Por Ramiro Sonzini
“… en el interior de cada escena, y sin intervención del exterior, algo se transforma radicalmente. Las razones de esas transformaciones son siempre numerosas e indecidibles. La representación no es más la condición de una buena descamación de la historia, sino una suerte de travestimiento que no puede decir nada sobre la naturaleza de las cosas, sobre su heterogeneidad, sobre las leyes de sus mutaciones”.
-Serge Daney
01.
Allá por el 2009, cuando fuimos a BAFICI por primera vez, había un tema de moda en las discusiones cinematográficas del momento: la difuminación del límite que separa la ficción del documental. A nosotros, que empezábamos a descubrir el mundo del cine independiente, el tema nos resultaba revelador y apasionante.
No sólo era cuestión de discusiones, las películas acompañaban: como esa obra maravillosa que es Aquel querido mes de agosto, que empieza como un documental sobre un equipo de filmación que va conociendo a los habitantes de Arganil, una zona de veraneo muy popular en el centro de Portugal, donde suena “música pimba” (género que hace acordar al cuarteto) por todos lados, y casi mágicamente se transforma en un melodrama incestuoso en el que habitantes y cineastas interpretan distintos papeles. La ficción nunca abandona la materia que ha descubierto durante el documental, la convierte en la base de su narración: el melodrama es el resultado de una combinación de los relatos que las letras de las canciones cuentan, las historias de vida de los personajes del pueblo resuenan en el recorrido que la ficción traza por el pueblo. Entre documental y ficción lo que se conserva es el contenedor, el espacio y el tiempo, y lo que cambia es el rol de las personas que intervienen y el punto de vista del registro. Otra cosa que se conserva es el tono: una mezcla de calidez y melancolía, una sensación de euforia levemente contenida. Euforia por cantar canciones y hacer películas.
Aquel querido mes de agosto (Miguel Gomes, 2009)
El tema también aparecía en películas viejas, especialmente en algunas de las menos conocidas de Jean Eustache, como Une sale histoire, dividida también en dos: la primera ficcional, a colores, en la que Michael Londsdale hace de voyeur en recuperación y cuenta una historia sexual; la segunda, documental, en blanco y negro, muestra a Jean-Noël Picq, guionista de la película, relatando la misma historia como una experiencia personal.
Ambas hacen de esa zona media un terreno para experimentar y para jugar, develando y ocultando en distintos momentos la línea que marca el paso de una a otra, pero siempre dando por sentado que esas zonas no desaparecen en la fusión, se mezclan pero conservan su autonomía.
Una escena bellísima de Aquel querido mes de agosto, que ocurre cuando el melodrama ha tomado el control, lo ejemplifica de manera simple: primero vemos en un plano corto a la parejita bailando y besándose en medio de una fiesta en la que actuaron con su conjunto, luego un plano general nos muestra el evento en su conjunto y finalmente, en un plano aún más general, vemos a los técnicos que dejan de grabar el plano anterior y se van a bailar con el resto de la gente.
Al año siguiente, en la ya extinta sección Cine del futuro, conocíamos a otro portugués talentosísimo, creativo y encantador: João Pedro Rodrigues la rompía con Morir como un hombre. Acá la cuestión no pasaba por ficción o documental sino por la necesidad de hacer mutar ciertos esquemas: la identidad de los géneros cinematográficos y la identidad sexual de los personajes. Una ficción pura y dura, musical, misteriosa, con tintes de fábula, que se disfrazaba permanentemente de un género para luego destrozar el disfraz y aparecer con otro nuevo.
