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El infinito enfrente tuyo – Sobre algunas películas de Derek Jarman

Por Lucas Granero

1.

Durante doce días de Julio, la Sala Leopoldo Lugones presentó una retrospectiva integral de la obra del cineasta inglés Derek Jarman. En perfecta sincronía con los tiempos que corren, las películas que se exhibieron en el ciclo presentaron un extenso catálogo de felices desobediencias y exploraciones varias. Realizadas en su mayor parte durante los años ochenta, las películas de Jarman han estado siempre en concordancia con las experimentaciones visuales del momento y muchas de ellas demuestran ser clave en la importación de recursos y herramientas de otras artes en el cine, como lo exhiben, por ejemplo, las afinidades con el videoarte que pueden encontrarse The Angelic Conversation (1985) y The Garden (1990). Estos vínculos no se quedan solamente en el aspecto técnico. Las conexiones de Jarman con la pintura, la literatura y la filosofía se manifestaron de varias formas, ya sea realizando biopics de figuras como Caravaggio y Wittgenstein o bien adaptando textos de Shakespeare, desacralizando lo que tales figuras implican.

Comenzando con una serie de experimentos en super 8, alcanzó gran notoriedad con Jubilee (1977), acaso la primer película punk, en la que ya se exhibe una cierta fijación por retratar la Inglaterra de ese momento como un terreno tan hostil que exige la invención de nuevos refugios, tema que luego se profundizará más en el devenir de su trabajo. Ahí, en esa línea que relaciona el no future del punk con la decadencia chic del glam se puede hacer un buen recuadro para estudiar las prácticas y usos que hizo Jarman de lo alto y lo bajo de la cultura, manchando, como bien corresponde a un iconoclasta, la obsesión por la forma con salpicaduras de deseo irreprimible que habrían de construir un imaginario queer que bebe tanto de Kenneth Anger como de San Sebastián.

Jubilee (1977)

2.

Arde Londres: pedazos de chatarra se queman en la calle, las montañas de basura sirven para la construcción de barricadas, la policía mata por diversión y los jóvenes arman, en ese contexto, sus bandas de rock. ¿Podrían hacer alguna otra cosa? La reina Isabel I, viajando entre tiempos gracias a las hábiles magias de la invocación de ángeles y demonios, observa el paisaje decadente que le espera a su reino, devenido ahora en terreno devastado. La idea que mueve a Jubilee es mostrar al presente de Inglaterra en el año 1978 como si se tratase de una distopía. Al estar visto todo bajo la óptica de la Reina, que vivió hace 400 años, la película se transforma en una suerte de extraño documento de época que mira lo nuevo con los ojos de lo viejo. No se trata de una posición casual: Jarman puede ver la electricidad del punk y retratarla con la intensidad que exige pero también sabe que todo eso que ve esconde poses, gestos y sonidos falsos que harán que el movimiento vaya cavando, tan tempranamente, su propia tumba.

Resulta evidente que Jarman no se siente cercano con ninguno de los lemas punk, tan ajeno a todo grupo y etiqueta, y lo que lo acerca al movimiento es más bien una curiosidad centrada en lo puramente estético. De hecho, el germen de la película se encuentra cuando ve por primera vez a Jordan, quien aquí interpreta a Amyl Nitrite, quedando fascinado con su forma de vestirse. Es a ella a quien comienza a filmar en pequeñas películas en super 8, de las que aquí queda un rastro en ese genial momento en el que vemos a Jordan vestida de bailarina clásica, danzando entre ruinas. Y es en esa naturaleza fragmentada, que varía entre el documento de época y la ficción, donde Jarman encuentra grandes momentos que puestos al servicio de un intento de relato algo más coherente se terminan ahogando. Esa lógica de canción punk, de las que aquí hay muchas y muy buenas, es lo que le da a Jubilee el factor incendiario que la hace estallar. Igualmente, Jarman aprovecha el envión y se sirve con unos cuantos escupitajos que caen, sobre todo, en los grandes monarcas del movimiento, como lo fue Malcolm Mclaren, representado aquí bajo la figura de Borgia Ginz, dueño de los multimedios y, a la larga, de todo el país (y esta es tan solo una de las tantas visiones premonitorias de la película).

“A la larga todos firman”, dirá Borgia en un momento, sabiendo que todo lo original tiene un precio. Vivianne Westwood, furiosa con la visión del punk que da la película, le responderá a Jarman a través de una famosa remera. Tiene razón para enojarse: al grafitti de no future escrito en la pared, Jarman lo reemplaza por un post-modernism. No salven a la reina.

The Angelic Conversation (1985)

3.

