En esta segunda entrega de su columna (¡al fin!), José Miccio escribre sobre la obra del escritor argentino Daniel Guebel. Partiendo de su último libro, El hijo judío, nuestro columnista propone una disección por varios pasajes de su obra y el cine, inevitablemente, va apareciendo.
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“Ya no recuerdo qué escribí antes. ¿Y qué? No tiene sentido escribir si uno se cuida de perderse en la llanura dilatada”.
-Guebel, Las mujeres que amé
“Algunos me llamaban Comadreja, porque antes de comer las ratas que cazaba, me las garchaba”.
-Guebel, Derrumbe
El nuevo libro de Daniel Guebel se llama El hijo judío y es hermoso. Incluye agudas reflexiones sobre Kafka, la ficción, la familia y el cristianismo, una noticia sobre una afección conocida como “síndrome del contemplador de vidrieras” e incluso unos versos de Spinetta camuflados en la prosa. Me llamó la atención esto último. Me dio alegría, mejor dicho, porque nada del Flaco me es ajeno y porque mi espíritu de coleccionista se complace en agregar piezas a los varios conjunto abiertos en los que se ejercita. Por mencionar algunos: representaciones de la figura materna, planos de libros, planos de J&B, películas con elefantes y el que viene a cuento ahora: apariciones del rock en la literatura argentina. Según el estado actual de mi inventario, y sin contar esta última a Spinetta (que es la más importante), los libros de Guebel aportan a la colección las siguientes referencias: 1) Una mención al recital de Siouxie en Palladium y una cita burlona de “Yo vengo a ofrecer mi corazón” en la novelita coescrita con Sergio Bizzio, El día feliz de Charlie Feiling. 2) La aparición de Lennon, McCartney y García en una lista de personas a las que se les atribuye en general la palabra genio y de una mina “disfrazada como una estrella de punk-rock desactualizada” en Derrumbe. 3) Otra mina “vestida con lo que supongo es el uniforme de una figura del rock under” en Las mujeres que amé. 4) Vox Dei y Almendra (y Piero) en otra lista, esta vez de lo que escuchan los jóvenes, en La vida por Perón. 5) Los Auténticos Decadentes como contraejemplo de Duchamp en “La donna e inmobile”, el relato sobre Marina Abramović publicado en la segunda entrega de Genios destrozados. 6) La mención en el prólogo a la última edición de El ser querido de un personaje que era Dante pero enmascarado en un nombre que Guebel tomó de Tangerine Dream y la aparición de un tal “Sargento Paiper” en “Impresiones de un natural nacionalista”, segundo relato de este mismo libro. 7) Una comparación en Mis escritores muertos entre la posible explotación turística del sorprendente Tandilito, monstruo lacunar en la línea del escocés Nessie y el patagónico Nahuelito, y la guita que le deja a Tandil un recital del Indio Solari. 8) La frase “Ocupado en sus propios cuentos de océanos topológicos”, que tiene que aludir al disco de Yes Tales from Topographic Ocean, seguro pecado generacional de Guebel, en “Un cuento talmúdico”, de Genios destrozados.
En resumen, no hay mucho rock en la literatura de Guebel. El modo en que suele aparecer lo prueba. No es más que un elemento del mundo. Un objeto, no un lenguaje. La excepción es Spinetta, que aparece dentro de un relato sobre el sacrificio secreto de un hijo por su padre. Destaco la cita en cursivas:
El padre ve la mueca del hijo, la palidez de los labios y el repentino flujo del líquido rojo, e interpreta ese gesto como una muestra de orgullo. Así, alza la voz, acusa al hijo de vago, de perezoso, de flojo. Mientras la ciudad calla o prosigue, se escucha el clamor de un grito de inocencia, y no hay nada ni nadie que comprenda, porque el grito es doble. También gritan los ángeles, en el cielo, clamando contra la injusticia, pero Dios está en el tiempo de la eternidad y no los atiende: estudia.