Al poco tiempo la discusión evolucionó a partir de ciertas experiencias (¿cinematográficas?) más radicales, en dónde hacer películas se parece un poco a realizar un experimento científico, en tanto que el fin perseguido es demostrar la veracidad de la siguiente hipótesis: la representación de la realidad es imposible. Cada película inventa un dispositivo formal, que la define, para comprobar su premisa. El problema es que en esta obsesión por el dispositivo se pierde por completo la atención por lo que está frente a cámara, deja de ser una variable en la ecuación, da lo mismo si “la realidad” a representar es un cuadro, un paisaje, las personas que trabajan en un circo o una condenada a prisión siendo juzgada. Los jóvenes cineastas españoles (los primeros que sonaron fueron el colectivo Los Hijos, con películas como El sol en el sol del membrillo o Los materiales) armaron un revuelo importante con esta línea, en la que los cineastas pasaron de ser exploradores a científicos de laboratorio, de Indiana Jones a Pinkys y Cerebros.
El tema perdió tensión en la discusión crítica. Que sea ficción o documental dejó de importar y apareció con mucha fuerza la hibridez como estado de indeterminación. El problema es que la aceptación de este nuevo estado indirectamente llevó a una pérdida de interés por la relación de las películas con lo real, un paso importante en el camino hacia la escisión del mundo de la imagen y el mundo de la materia, del cual internet es el principal impulsor.
La búsqueda de la verdad dio paso a la búsqueda de la creatividad de los directores para mezclar distintos tipos de materiales. En los festivales casi cada película, del subconjunto que mal y pronto llamamos “radical”, tiene reglas autónomas que funcionan para sí mismas y nada más. Las películas se atomizan y se vuelven autosuficientes, se aíslan en su propia experiencia y eso dificulta terriblemente valorarlas dentro de un contexto más amplio, que no es otra cosa que tratar de escribir la historia del cine. El amplio y vasto continente que (¿fue?) el cine, poco a poco se convierte en un archipiélago.
Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues, 2010)
02.
Mientras tanto, el bueno de João Pedro Rodrigues se puso a trabajar en una serie de películas en donde narra historias con aspiraciones de género inyectando pequeños gestos de ficción en un sistema documental (sobre todo La última vez que vi Macao y Mahjong). En estas, la presencia de los escenarios predomina por sobre los personajes, que permanecen mayoritariamente en fuera de campo o aparecen indirectamente, a través de la voz en off, o de un fragmento de su cuerpo, una mano empuñando una pistola. No los vemos realizar acciones (sólo caminar), sino que escuchamos el relato de sus peripecias. Como si toda la película fuera una gran subjetiva del narrador, que por momentos nos lleva a dudar si lo que vemos se condice con lo que nos cuenta.
La sensación que deja este “experimento” es que por sobre las asordinadas tramas policiales que débilmente se esbozan rebasa el sedimento de un estado de las cosas del mundo (las calles, las ciudades, los carteles, los animales, la comida de un mercado, las estatuas, el clima, la naturaleza). Una suerte de recuperación de la teoría del paisaje que Masao Adachi pondría en práctica en su A.K.A. Serial Killer, en la que sigue los pasos de Norio Nagayama, un joven trabajador golondrina arrestado por el asesinato de cuatro personas con un arma robada en una base militar estadounidense, y registra los paisajes que él atravesó: “Cuando fuimos a cada una de las ciudades que Nagayama recorrió, nos dimos cuenta de que eran ciudades muy similares. También nos cuestionamos el motivo por el cual nos sentíamos asfixiados, a pesar de la belleza del paisaje, como si estuviéramos viendo una tarjeta postal. Después entendimos que probablemente la propia belleza era el origen de nuestra asfixia, a la cual Nagayama creyó como su enemiga. Decidimos aplicar la metodología de buscar la imagen de Nagayama y la de nosotros mismos a través de esos paisajes”. Los paisajes uniformes muestran una esencia homogeneizada que simboliza la ubicuidad del poder estatal. Lo que intentaba cartografiar Adachi eran las estructuras de la opresión institucional que subyacían en la superficialidad del paisaje.
Fueron experimentos en los que parecía que se intentaba averiguar dos cosas: qué tan lejos se puede llevar la economía narrativa para bocetar una trama genérica o, dicho de otra forma, cuál es la forma más elemental de una película de género que se puede hacer en la actualidad; y cuánto del barro de lo real queda impregnado en una imagen luego de que ésta haya sido descontextualizada por medio de un dispositivo ficcional.