The Angelic Conversation y The Last of England (1987) comparten una estética similar, acaso una continuación directa de los tempranos experimentos en super 8. Su uso del formato es brillante, logrando que las imágenes conserven un grado muy alto de su granulado, lo que hace que siempre se las vea con una capa de textura algo sucia, casi como si fueran pintadas con carbonilla. No se trata, sin embargo, de una cualidad a la que llega por los accidentes del formato, sino que más bien son buscados, exponiéndose a extrañas decisiones, como filmar digitalmente el material fílmico y luego llevarlo a 35mm. Así, la potencia de las imágenes explota, dando lugar a matices y texturas que aparecen como sensuales fantasmagorías.

No solo están hermanadas por sus cualidades pictóricas. También sufren de un mismo problema. Jarman asfixia a sus imágenes por insistir demasiado con ellas. Las extiende, las alarga y las repite al punto de que terminan por cansar, desgastando así el posible asombro que suscitan. Bellas y furiosas, se ablandan frente a la constancia con las que Jarman las entrega, como si dudara de que están siendo vistas. Es una pena porque esto hace que quede más el recuerdo de ese agotamiento que la maravilla con la que aparecen.

Ambas muestran, también, cómo se puede seguir viviendo dentro de un contexto que se ha vuelto demasiado hostil. Jarman filmó estas películas durante el pico del Thatcherismo y hay algo en ellas que permite verlas como pequeñas manifestaciones de vida allí donde se vuelve complicado seguir sintiéndose humano.

En The Angelic Conversation el amor aparece como una posible protección, y los dos amantes se refugian en ese romance que inician bajo el horrible cielo. El soundtrack de Coil, abrasivo, funciona como un paredón sonoro ideal para dar cuenta de que fuera de ese caparazón romántico nada parece quedar en pie. Los sonetos de Shakespeare que aparecen por momentos, casi como contrapuntos, traen una breve calma a la caótica marea. Un particular momento de belleza arrebatada se presenta cuando vemos a uno de ellos nadar en el agua. Rastros de Vigo, Cocteau y, sobre todo, de Jean Genet, al cual Jarman parece aludir explícitamente en esta, su chant d’amour.

En The Last of England, esa invención de un refugio se ve un tanto más compleja. Si The Angelic Conversation planteaba la posibilidad de un mundo hermético, aquí todo lo que vemos es exterior y no hay un solo rincón que no parezca ser la consecuencia de una bomba nuclear. Cercano a un imaginario industrial, con imágenes llenas de chispas, fuego y acero, Jarman crea un panorama nocivo donde no queda lugar para ningún sentimentalismo y las posibles fugas llegan en forma de drogas y eventuales destrucciones o en breves apariciones de un pasado en color, donde todavía quedaba espacio para la felicidad. Es inevitable no sentirse contagiado de esa furia que las imágenes transmiten. Jarman, eterno inconformista, hace de cada una de ellas un manifiesto casi autobiográfico (al comienzo, lo vemos escribir en un cuaderno, como si todo esto fuera una especie de memoria) de un estado de las cosas que ahoga. Y no son pocas las veces en las que esa angustia transmuta en algo de belleza y otras en las que ni siquiera hace falta que se transformen en otra cosa porque la furia es lo suficientemente hermosa de ver.

De esa manera, al funcionar como alicientes frente a lo que resta de mundo, puede entenderse la insistencia de Jarman en pegarse a sus imágenes. Lastima que para cuando las suelta (al final de The Last of England, una joven Tilda Swinton aparece vestida de novia, en uno de los grandes momentos de la película), se nos vuelven poco desafiantes, acostumbrados ya a su sorpresa.

Sebastiane (1976)

4.

Mientras miraba Sebastiane (1976), me fue inevitable pensar que había allí una suerte de pureza (si es que tal cosa puede ser posible) que luego Jarman fue pervirtiendo de diversas maneras. Realizada antes de Jubilee, la película posee la fuerza que deviene de llevarse el mundo por delante y la inventiva que permiten las primeras aventuras. Por primera vez, encuentro que esa tensión constante entre elementos heterogéneos que fueron la marca identitaria del cine de Jarman encuentra aquí un particular balance, un punto justo en el que se permite concentración y exuberancia.

La bacanal que da inicio a la película, con su muestra de excesos y bailes over the top, traen rastros del Fellini más caricaturesco pero pronto Jarman se saca eso de encima y comienza a guiarse por las más benevolentes voces de Jack Smith y Carmelo Bene. La fiesta enseguida se torna trágica cuando Sebastiane, el soldado favorito del rey, es obligado a vivir en el exilio, pasando sus días bajo la compañía de otros soldados en una hostil costa cercana al reino.