Los versos son parte de “Irregular”, la canción (extraordinaria, deforme) que cierra el primer disco de Invisible y cuyo nombre habla de lo mismo que habla Guebel cuando escribe: “No puedo interesarme en las obras de arte que apuestan todo a lo perfecto, a lo completo y cerrado”. Es un ars poetica a la que casi todos sus libros se ajustan, por decirlo con una palabra inapropiada. Y es coherente con la amplitud de registros que maneja. En Derrumbe dice, céliniano: “Mi tragedia es ser un autor cómico por aberración de la forma”. Guebel entra y sale de la imperfección. Es un tipo extremadamente talentoso, un escritor del carajo, y puede por eso enchastrar sus párrafos como solo saben hacerlo quienes de verdad escriben, es decir, quienes están más allá del equilibrio, y entonces lo encuentran si se les da la gana. Pero al mismo tiempo que no concede nada es claro que a Guebel no le da lo mismo que lo quieran o no. Es un tipo prolífico, molesto y caprichoso, cuya literatura rompe las pelotas y pide amor. Un Fassbinder de las letras argentinas, se me ocurrió decir una vez, en una conversación de bar, todavía sobrio. Esta asociación -insostenible y berreta- me hizo notar el cine en sus libros.
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El cine aparece ya en el primer cuento de Guebel, “Flores para Felisberto”, cuyo protagonista toca el piano en una sala de la calle Canning, “en matineé y en vermouth”. Pero como no pretendo seguir ningún orden, vuelvo a El hijo judío. A ese momento en el que Guebel deriva una teoría estética de un comportamiento infantil:
Probé de todo para ganarme su afecto. Fui taciturno y melancólico tanto como vitalista y exaltado, traté de interesarme en sus gustos e intereses, festejé sus chistes, escuché sus anécdotas laborales y exhibí mi decisión de convertirme en la persona que él quisiese. Supongo que esa voluntad de autoanulación fue tomada por mi padre como un signo de mi poquedad y por lo tanto se volvió otra prueba más de que yo solo merecía desprecio. Exagero, desde luego. Si las cosas hubiesen sido tal como las cuento, ya estaría muerto. Pero solo el subrayado, la hipérbole (en este caso del dolor) logra que una verdad salga a la vista. La madurez, el punto de vista equilibrado son parte de una política criminal para habitar la vida. La exageración, en cambio, destaca y salva.
Cada tanto Guebel se mete con la retórica. En Mis escritores muertos dice (puede que la cita suene medio raro, como si faltara un verbo, pero es textual): “La hipálage es mi figura favorita pero no la practico: mi estilo sin retintín y sin sonsonete. En cuando a lo demás. En cuanto a lo demás… el hipérbaton es la forma del amor y la política, mientras que la hipérbole es la docencia del subrayado, una pedagogía para aniquilar a los oprimidos con el rayo de la palabra”. En general son afirmaciones de este estilo, encantadas con su propio brillo, menos rigurosas de lo que amenaza su tono y como lectores (¡oh, es literatura!) estamos dispuestos a pensar. Guebel es un maestro de la enumeración y encuentra para cada sustantivo atributos al mismo tiempo lógicos y sorprendentes. Pero a pesar de lo que dice, la figura que le corresponde (como muestra la cita de El hijo judío) es la hipérbole. Es lógico. Guebel es un escritor desbordado. El absoluto es su ejemplo más obvio, pero por eso no el mejor.
La viuda negra (Arturo Ripstein, 1977)
Por algún motivo, esta cita de El hijo judío me hizo pensar en el melodrama, un género que Guebel desprecia en voz alta y debe amar en secreto. La verdad de la exageración tiene en el melo su capital política y administrativa. Sobre todo en el melo latino, esa tierra generosa, llena de diálogos ridículos y sublimes. Hay una película de Ripstein que intuyo un poco perdida y que incomprensiblemente Guebel me hizo revisar. Es La viuda negra, de 1977. Trata de Matea, una mujer que por haber sido educada en un convento conoce bien la pedagogía del castigo. Ya adulta, es enviada a un pueblo para trabajar como ama de llaves en la residencia del cura Feliciano. Su tarea es cuidar el orden de la casa, debilitado por la partida de su predecesora, pero las consecuencias de su llegada son justamente las contrarias: desarreglo y desarreglo. La viuda negra es un episodio más en la larga historia del enfrentamiento entre deseo y ley. De un lado, Matea y Feliciano. Del otro, toda la buena sociedad del lugar: la ninfómana que pide recato, la adúltera que reclama fidelidad, el pederasta que demanda respeto, el explotador que exige justicia. Ripstein no se guarda nada y lleva hasta la caricatura el retrato de todos sus hipócritas y hasta la hipérbole el de sus ardientes amantes, que aprenden a tocarse mientras se quitan al mismo tiempo sus ropas y sus atávicas represiones. Es muy buñueliana la película. Ripstein observa las acciones a cierta distancia, filma una escena en la iglesia muy parecida a otra de Él, llena de aves una habitación y al igual que Buñuel en Viridiana cuenta cómo alguien que ha dedicado su vida a Dios es capaz de elevarse finalmente hacia la tierra.
