Dos cabalgan juntos
Dos chicos, no tan jóvenes. Llamémoslos Serge y Louis. ¿Son viejos amigos? ¿Cinéfilos? ¿Quién sabe? Serge es siempre el primero en hablar. Hablan mientras caminan.
– Me encanta este Ford.
– A mí también
– A mí antes.
– A mí primero.
– Como quieras.
– Sé que Dos cabalgan juntos es la primera película que te trajo a Ford.
– Cierto.
– Un cineasta que no te gusta mucho.
– Digamos que no lo entiendo. Es un enigma para mí.
– Es un enigma para todo el mundo.
– ¿Eso creés?
– Es por eso que es el más grande.
– ¿Más grande que Mizoguchi?
– Sí.
– Exagerás.
– No.
– ¿Ha hecho Ford películas tan bellas como La mujer crucificada?
– Sí. 7 mujeres.
– Me había olvidado de ésa.
– Sos frívolo.
– Puede ser.
– Estás muerto. ¿Cómo podés hablar de cine con tanto aplomo?
– Toda la gente muerta habla con aplomo.
– ¿En serio?
– Es lo único que tienen.
– ¿Aplomo?
– Sí.
– ¿Qué te gusta de Dos cabalgan juntos?
– James Stewart, Richard Widmark, velocidad lenta, frontalidad, amistad que dura mucho tiempo.
– ¿Creés en la amistad?
– Sí.
– ¿Creés en la Amistad del cine? Quiero decir Amistad verdadera.
– Nunca creí en las Relaciones Humanas.
– Es cierto. Siempre dijiste que las RRHH estaban sobreestimadas.
– Aún pienso así.
– Yo también.
– Has cambiado.
– Sí.
Fragmento de Dialogues avec Daney, de Louis Skorecki, encontrado acá:
http://sergedaney.blogspot.com/2011/05/louis-skorecki-dialogue-with-serge.html
Ford en el set de Two Rode Together
Por Lucía Salas
En invierno de 2005 la revista francesa Trafic le dedicó un número entero a John Ford bajo el título de “Política(s) de John Ford”. No tengo idea de por qué; quizás movidos por un ciclo como el que motiva este dossier, o por ahí porque, como nosotros, creen que decir que John Ford fue el más grande tiene un poco de batalla que se juega por los ojos. Todavía en algunos lugares se escucha que tal película de John Ford es muy buena a pesar de… Y en esos puntos suspensivos se suele alojar o suponer un asunto político en el cual John Ford está(ba) de un lado y el hablante del otro. El número de Trafic no es una defensa de John Ford (para eso está Ford a veces) sino una serie de desmentidas a la frase de Ford que abre el libro: Soy apolítico. También es una actualización entre lo que se entendía por política en los –muy cambiantes– años en los que Ford trabajó y ahora, o en 2005, cuando la palabra está más cerca del adjetivo que del sustantivo, y que no depende de la idea de meterse en política, como sinónimo de pertenecer a un partido (si bien, como todo hombre grande de Hollywood, muchos de sus amigos trabajaban en política e incluso Will Rogers, protagonista de tres de las películas del ciclo, fue candidato a presidente – ver Sonzini). Una de sus actualizaciones tiene que ver con esa forma de ser un enigma, que Skorecki inventa imaginando una conversación con su amigo y co-fundador de la revista, Serge Daney. La forma de alterar un ritmo, suspender una trama, detener el desarrollo de la ficción obligatoria para revelar una belleza arrolladora en momentos inesperados, trabajando dentro de un sistema de narración como maquinaria.
Daney decía que era imposible ver una película de Ford con un ojo vago (o los dos) porque lo único que veríamos serían unos soldados románticos. Así que antes de leer supuse que la idea de política(s) que aparecería iba a tener que ver con la idea del otro co-fundador de la revista, Jean-Claude Biette, de sustituir la política de los autores por una poética de los autores (el título de su primer libro). En una entrevista publicada en ese libro, hecha por Serge Toubiana y Jean Narboni en febrero de 1988, Biette dice: Es eso lo que llamo, más que una “política de los autores”, una “Poética” expresada por las películas, poética que puede relacionarse con una película, o varias, o toda una obra. Poética significa a la vez la visión personal de un cineasta, y al mismo tiempo la práctica estética o artesanal. Algo que existe en lo palpable y lo visible de sus películas, en la forma en la que se puede habitar un plano de manera no abstracta sino a través de los sentidos, que tienen que estar todo menos adormecidos. No recuerdo quién del staff de La vida útil dijo que habría que pensar a John Ford como si fuera un cineasta experimental. No es mala la idea.
