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El Joven Ford (02) – Cartas fúnebres a madres solitarias

Por Iván Moscovich

Como su título anuncia, el ciclo sobre John Ford programado por la Sala Lugones cubre intencionalmente su período menos difundido, desde finales de los años 20 hasta fines de la década del 30. Aun centrándose en este período, evita clásicos como The Informer (1935) o Stagecoach (1939) para dar lugar a otros títulos menores que pasaron desapercibidos o que quedaron opacados en el decantar de su carrera. Hay sólo un par de westerns, lo cual es matemáticamente lógico, porque si bien es el género por el que más se lo reconoce (y por el que se lo reconocía también entonces), en verdad abarcan una minoría cuantitativa dentro de su obra (son alrededor de 20 en un corpus de 140). Un poco se nos quiere decir eso: que la producción de Ford es más amplia, mucho más de lo que creemos. Y para demostrarlo se nos propone un recorrido no sólo hacia sus orígenes sino también hacia su periferia, una exploración hacia terrenos desconocidos, una aventura propia de alguno de sus personajes. Nos encontramos en esta búsqueda con sus habilidades para el melodrama, sin relegar por ello innumerables destellos de comedia.

Four Sons (1928) existe dentro de esa categoría, el de las películas relegadas, lo cual no deja de ser curioso. No lo digo por sus méritos técnicos, sino porque en su estreno gozó de una taquilla avasallante. Según la Fox fue “su mayor éxito de los últimos diez años”, y se convirtió en el mayor reconocimiento para Ford durante el período silente. Así y todo, la película es una verdadera anomalía dentro de su obra. Es protagonizada por una mujer, la Madre Bernle, que vive en un pueblito alemán junto a sus cuatro hijos. Construye alrededor de ella el imaginario de una madre bondadosa, el sostén de la estructura familiar. Cuando sus hijos son reclutados para pelear en la Gran Guerra, se transforma en cambio en una madre abatida, sufriente, atormentada. Hay algo hasta religioso en la manera que Ford la filma, con la expresividad característica de películas de Carl T. Dreyer o Frederich W. Murnau, de quien Ford era un gran admirador. Efectivamente, las corrientes europeas tienen una influencia clave en la película. La mismísima Fox había realizado Sunrise en 1927, y varios de sus decorados fueron reutilizados en su rodaje. Ford incluso viajó hasta Berlín para conocer al director alemán y consultarle por los modelos de producción que había utilizado en su última película: Ford estaba impresionado con los movimientos de cámara que Murnau había desplegado, y éste le compartió varios de sus conceptos para diseñarlos. También adoptó su fotografía lúgubre, el expresionismo de sus puestas. Su influencia en la película es tan evidente que hasta incluye algún guiño, como la sombra de un cartero (que trae consigo la noticia de una muerte) cruzando el plano lentamente, al mejor estilo Nosferatu.

Así y todo, no hay dudas que estamos ante una película de Ford. Porque más allá del género o la estética dominante, sus intereses son siempre más particulares. Y es la narración de esas particularidades lo que define los grandes temas de su filmografía, como el concepto de Nación, de Hombre, de Guerra, de Muerte. Ford es el maestro de los grandes tópicos, pero siempre los construye desde otros más pequeños. En ese sentido, aunque Four Sons narra desde el inicio al final de la guerra, su atención no está puesta en el campo de batalla, sino en su reverso trágico, en la intimidad de una madre que se queda en casa velando por los hijos. Se ancla a esa mirada y desde allí muestra la guerra, cuya épica aparece desplazada: en su lugar encuentra miseria, la muerte de sus hijos, la pobreza de su pueblo. Hay un caso ejemplar de este movimiento, en los dos cumpleaños de la Madre Bernle, que ocurren previo y durante la guerra. En el primero goza de sus cuatro hijos, y el pueblo entero se acerca a su casa a comer cordero y tomar cerveza. En el cumpleaños siguiente, la imagen se invierte: la Madre Bernle debe salir de su casa porque en la plaza están repartiendo pan. Hace frío, las personas hacen fuego en las esquinas para protegerse. Alguien lamenta que ese año no haya cordero ni mesa. Para entonces, dos de sus hijos ya han muerto, y un tercero es reclutado esa misma noche por la milicia. Pero la Madre Bernle no deja de agradecerle a Dios, tanto en un cumpleaños como en otro, porque su fe existe por encima de las circunstancias.