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El hijo judío es la novela del hijo. Derrumbe es la novela del padre. Empieza con la hija del narrador y su a partir de ese momento ex esposa yéndose de la casa. Un escenario patético que Guebel no acepta bien pero que pone en escena cada vez con más frecuencia, y cuyo vaivén entre un cierto tono cínico y un cierto tono llorón da excelentes momentos de literatura (el extraordinario final de esta novela, por ejemplo, un viaje cómico y emocionante al corazón de la paternidad babosa). Hay varios ecos entre estos libros. Anoto uno. El hijo judío incluye una historia acerca de un hijo que se sacrifica por su padre. Derrumbe incluye una de un padre que se sacrifica por sus hijos. En dos líneas. Primm Ramírez es un violinista tan bueno que las orquestas de tango en las que pide trabajo lo rechazan (“Te falta mugre, pibe”), de manera que en un momento tiene que elegir entre seguir su camino solitario o adaptarse a lo que hay y parar la olla para asegurarles la vida a sus hijos. Elige esto último, a diferencia del saxofonista Paul Desmond, que con un cáncer de laringe prefirió seguir tocando a pesar de que podía salvarse si largaba el instrumento. Guebel celebra a Primm. La paternidad destruyó el mito romántico del artista que se quema en su fuego o gotea sangre sobre el piano.
Este es el tercer capítulo de Derrumbe:
Una película en la televisión. Tema: la mafia ítalo-americana. Escena operística, en una escalera. Multitud. Atentado. La bala que debe asesinar al Padrino acaba en cambio con la vida de su hija. Caos, confusión. En medio del griterío se alza la voz del padre, que aúlla su desesperación hasta apagar por contraste todas las voces, incluso la de la madre. El dolor del padre.
Obviamente la película de la televisión es El padrino III. El resumen es más bien torpe. Pero es el resumen que hace un tipo que no puede no ver la película como un padre. “Los hijos son lo más valioso, más que el dinero y el poder”, dice el Don al comienzo. Guebel está seguro de que es así. Más que la literatura, diría, seguramente, siguiendo el modelo de Primm Ramírez. Como es bien sabido, la saga de Coppola es la historia de Michael, y la historia de Michael es la historia de tres muertes. La de su padre Vito, que lo empuja a vivir una vida que no quería, la de su hermano Freddo, que lo confirma en la lógica del poder para siempre, y la de su hija Mary, que lo obliga a abdicar. Si Guebel hubiera hablado de El padrino en El hijo judío habría encontrado en la tele la primera parte. En Derrumbe encuentra la tercera. El estado emocional del narrador determina la programación televisiva.
The Godfather, Part III (Francis Ford Coppola, 1990)
Hay otra película en Derrumbe. Guebel la presenta así: “El amor. Incompresible. Es evidente que soy una de esas almas que solo se iluminan ante la muerte de algo. Ayer vi en televisión una película al respecto. Hombre en llamas”. Y este es su resumen:
Un ex agente de inteligencia americano, negro, alcohólico, sin familia y en pleno declive de sus facultades, es contratado para custodiar a la pequeña hija del matrimonio compuesto por una yanqui (blanca) y un millonario ‘latino’ (ni negro ni blanco). Por supuesto, luego de que el custodio establece una relación de carácter paternal con la niña, Rita, esta es secuestrada por una banda de chantajistas profesionales y, tras una serie de confusos episodios ligados a las negociaciones del rescate, es dada por muerta. La película cuenta el via crucis del custodio, su pasión sacrificial. El custodio es el nuevo tío Tom que liquida a un montón de mexicanos y que al fin da su vida a cambio de salvar a Rita. Una idiotez tremenda, una cretinada racista. Pero, ¡cuánto amor! Lloré sin parar. Sobre todo porque durante su transcurso la película sostiene la creencia de que la niña ha sido asesinada (hecho que obviamente se revelará falso). Yo lloraba y me decía: ‘¡No puede ser que la hayan matado!’ Después de que mi mujer me dejó y se llevó a Ana, aunque por supuesto no sé manejar armas, me veo como ese custodio pelotudo y conmovedor, un guerrero que se sabe liquidado de antemano y que solo resucita para matar y morir de nuevo por la hija que ni siquiera tuvo (y en el fondo, la paternidad es un don que se ofrece al mundo, sean seminales los hijos o no).