El deseo circula aquí como si desconociera cualquier tipo de frontera. Jarman aprovecha la pulsión homoerótica del contexto y la hace picar a mil, volviendo a Sebastiane el centro al que van a parar todas las miradas. El calor abrasador, que no da ni respiro en las noches teñidas de azul, transforma todo en un caldo espeso, inaguantable. Formas de pasar el tiempo: peleas a cuerpo pelado, cazar un cerdo, pasar muchas horas bajo la templanza del mar (el azul, temprana obsesión de Jarman), alucinar con vistas celestiales ante el efecto del sol que calcina.

De la misma forma en la que Claire Denis exploraría, 20 años después, la borrosa línea entre el deber y el deseo en Beau Travail, Jarman aquí hace lo suyo aumentando el grado de la obsesión por el cuerpo en acción, ya sea peleando o recibiendo el impulso de las oleadas. Es algo realmente bello de ver: la fascinación de Jarman por el cuerpo hace que muchas veces la imagen adquiera condiciones alucinógenas, volviendolas extraños objetos que encantan con sus múltiples fascinaciones.

La imposibilidad de poseer a Sebastiane, que se sabe el objeto de deseo de todos los que lo rodean, hace que la línea divisoria entre la necesidad de poseerlo y la violencia que eso implica se vuelva demasiado difusa. Cuando finalmente la orden para ejecutarlo llegue, ninguno de los soldados se perderá la oportunidad de, por fin, darle el flechazo tan ansiado.

5.

Derek Jarman se animó a realizar dos biopics. La primera de ellas fue Caravaggio (1986); la segunda, Wittgenstein (1993). No podrían ser más opuestas entre sí. Digamos que a cada uno les corresponde su propio hábitat y si la puesta en escena de Caravaggio se condice con el barroquismo del pintor, la del filósofo vienés se apoyará en la famosa dificultad que existió alrededor de la comprensión de sus ideas. De esa manera, Jarman explora la dos facetas que mejor lo caracterizan: el operístico y el iconoclasta.

Así, a través de Caravaggio, se aventura hacia los límites que relacionan a las artes plásticas con el cine, creando todo un mundo que ni siquiera podemos llamar “de época” porque le pertenece únicamente al pintor, cuya percepción Jarman toma como guía para mirar un contexto al que va armando a su medida. Lo que vemos entonces no es el mundo en tal momento de la historia, sino el mundo del artista, uno que parece haber sido realizado por él mismo, a tono con el resto de su obra. Es esta misma tendencia al ostracismo, al armado de trincheras introspectivas, lo que Jarman extrema en Wittgenstein en la que propone un temprano despojo de elementos, que luego alcanzaría un nuevo grado de depuración en Edward II, hasta llegar a su grado cero en Blue.

Para este retrato del filósofo conflictuado, Jarman propone un espacio en negro, un vacío ¿existencial?, que se va llenando de a poco con recuerdos, escenas, momentos, desvaríos. De nuevo, lo que aquí vemos no es el mundo sino un mundo. Y el Wittgenstein de Jarman no parece poder salir de ese caparazón claustrofóbico en el que se transformó su cabeza, y allí quedará postrado hasta el fin de sus días. “El lenguaje es un virus” solía decir William Burroughs, otro aliado queer, con cuya obra Wittgenstein se hubiese podido hacer un gran banquete, preocupado como estaba con los usos y alcances del lenguaje. A esa desconfianza de Burroughs, Wittgenstein la entiende como una obsesión. Para él, el lenguaje es un sistema de ocultamiento, un proceso lleno de particulares misterios que deben ser develados para descubrir, inevitablemente, otros cientos más. ¿Cómo es una cabeza trabajando en esos niveles? El negro insondable que lo rodea, único fondo bajo el que se inscribe toda la película, parece servir como seña para alcanzar una respuesta posible.

Ambas películas plantean una estructura similar que destruye la convencionalidad de la biopic. No vemos aquí expuestos con esa acentuación siempre exagerada esos momentos en el que los personajes en cuestión se dan cuenta de que son genios ni mucho menos sus traumas y crisis mostradas con trazo grueso. Más bien todo sucede como si fuese algo natural. Wittgenstein se sabe genio ya desde su temprana edad y lo mismo sucede con Caravaggio, quien se sabe consciente de su destino cuando descubre, tempranamente, una representación de la Pasión de Cristo. También se saben conscientes de su muerte, a lo que Jarman vuelve tan evidente y natural como la evidencia de su genio. A los dos los vemos en su lecho de muerte, aceptando con templanza el final de sus vidas, sabiendo desde el comienzo que ese final es que da sentido a sus existencias y, tal vez, hasta a sus propias obras. Maldito como Wittgenstein, prolífico como Caravaggio, en las vidas de ambos se delinea la del cineasta, que no renunciaría a doblegar su arte por nada del mundo, creando inclusive desde el hospital donde pasó lo últimos meses de su vida.