La última vez que ví Macao (João Pedro Rodrigues & João Rui Guerra da Mata, 2012)
03.
Con El ornitólogo, Rodrigues vuelve a la ficción más pura, que había abandonado en Morir como un hombre, y profundiza su interés por las mutaciones. La película misma es la historia de una evolución: Fernando, el ornitólogo del comienzo, se pierde por las salvajes tierras de Trás-os-montes, al norte de Portugal, y vive una tortuosa y trascendental aventura, que recuerda a Deliverance, en la que el contacto con la naturaleza lo va transformando en una versión aggiornada de San Antonio de Padua.
Aquí aparece el principal desafío para Rodrigues: hacer una película que relata un proceso de transformación que no puede ser registrado, documentado, sino que tiene que ser inventado por la ficción. En la escena inicial aparece el germen de la forma para resolverlo: el ornitólogo mira a las aves con sus binoculares desde su kayak y toma notas de voz en un pequeño grabador, surgiendo la narración de la articulación más elemental de su punto de vista: primero lo vemos mirar y luego vemos lo que mira. Mientras Fernando nos contagia el goce por observar las aves salvajes en su entorno, aparece una toma extraña, que perturba completamente la lógica anterior: la cámara sobrevuela el río desde la altura y vemos a Fernando en su kayak del tamaño de un insecto. La angulación de la toma es mucho más abierta que las anteriores y produce aberraciones en los costados del encuadre y en el foco, que varía no en la profundidad sino en la superficie del plano. Una subjetiva del ave. Es el primer elemento que la ficción de Rodrigues inventa para darle cuerpo a esa metamorfosis imposible que atravesará toda la película.
Un paréntesis: en este sencillo juego de ficción aparece un remanente de los experimentos de sus películas anteriores pero a la inversa: los planos de las aves volando son unidades de registro documental que se resisten a ser ficcionalizados. A los animales salvajes no se los puede dirigir, sólo se los puede capturar; y aquí el cineasta se convierte en cazador. Esos planos son cápsulas documentales inyectadas en el mundo de la ficción. Ya no es teñir de género al mundo real, sino sedimentar con el peso de lo real la estructura del género.
La segunda vez que aparece la metamorfosis escala a otro nivel: después de que una pareja de misteriosas chinas lo rescatan de la orilla del río en el que casi se ahoga, le dan de comer y abrigo para pasar la noche, Fernando amanece atado, casi sin ropa, a un árbol en una posición que remite un poco a la imagen religiosa del mártir San Sebastián. Luego de los segundos que le toma despertarse y reconocer la situación en la que está y de llamar a sus salvadoras devenidas en captoras y que no le respondan, observa a lo lejos una cigüeña negra, esa extraña especie que ha estado buscando, y que a diferencia de sus parientes más famosas que son gregarias, prefieren la soledad (una mutación narrativa propia de la naturaleza). Vemos que Fernando mira intrigado hacia fuera del plano y rápidamente un contraplano del ave en su nido; ésta gira la cabeza levemente y pasamos a la subjetiva del ave, hecha con GoPro (igual que la escena anterior pero sin drone que la haga volar), en la que vemos a Fernando maniatado en plano general. Luego otro plano del ave que hace un movimiento de cuello más estrambótico, como preguntándose “¿y éste qué hace acá?”, y nuevamente la subjetiva de GoPro, pero esta vez Fernando ya no es más el musculoso Paul Hamy sino el flaquito João Pedro Rodrigues. La mirada de la naturaleza hace que el protagonista mute. El cambio de cuerpo se corresponde con la transformación del naturalista en religioso, del ornitólogo al santo. De lo visible a lo invisible.
El ornitólogo (João Pedro Rodrigues, 2016)
A medida que la aventura avanza, la película va ganando en extrañeza. Lo que comienza como documental científico se convierte en película de aventuras, que luego se convierte en una fábula mística, que luego se transforma en un cuento de hadas tenebrosas.