Guebel termina su párrafo sobre Hombre en llamas diciendo que, con su nacimiento, su hija Ana borró todo lo demás que hay en el mundo (“incluso, increíblemente, mis propios libros”). Y concluye: “Un amor sin piedad”.
La historia, obviamente, es la clave. Guebel ve la película como no se permite leer ningún libro: como un espectador entregado. Llora, se abre a una identificación simple con el protagonista, privilegia la emoción, no le da bola a los planos ni a los empalmes ni a nada de eso que tan cómodamente llamamos forma, y que a la gente seria le alcanza con mencionar para convencerse de que atiende a lo importante. Guebel, que corre las olas de sus referencias literarias con soltura y pirotecnia, ve en el cine el cuento puro. “Una anécdota puede explicarlo todo si no se resta lo que escapa”. Así empieza El hijo judío. Y eso son las películas para Guebel: anécdotas en las que nada parece en situación de irse. El segundo capítulo de Mis escritores muertos lo dice así: “‘La verdad se esconde en la trama de los hechos’, me discute Joseph Mengele desde una película” (¿cuál?, ¿Los niños del Brasil?). Pero siempre hay algo más. “El sentido ama la hipérbole”, se lee en algún momento de El manuscrito Voynich. Habría que agregar: también los casilleros vacíos, que aseguran su dinámica, y los nudos en los que se reúnen por un rato sus espectros. Tal vez inconscientemente (a quién le importa, de todos modos), mirando Hombre en llamas por la televisión, Guebel tiene que haberse identificado con Denzel Washington antes del secuestro de la chica, que lo toca en su corazón de padre. Me refiero a la escena en la que, una vez amigos, hablando de cómo hacer para que ella pueda seguir nadando en lugar de estudiar piano, él le aconseja que eructe en medio de una clase, porque si el profesor es tan bueno y tan fino como le dice el padre seguro no aguantará esa falta de educación y le dirá que se vaya. Pues bien, la literatura de Guebel es la escena en loop entre este buen hombre y la chica que eructa y eructa sin que nadie la eche, por la sencilla razón de que el profesor fino y la alumna maleducada son la misma persona.
Man on Fire (Tony Scott, 2004)
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En Las mujeres que amé alguien habla de “la superstición de la elegancia, que es el charco donde se hunde la mayoría”. La frase es brillante. Le cabe a Lucrecia Martel, a Alan Pauls, a buena parte de la literatura de Piglia (empezando por Respiración artificial), a varias películas de Claire Denis. En fin, a todos los cultores de la atenuación y a los que no se saben ir de mambo sin tirar anclas que los sostengan al estilo. También Guebel es un escritor elegante, le guste o no. “Obviamente, en nuestra espera hendíamos esos magmas de luz y apoyábamos las cabezas contra el pecho de nuestro amigo, y las corríamos sobre su vientre, y levantábamos con un dedo la floja piel de sus párpados. Mudos, mirábamos sus tetillas rosa viejo que boqueaban el gránulo crepuscular de sus dos soles pálidos”. Basta comparar este fragmento de Los elementales, de encanto casi rococó, con cualquier párrafo de Los invertebrables de Oliverio Coelho (esta asociación no está determinada más que por el título, la editorial y la cercanía que tienen los libros en mi biblioteca) para entender la diferencia que existe entre escribir y reunir palabras de poco uso. Elegancia y guarrada: los hilos que llevan de una a otra y no se quedan nunca quietos son propiamente la literatura de Guebel. Dice en El absoluto: “Un observador atento habría detectado la semejanza entre el color blanco de esas piedras, su artístico jaspeado rosa, y el tono que predominó en los gargajos de Frantisek durante los siguientes días”. Mejor simpatía que semejanza. Pero acá está todo dicho. Se escribe arriba y abajo. El medio es para hacer sociales.