Pensadas como transfusiones, sus biopics plantean un ida y vuelta entre las obsesiones de los artistas cuya vida pone en escena y la propia, volviéndolas así extraños artefactos que reflejan y distorsionan las posibles coincidencias. No es una imitación lo que Jarman busca sino más bien un camuflaje en el que puede dar rienda suelta a sus intereses estéticos ocultándose en los ajenos. ¿Puede la vida parecerse al arte? La pregunta, vital en toda la obra de Jarman, se vuelve central en estas películas que gravitan bajo la certeza de que todo artista se parece a su arte y sus vidas no pueden ser separadas de aquello que crean. Una hipótesis a la que propia obra de Jarman suscribe perfectamente.

Caravaggio (1986)

6.

“…infinity is before you.”
-Kazimir Malevich, Manifiesto Suprematista (1919)

Llego tarde al cine. Al entrar, el azúl ya lo tiñe todo. No pasa mucho tiempo hasta que la pantalla logra salpicarme, aunque me escondo, compungido con la culpa del retraso, en los asientos del fondo. Una primera frase me conmueve: “…la lavadora automática ruge y la heladera se descongela. Estos son mis sonidos favoritos.” Puesta la vista sobre esa capa de azul profundo, la percepción se relaja. Comienzan a funcionar otras zonas, acaso menos expuestas a la actividad fílmica en detrimento del estímulo visual, que todo lo abruma. Así, escuchamos más, estamos más receptivos, intuimos un más allá de la imágen y hasta dan ganas de hacerle un tajo, como si de una pintura de Lucio Fontana se tratase. Pero no. Está todo ahí, en ese rectángulo de azul que nunca muta, pero que sin embargo nos parece cambiante, porque algo sucede en esa calma zen, algunas partículas se activan.

En un repliegue de intimidad furioso, Derek Jarman describe las impresiones de un hombre que sabe que está perdiendo la batalla por su vida (la batalla de su vida, podríamos decir) sin mostrar nada pero permitiéndonos ver todo. La pantalla azul que se extiende por los 90 min que dura su última película hecha en vida, Blue (1993), funciona como bandera y símbolo de una resistencia que se rehúsa a apagarse y decide, en cambio, volverse multitud, hacer de ese “contagio”, mala palabra, el signo de una visibilidad.

Esta visibilidad se asienta, sin embargo, en una paradoja con diversas aristas. Por un lado, Jarman hace de ese cuadrado azul una suerte de subjetiva de las consecuencias que devienen del HIV. Se está quedando ciego, perdiendo la percepción de las formas visibles. Mira solo por el costado de las retinas y eso hace que su cotidianidad entre en un estado alucinatorio. “Pensar a ciegas, volverse ciego” escribe en un momento del texto Hacia el azul, que puede leerse en la reciente edición argentina de Croma, y que sirve, acaso, como una señal para zambullirse en ésta pileta azulada y entrar sin preámbulos en su propio estado de fiebre, donde se mezclan las impresiones del tratamiento junto con otras voces e imágenes que van invocándose. Por otro lado, resulta interesante pensar qué lugar ocupa Blue en relación con otras obras que hicieron del HIV su centro de gravedad y qué sucede con esa idea de visibilidad que ellas exponen. ¿Qué se puede ver? ¿Cuál es el límite de lo que se puede mostrar? Si tenemos en cuenta la obra producida por colectivos como General Idea o Act Up, donde la clave radicaba en sacar a la enfermedad de los hospitales y de las casas y volverlo un asunto de discusión pública, Jarman, al impregnarse de azul y evitar la manifestación directa del horror del virus, lo vuelve un asunto explícitamente poético, en el que la corporalidad afectada queda fuera de campo pero aún así reverbera en toda su intensidad. Son las voces las que nos permiten ir delineando un camino posible, un paisaje de un estado mental. Las seguimos como ecos que nunca se extinguen y que se van sumando, multiplicando la distorsión. Es ahí donde radica el verdadero gesto político de Blue: no va a ser Jarman el que componga las imágenes de su lenta desaparición, sino que seremos nosotros quienes iremos imaginando lo que allí es pura ausencia.

La pantalla es aquí un lienzo y si, como dice esa cita de Cézanne que Jarman reproduce, “el azúl da a los demás colores su vibración”, lo que se forma ante nuestros ojos es una película que las incluye a todas.

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