La propuesta de enfrentar dos secuencias similares en contraposición dialéctica, con la guerra como brecha mediadora, es un recurso que la película retoma en distintas oportunidades. Hay también dos escenas con despedidas a los soldados, una al comienzo y otra en medio de la guerra. En la primera, se los despide con enorme entusiasmo: la gente arroja flores, agita banderas. Un travelling asombroso avanza anclado al tren, describiendo la multitud que se acercó a la estación para honorar su partida. Dos de los cuatro hijos de la Madre Bernle viajan en ese tren a Francia. La escena goza una jovialidad ferviente, porque existe la esperanza de esos jóvenes que parten vuelvan luego convertidos en héroes. En cambio, en el segundo caso, la escena es absolutamente árida. Sólo la Madre Bernle está en la estación de tren para despedirse de su último hijo (estando el cuarto peleando para los Estados Unidos). Esta vez, no hay convocatoria popular. Los alemanes están perdiendo la guerra, y ni siquiera se les permite despedirse. Suben a su hijo al tren y se ponen en fila para interponerse entre ellos. La Madre Berle golpea el tren, desesperada. Por una pequeña rendija, el hijo logra asomar la cabeza, y luego estirar un brazo. La anciana se abalanza en puntas de pie y toma su mano. Se estira con dificultad hasta poder besarla y recostarse sobre ella. De ese gesto, tan maternal, se aferra incluso cuando el tren arranca, hasta el último momento.

Sucede también que un mismo encuadre se repite en el comienzo y el final de la película, al momento de la cena. En plano general, la Madre Bernle come junto a sus hijos, entre risas y conversaciones. Se burlan del nuevo general del pueblo y sueñan con las aventuras que el joven Joseph tendrá en Norteamerica. Más tarde, con la guerra ya terminada, vemos a la Madre Bernle cenando en el mismo tamaño de plano, esta vez sobre una mesa vacía. Se sienta junto a su plato y repite sus plegarias: “Te agradezco Dios, por todas tus bendiciones”. Durante unos segundos, el primer plano se sobreimprime en el segundo: los hijos vuelven a la mesa, de un modo fantasmagórico, y rezan con ella. Los cinco, juntos, hacen el gesto de la cruz sobre el pecho. Una sonrisa vuelve al rostro de la Madre Bernle. Se pone de pie entusiasmada, pero inmediatamente la figura de sus hijos se desvanece, y ella vuelve a encontrarse sola. Todo lo ocurrido hasta este momento es tan deprimente que los últimos minutos, los que restan a partir de esta escena, funcionan como un extraño epílogo. El tono de la película hace un giro completo y retoma el código humorístico de las primeras escenas. Incluso tiene su propio argumento: La Madre Berle recibe una carta desde los Estados Unidos, escrita por su hijo Joseph, el único que sobrevivió la guerra. Desde allí escribe sobre su nueva familia, sobre el éxito de sus negocios, y la invita a mudarse con él para que conozca a su nieto. Pero para cruzar la frontera, las leyes de inmigración americanas le demandan que aprenda a leer. Y será ese el nuevo recorrido de nuestro personaje, ya no desde la quietud propia de la espera, sino desde la toma de acción y la superación personal. El relato tiene sus propias vueltas y tropiezos, pero finalmente logra reencontrarse con su nueva familia. El típico final fordiano se siente ahora como un consuelo, como si un borrón y cuenta nueva fuese posible: eso es lo que ofrece norteamérica.