Drums Along The Mohawk (1939)
Lo poético como origen de lo político articula muchos de los textos de la revista. La mayoría de los críticos piensan en las formas en las que se ocupa el espacio en las películas de Ford y cómo eso tiene que ver con los lugares que ocupan los personajes en su entorno. Escriben de las formas que tienen los personajes de conducirse y cómo y hacia quién orientan sus acciones, hacia quiénes orientan sus palabras y sus gestos. La cuestión de la orientación es central en Ford porque tiene que ver con observar cómo están distribuidas las cosas y cómo pueden redistribuirse, de manera más o menos errática, hacia la justicia, la injusticia o hacia la tragedia; hacia qué es visible, qué invisible y qué un poco y un poco (pienso en el famoso plano de Más corazón que odio en el que el personaje de Vera Miles acaricia el abrigo del personaje de John Wayne). También tiene que ver con cómo un actor llena la existencia de un personaje, lo cual es análogo a la función que la Historia tiene en sus películas, como algo inabarcable que obliga a elegir con cuáles de sus rincones se va a formar el relato. Rancière en su texto (Los pies de los héroes) habla de cómo eso se llena literalmente: cómo Henry Fonda hace existir a Lincoln en sus propias piernas largas que se transforman en gestos y cómo él y otros de sus personajes caminan por donde creen que es correcto caminar (el Juez Priest se juega la carrera encabezando el cortejo fúnebre de Mallie Cramp).
Gilberto Pérez (Decir “ain’t” y tocar dixie) escribe sobre la validez o no de la retórica del Juez Priest en la versión de Will Rogers partiendo del momento inicial en el que Priest, a punto de largar su candidatura como juez, afirma no saber nada de política salvo cuándo le toca decir “ain’t”, una contracción coloquial que quiere decir varias cosas dependiendo de donde vaya, como “no hay”, “no tiene”, “no es”. Lo que dice Pérez es que Priest hace de este coloquialismo una forma de retórica que tiene como objetivo adornar los argumentos de un proceso judicial para orientarlos hacia el habla de gente del jurado y ganarse así su simpatía, un adorno cuya base no es el ejercicio de la ley sino la producción de un efecto de justicia. Para Pérez esto no está enmascarado en la película sino que forma parte del problema político de la misma. Las artimañas de Priest son muchas y no se oculta ninguna (como la escena en la que finge ser pésimo estirando caramelo para enganchar sus manos a las de una joven y que su sobrino pueda irse con otra que no es una invitada de la fiesta sino que trabaja ahí). Esta idea vuelve en un texto sobre El hombre que mató a Liberty Valance de Koch y Brunkhorst pero desde el derecho: una acción ilegal llevada a cabo con las leyes del espectáculo que tiene un desenlace en la vida política del pueblo y del país a través de la auto-mistificación. En las dos películas la idea de espectáculo se cuela en la vida política de una comunidad (y en prácticamente todas las películas de Ford, el ejercicio activo del espectáculo es parte de la construcción nacional), pero mientras en Juez Priest la ornamentación tiene algo de inofensivo y forma parte de la comedia (y finalmente libera al falso culpable), en Liberty Valance es una monstruosidad moral (Sylvie Pierre: “La hipocresía de buena fe es para Ford una monstruosidad moral”), la tragedia de la vida y la muerte de Tom Doniphon, la justicia por mano propia de Liberty Valance. En ambas, de todos modos, la relación entre engaño y efecto es completamente visible. Formas de inventar sobre las historias se transforman en una pregunta en varios textos alrededor del espectáculo, esto es: ¿existe un buen espectáculo y, por lo tanto, un mal espectáculo?
En su texto Comolli se ocupa de la posibilidad que trae Las uvas de la ira de presenciar en vivo una toma de conciencia en la escena en la cual los Joad van a un parador de ruta, piden comprar pan y al principio no les dan. Comolli dice sobre esa escena que podemos ver en funcionamiento la ubicuidad del cine, esa posibilidad de poder estar en todos lados y verlo todo, una posibilidad que antes era banal y ahora funciona para algo importante. Comolli insiste en que en la escena la omnisciencia es una forma de estar involucrado en algo políticamente valioso, como un espectador y nada más. Esto hace que por un momento la escena deje de ser un engaño, o sea, deje de ser una realidad que se presenta abierta frente a nuestros ojos y pasa a ser una escena en la que gracias a la forma de organizar la mirada de manera evidente (ver a alguien ver), no hay un efecto de verdad revelada sino el tiempo y la posibilidad de presenciar una toma de conciencia. Esto también pasa en las películas visiblemente más artificiales y colorinches de Ford, esas utopías a las que se refiere Pierre Léon en su texto sobre Donovan’s Reef, en las cuales aparecen como una forma creativa con dos variantes: la de un pensamiento que resulta visible y palpable, y una creación extraña, un lugar que no es ningún lugar más que ese espacio en que los personajes conviven, crean sus dinámicas y aprenden a romperlas.
