va con dos chicas de poca monta, con malos modales y gritonas. Ellas piden un faisán y lo destrozan a mordiscones con poca sutileza mientras él se encuentra la ex Mrs. Smith en una mesa con su socio, Mr. Curter. Ante la situación que se le presenta, y mientras las chicas se pelean con su comida, apura su old fashioned y se acerca levemente a la chica de la otra mesa, bastante más distinguida (pero con un acompañante) y le hace mímica en la oreja, como si le hablase. El efecto podría ser más desconcertante y aprovechar para referirse a lo mucho más arbitrarios que son los puntos de escucha que los puntos de vista en el cine, pero se hace muy evidente que ese plano no es una subjetiva de Mrs. Smith, que lo mira, sino un plano más estándar: había ahí una indeterminación bastante cinematográfica que no se aprovechó. Eso no le funciona tanto a Mr Smith y el novio de la chica en cuestión se enoja, así que, con el segundo old fashioned adentro, se empieza a ¡pegar piñas en la nariz! para que le sangre y tener una excusa para salir del club. Recién al tercer cóctel le funciona, pero, como en cualquier screwball, las intenciones no coinciden con la realidad.
La segunda es la escena que le sigue. Mrs. Smith y acompañante van a pasear al circo y se suben a una especie de rueda de la fortuna que en lo más alto les falla, quedándose atrapados. No es una situación agradable aunque ella lo quiera arreglar repitiendo insistentemente que esa era la mejor cita de su vida: mientras dice eso, nosotros podemos ver una desprolija subjetiva, una toma aérea, que marca lo alto que están y que realmente da miedo, haciendo un contrapunto bastante socarrón, un abuelo lejano del plano cenital de North by northwest.
No eran tan geniales como recordaba, aunque la película sí es realmente muy buena, mejor que esos momentos descriptos. Hitchcock, no debería sorprender a nadie, haciendo una comedia de re-marriage está a la altura de los grandes del género: Lubistch, Cukor, Hawks. Está llena de gags visuales y dobles sentidos que aún hoy resultan ingeniosos, gracias al desparpajo que tiene para narrar situaciones un tanto extrañas, saliendo por la tangente de lo costumbrista, muy sórdidas para lo permitido en ese momento. La idea de matrimonio que se desprende, totalmente corrompida, burocrática y descorazonada, tiene un cinismo que a priori puede identificarse así, pero que después, en retrospectiva, es valeroso en contraposición al optimismo forzado de la industria. En realidad, al final sí gana el amor. Pero después de tantas vueltas y bajezas, este amor es más real que cualquier otro, por lo tanto, menos maleable y más peligroso.
Las primeras tres películas de José David Kohon
Encontrarse con la filmografía de José David Kohon fue algo parecido a un sismo dentro de la parte argentina de mi cinefilia. Sus tres primeras películas son lo que nunca me había imaginado posible: alguien que mirara la Ciudad de Buenos Aires con crudeza no exenta de fascinación, con interés real por su mapa y las maneras de recorrerlo. Gran parte del encanto proviene de las influencias modernistas de JDK en una ciudad que ya tenía una oxidada representación, y por eso el encanto femenino, los desencuentros, el jugueteo con lo fantástico, los monólogos que se pretenden existencialistas, como algo que lo salvaguarda de caer en el costumbrismo. Lo que me apasiona no es tanto el carácter medio fetichista de la constatación de cómo efectivamente era la ciudad en la que ahora vivo hace más de 50 años, sino la frontalidad y naturalidad con la que se acopla la historia a su lógica (o viceversa). O incluso, ese fetichismo, bien entendido, es posible porque Kohon filma con lentes angulares y deja entrar al encuadre más que la simple figura del actor, constituyendo sus películas como particulares sinfonías urbanas, más o menos atravesadas por cuestiones argumentales.
Todas sus películas están alrededor de la posibilidad de concretar la idea de amor en la ciudad. Ambas cosas (amor y ciudad) son dependientes y ambas implican un recorrido social y sentimental que en los términos de Kohon termina siendo absolutamente original. Sus películas, incluyendo el cortometraje Buenos Aires (1958) pueden verse a la luz de una declaración sostenida de amor a una ciudad, y por eso la preocupación por su destino social y sentimental: nadie, ni antes ni después, filmó todo el desgaste que produce un viaje en bondi de la casa al trabajo, en tren desde el Conurbano hasta Capital, caminando desde La Boca hasta Retiro.
Caught! (Max Ophuls, 1949)
Margue Eames (nombre artístico: Leonora Eames) va a la Escuela de Señoritas Dorothy Dale, donde le enseñan modales –para “poder conseguirse un hombre que valga la pena”- mientras trabaja como modelo vivo : pasea por una tienda con una prenda en particular, exhibiéndolo para todo el que lo quiera comprar. Como ella no parece tener ningún vestigio de sentido crítico, la situación es horrible, vacío y frívola como suena. Antes de la primera media hora, Leonora consigue lo que quiere: se casa con Smith Ohlrig, multimillonario de la construcción que no la lleva de Luna de miel y se arrepiente de la adquisición luego de haberla tomado. Tiene una casa enorme, pileta, la envidia de la opinión pública (incluso el visto bueno de su madre, que dice “siempre dije que mi hija iba a llegar lejos”), pero se cansa de tanta indiferencia y se va a los barrios bajos a trabajar de secretaria de un medico un tanto más idealista, el Doctor Quinada (el inolvidable James Mason). Luego, tironeos y juegos sucios entre ambos para quedarse con la chica. Al final, una resolución extrañamente parecida a La Patota original.
En el medio, Max Ophuls hace lo de siempre: pone en marcha sus travellings maravillosos, llenos de placer y carga dramática, sin que se note demasiado. Pero una pregunta sobrevuela: ¿todas esas florituras y magias formales qué efecto tienen sobre la superficie lustrosa, poco permeable a la ironía, de la historia del triángulo amoroso que está narrando? ¿Si fuera una denuncia, hay tanto espacio entre los personajes y el director para que se instale una idea que no sea propia de los personajes? Por el momento puedo decir que su puesta en escena logra quedar en mí como un sedimento, como una manera de ver una habitación o un living con un recorrido propio, que no es el de los personajes sino el del propio travelling, algo más libre pero a la vez pasible de ser reconocido con un sentimiento en particular, sobre todo cuando hay escaleras de por medio. Y con Ophuls casi siempre las hay.
Por último, hay una extraña relación (considerando que la cámara tiene sentimientos) entre ella y los personajes: tienen pocos momentos de intimidad. Entre Leonora Eames y Smith Ohlrig podemos ver pocos; el doctor Quinada y ella están siempre en lugares bulliciosos y públicos. Lo poco que sabemos de la relación de los primeros es más bien por los diarios: forman parte central de la narración y nos van reponiendo información. Quizás, en esa historia de amor nunca hubo intimidad ni amor. Curiosa forma la de Ophuls para decírnoslo.