Pero volviendo al juego de dualidades y contraposiciones que proponía antes, es interesante ver cómo Pilgrimage (1933) se incorpora a este sistema, ya que vuelve a girar en torno a la figura de una madre y su relación con la guerra. Las diferencias también son evidentes: aunque se haya realizado sólo cinco años después, durante ese lapso Ford había dirigido catorce películas y el cine silente se había convertido en sonoro. Y aunque se retome el mismo tópico que en Four Sons, Ford se acerca esta vez desde una nueva perspectiva. La protagonista, Hanna Jessop, es una madre de características opuestas a la Madre Bernle, siendo un personaje dominante, posesivo, testarudo. No le permite a su hijo Jim casarse con su vecina Mary, de quien está esperando un hijo. Para evitar el casamiento, lo enlista en el ejército y lo manda a combatir a Francia, donde pierde la vida. La oposición entre una película y otra se da incluso en la estructura: en los primeros treinta minutos se narra el drama familiar recién mencionado, que funciona como un prólogo, y la hora siguiente transcurre diez años después de la muerte de Jim. Hanna Jessop tiene la oportunidad de viajar a Europa y visitar así la tumba de su hijo. Será ese trayecto -que simboliza a su vez un redescubrimiento personal sobre las relaciones maternales- el argumento central del relato.

La aventura de Hanna Jessop propone una ampliación de los minutos finales de Four Sons. En ambos casos se describen los desacoples de una mujer de campo que se traslada a la gran ciudad; hay también un proceso de aprendizaje, en el caso de Hanna al abrirse a nuevas amistades y conocer los hábitos de las jóvenes francesas. La película avanza con la misma gracia y ligereza en un caso y en otro. Pero en Pilgrimage la situación se complejiza cuando Hanna admite que, a pesar de todo ese esfuerzo, no logra perdonar a su hijo. Abandona la idea de visitarlo al cementerio y sale a caminar por las calles de Francia. En su deambular conoce a Gary, un joven americano al que rescata de una borrachera para llevarlo a la casa. Lo acuesta a dormir y le prepara el desayuno al día siguiente. Muy pronto entabla una relación maternal con ese joven, que a su vez le cuenta sobre los conflictos que tiene con su propia madre: él está enamorado de una mujer, pero ella no permite que se casen. La situación del prólogo se repite, pero ubicando a Hanna a una distancia suficiente para repensar su propio accionar y cambiar su postura al respecto. La escena clave para esta transición se produce cuando la mujer de Gary le confiesa que está embarazada. Ford vuelve a utilizar la sobreimpresión en plano, pero esta vez no significando una añoranza sino una revelación: sobre el rostro de Hanna aparece el de Mary, la novia de su hijo, mientras se despide de Jim. De un salto, interviene en la escena y abraza a la mujer de Gary. Decide ayudarlo, enfrentar a su madre y relatarle su propia experiencia para doblegar su posición. En la escena siguiente, visita la tumba de su hijo. Deja sobre ella unas flores que Mary le había dado previo al viaje. Entre llantos se disculpa, porque “se han marchitado un poco”.

Volvemos al principio: contar los grandes temas desde los más pequeños. Para Ford, la guerra también se narra desde los besos de las madres. Nos dice que la lucha no se libra solamente en el campo de batalla. Que algunas cartas duelen tanto como balas, y que esas cartas las reciben ambos bandos. En Four Sons observamos lo que ocurre durante la guerra, en el lado de los que la pierden. En Pilgrimage, las marcas que ha dejado, incluso en los que ganan. Entre ambas construye un puente, y el conjunto compone una imagen detallada de la intimidad familiar como símbolo común en un lado y otro del enfrentamiento. En la única escena de combate de Four Sons, los soldados americanos escuchan llantos provenientes de la barricada alemana. Le preguntan a Joseph qué es lo que gritan. “El pobre diablo grita ‘Mutterchen’. Significa ‘mamá’”. Un soldado yankee baja la mirada, y reflexiona: “Supongo que ellos también tienen madres”.

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