Quizás también sucede en otras películas, cuya artificialidad se ve en el trabajo con el paisaje y el tiempo, como en el caso de Sergeant Rutledge cuando, después de iniciado el relato de una de las testigo del juicio por violación y asesinato contra el sargento negro en 1881, la sala se oscurece casi por completo a la mitad de un plano general en el que sólo se ve el rostro de Mary Beecher y el resto queda en sombras. Eso desencadena un flashback en el cual se ve una parada de tren en Arizona y detrás un paisaje que parece un holograma. La secuencia empieza con el tránsito artificial de la luz, una especie de inclinación hacia el sentimiento de la escena que se va a repetir cuando Mary y Rutledge se conozcan en la estación de tren y los cuartos se vayan iluminando y quedando en sombras mientras ellos los van percibiendo. En el exterior del edificio y al fondo se puede ver Monument Valley brillando de noche, una visión artificial como réplica, como la marca no de un espacio sino de un tiempo. Ese tiempo son dos tiempos: el tiempo en el que transcurre la película y el tiempo en el cual ésa era una locación habitual en la que el espacio desencadenaba brevemente un pasaje de atención y emoción desde la acción hacia el paisaje.
The Last Hurrah (1958)
Ese momento en el cual Monument Valley es un fondo sobre el cual existe una estación de tren pérdida bien podría entrar en lo que el texto de Samocki (“Política de la melancolía”) llama la presencia política de la melancolía, donde piensa The Last Hurrah como la primera de una serie de películas testamentarias de Ford en las cuales los regímenes políticos y estéticos que circulan en el mundo y los que circulan en el imaginario de Ford se alejan más que nunca. Esto forma parte de otra gran pregunta del libro que es sobre cómo el conflicto de uno mismo toma la forma del otro, y qué lugar ocupa eso en el plano. Me acuerdo que en una clase sobre Más corazón que odio un profesor nos dijo que es casi la única película de Ford en la que el enemigo originario es un hombre blanco pintarrajeado y que eso para él tenía que ver con cómo ese otro era un espejo de Ethan Edwards y el desprecio que sentía por sí mismo. Creo que hay algo de eso en una de películas más conocidas del ciclo de Ford desconocido, Drums Along the Mohawk. Hay un plano en la última batalla en el cual se ve a los indios intentando entrar a uno de los edificios y sobre unas maderas dos colonos tratan de echarlos a patadas en una pelea completamente sanguinaria y precaria (al final las mujeres los vencen tirándoles agua hirviendo). Lejos de ser una guerra de bandos definidos en medio de una montaña en la que cada grupo corre al encuentro del otro, las batallas que se ven en Drums Along the Mohawk son una serie de empujones, tirones, flechazos o disparos a corta distancia sin ningún tipo de grandeza en la cual ambos bandos son precarios y ambos bandos son carne de cañón, unos de los ingleses y otros de la patria por venir. Los indios como enemigos en Drums Along the Mohawk tienen una función de espejo de la precariedad de los colonos que más que estar luchando por sus propias tierras se están matando por la conformación de un Estado por el cual en pocos años se van a tener que volver a matar. El problema de ese espejo es el de cualquier otro: que no es ni un poco translúcido y lo que hay detrás no se ve, su presencia es casi imposible; ese fuera de campo, ese espacio del otro invisible del cual habla el texto de Thoret (“De donde tú vengas yo seré”), ese wilderness, un yermo.