Fernando llega a una capilla abandonada que tiene una gran fuente en la que hay unos peces a los que les recita un fragmento del famoso sermón de San Antonio, del que el padre Antonio Vieira dice lo siguiente: “¡Oh, gran alabanza para los peces, y gran afrenta y confusión para los hombres! Los hombres persiguiendo a Antonio, queriendo expulsarlo de la tierra e incluso del Mundo si pudiesen, y al mismo tiempo los peces, en innumerable concurso, acudiendo a su voz, atentos y colgados de sus palabras, escuchando en silencio, con señales de admiración y asentimiento (como si tuvieran entendimiento), lo que no entendían. ¿Qué pensaría alguien que mirase en ese momento hacia el mar y hacia la tierra, y viese en la tierra a los hombres tan furiosos y obstinados, y en el mar a los peces tan quietos y devotos? ¿Qué diría? Podría pensar que los peces irracionales se habían convertido en hombres, y los hombres no en peces, sino en fieras. Dios dotó a los hombres del uso de razón, y no a los peces, pero en este caso los hombres tenían la razón sin el uso, y los peces el uso sin la razón”. Al igual que el ornitólogo, los animales también se van transformando. En la primera mitad se mantienen en un registro estrictamente documental, y a partir de que Fernando se encuentra con el pastor Jesús, que aparece tomando leche de la teta de una de sus cabras, empiezan a aparecer como si estuvieran actuando (adquiriendo no la razón, pero sí el uso). Un ejemplo es el comiquísimo contraplano de las cabras mirando cómo cogen Fernando y Jesús en la playa; otro, cuando un búho mira amenazadoramente a Fernando bañarse en el río cuando llega a su campamento y ve que le robaron todo. Sobre el final atraviesa el bosque lleno de animales de papel maché, dando por completa la mutación. La naturaleza se va desnaturalizando.
El ornitólogo (João Pedro Rodrigues, 2016)
Cuando le preguntan a Rodrigues por su interés por la iconografía religiosa explica: “Soy una persona muy racional que no es religiosa en absoluto. Pero me atrae mucho la idea de cómo se cuenta la religión. Lo que me interesa de la religión es el arte. El cómo hacer que una historia avance”. El cómo se cuenta una historia es algo que también muta a lo largo de la película. Para Rodrigues el cómo hacer que una historia avance (y que un personaje y el mundo en que está inserto también) se trata de inventar un dispositivo (de ficción) que produzca una mutación, una abstracción que provoque una alteración en la forma y la dirección de las cosas. Y para hacerlo se desentiende de la relación que hay entre forma y contenido, entre estructura lógica y materia, entre género y realismo.
El ornitólogo está construida con las herramientas que el lenguaje cinematográfico desarrolló a lo largo de su historia para hacer género. Por eso sentimos reminiscencias del western, de las películas de aventuras, de las películas de suspenso o de terror, incluso de los documentales sobre la naturaleza. En el cine narrativo clásico, el devenir de la historia responde a un mandato superior que vulgarmente llamamos “verosímil”. Más allá de que detrás de toda película hay un guionista y un director decidiendo qué pasaba con los personajes, hay un marco legal superior que los limita, y el respeto de ese marco legal hace que los espectadores creamos que eso es “posible”, y además nos involucramos sentimentalmente con la historia. En la película de Rodrigues el esquema formal del género se mantiene, pero la concatenación de relaciones causales que movilizan la trama ya no son un elemento que nosotros como espectadores podamos “comprender como posibles”. Lo que hace avanzar la trama son especies de accidentes formales cuyo objetivo subliminal es atacar y destruir “el verosímil”. Dicho en criollo, pasan cosas rarísimas y nada ni nadie nos explica por qué. Entonces dejamos de experimentar la película a través de la identificación con el personaje y su mundo, para vivir una relación distanciada de observación y desparpajo por el devenir de las formas que van mutando. La ficción deja de ser un sistema de reglas y herramientas (un lenguaje) que narra las aventuras del hombre, para relatar las aventuras de la forma.