También transita en la revista una idea sobre el humanismo de Ford, que Sylvie Pierre define como ausencia de individualismo. En su texto sobre la política del fuera de campo, Thoret se pregunta: ¿cómo conciliar la necesidad comunitaria en una cultura que prioriza lo individual en detrimento de lo grupal? Esa necesidad aparece mejor conciliada en las comedias de Ford en las cuales la tolerancia sólo funciona entre pares u orientada a los menos privilegiados (hasta el punto de la edulcoración del cartel bíblico que cargan para el Juez Priest los vecinos de The Sun Shines Bright: “Nos salvó de nosotros mismos”, que, dice Rosenbaum, podría ser un pedido de Ford para su propio epitafio), pero hacia los que ocupan los lugares de privilegio no hay más que intolerancia rabiosa. Hay una escena en Doctor Bull en la que el doctor llega tarde a la casa de una familia cuya empleada está enferma porque estuvo toda la noche asistiendo un parto. La familia y sus amigos ricos están charlando en la cocina cuando Bull sale del cuarto cabizbajo. Ahí una señora dice: “¡Pobre Mamie, debe haber odiado morir!” A lo que Bull contesta que vio más de cien personas morir y que nunca vio que les molestara, todas estaban demasiado enfermas para pensar en eso. Cuando lo interrogan acerca de por qué no llegó antes y que quizás la hubiese podido salvar, Bull contesta que incluso con un buen doctor (no él), Mamie no tenía las condiciones de vida que le hubiesen permitido tener la fortaleza física para soportar la enfermedad, al contrario de su empleadora que es una vieja gorda. Hay un pequeño revuelo y los ricos se van, no sin antes decir que les mande la cuenta porque Mamie trabajaba para ellos, a lo que, en un plano medio poco habitual, Priest les contesta: “Claro que trabajó para ustedes, no puede haber ninguna duda sobre eso”. La chica en cuestión tenía 17 ó 18 años. La escena es tremendamente triste y sin embargo está llena de chistes. Lo que la hace para nada perturbadora es que esos chistes son todas dagas venenosas a esos ocupantes transitorios e indeseables en la casa precaria de la muerta, a la que jamás vemos pero adivinamos que era una mujer joven negra. Lo que hace Priest con eso es ahuyentarlos de ese espacio que, aunque los ricachones no lo crean, no les pertenece, y de un duelo que tampoco, porque es de ellos la culpa.
Four Man and a Prayer (1938)
Los chistes de odio de clase son la joya de las películas que pasaron en el ciclo de la Lugones; eran mucho más frecuentes en las películas de Ford de esos años, sobre todo en los más cercanos a la crisis del 30. En Cuatro hombres y una plegaria, o la película de la chica hermosa con cara de rana como le dice Skorecki, cada elipsis que incluye algún plano del personaje de Loretta Young para adelantarse a los cuatro hermanos, que buscan pistas sobre el asesinato de su padre, es un chiste sobre lo inútiles que son, sobre todo frente a una mujer joven que sabe moverse por el mundo, que además parece una versión adulta del personaje de Shirley Temple en Wee Willie Winkie, una enana de jardín que resuelve un conflicto de política internacional. O el vago de Just Pals que al principio de la película se lo ve sentado junto a unos trabajadores, luego hay una subjetiva de él mirándolos (marcada con un cierre de iris) y el contraplano de su reacción es él limpiándose el sudor de la frente. O la reclusa que está barriendo el pabellón de mujeres de Up the River y cuando llega la ricachona, para prenderle una carta a los pies del vestido, simula tener un ataque de arrepentimiento ante la vista de una mujer tan pía. Apenas se va, la chica se levanta, se desprende del abrazo de sus compañeras (todas de espaldas en el plano), se da vuelta y le dice a la protagonista: “¡Eso cuenta dos barras de chocolate y una manzana que ya me debías!”
La cita de Biette sigue: Es eso lo que llamo, más que una “política de los autores” una “Poética” expresada por las películas, poética que puede relacionarse con una película, o varias, o toda una obra. Poética significa a la vez la visión personal de un cineasta, y al mismo tiempo la práctica estética o artesanal. Ambigüedad permanente que no hay razón alguna para disipar. En el cine hay una relación muy difícil a precisar entre la concepción y la materialización. La crítica debería probar dilucidar esa relación en las películas. No es fácil, pero es lo que hemos encontrado ya en nuestro modelo, André Bazin.
El número de Trafic dedicado a Ford va por ese camino un poco aventurado. No es el camino de medir las intenciones (algo que de todas formas no es siempre imposible) sino de trazar líneas imaginarias desde lo visible y audible hacia el pensamiento. Una especie de proyección hacia atrás, como ese ciclo que se vio unos días en Buenos Aires, esos primeros gestos, las prácticas que forman la política de una poética, la de John Ford, desde el momento en que un hombre así de hosco dice: Soy apolítico.
¡Adiós, bastardos!