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En El caso Voynich Guebel se queda curiosamente corto. Borgea largo, durante 120 páginas, alrededor de un manuscrito indescifrado y probablemente indescifrable, elabora hermosas especulaciones, se interna en los caminos infinitos y en última instancia absurdos de la interpretación (como con la cábala en El hijo judío) y se la pasa cascoteando el registro con frases como estas que copio abajo:
“El sol sigue en lo alto, hay uvas en los viñedos, las décadas pasaron, el enigma se mantiene irresuelto y el principal de la orden ha palmado hace rato” / “Su expresión se ilumina, y no es que el visitante le haya puesto un candil delante de la jeta” / “Es claro que la mujer de Kelly debió de haber sido un bagayo; en cambio, los retratos demuestra que Jane Frosmond era un bocadito delicioso” / “… quemaron su cuerpo con hierros ardientes y lo amenazaron con arrancarle los ojos y le apretaron los testículos hasta reducirlos al tamaño de dos pasitas de uva” / “… levantaba el objeto que le diera Nachtenberg y de un solo envión se lo introducía en la argolla” / “… aunque sobraban los óleos con caras anónimas pintadas por centenarios retratistas ignotos, se podía elegir uno cualquiera, al voleo”.
Estos cortes evidentes -una costumbre en Guebel- tienen algo de provocación barrial. Es bueno eso. Pero si Guebel se quedara ahí no sería más que un tipo que trata de no ser tan malo como De Santis o algún otro pulidor de frases. Guebel brilla cuanto más se zarpa. Por ejemplo, en la historia de un garco en Carrera y Fracassi, y en buena parte de esa novela en cuya dedicatoria se puede leer: “Para Paula, que dice que esta es una novela mal escrita de principio a fin”. O en las largas especulaciones estéticas de El absoluto. Y también, claro, en sus grasadas rutilantes, uno de sus talentos mayores. Copio dos, de las decenas que ofrecen sus libros. La primera, de “Un sueño de amor”, el segundo relato de Los padres de Sherezade: “Con la paciencia del oso aplastado sobre la blancura de la estepa, esperó a que saltara en el aire el salmón de su angustia y recién ahí capturó con un zarpazo inmaterial la brillante presa”. La segunda, de Carrera y Fracassi: “De golpe, una enorme masa de angustia cayó sobre su cabeza como un mantel de hule y lo separó de las cosas, de los demás”.
Fragmentos como estos dejan en claro una vez más, y por si lo olvidamos, que una novela no es un conjunto de unidades informativas destinadas a hacer avanzar la historia y un conjunto de frases poéticas para revestirla de literatura. No, no, no. Es un garco y una especulación estética y metafísica. Estas palabras de Carrera y Fracassi: “Llegué al baño y apenas me había bajado los pantalones cuando me cagué un sorete duro como una piedra, largo como de medio metro, en curva, me salía del ojete como una boa constrictora de mierda”. Y estas de “Un cuento talmúdico” (que forma parte de Genios destrozados y habría que ver con el relato con el que los Coen abren su notable Un hombre simple): “La verdadera literatura es realismo a gran escala, se ocupa de la topología del cosmos”. En otras palabras: una novela (de Guebel) es un juego en el que el equilibrio, el buen gusto y la elegancia quedan en evidencia como lo que son: fetiches de los cagatintas profesionales, puentes a dinamitar, seguridades contra las que escribe quien de verdad escribe. Lo mejor de Guebel es que pelea sin predicar, como un humorista pasado de rosca. En algún lugar que ahora no encuentro (juro que no es una huevada apócrifa), habla de “la simple algarabía verbal, una erupción libidinosa autogenerada”. Es la mejor definición de la prosa del propio Guebel. De eso se trata. Por eso lo leemos. Hay veces (en el juego henryjamesano con el punto de vista de Matilde, por ejemplo) en que el tipo es insoportable. “Voy a ordeñar el punto de vista más que Lo que Maise sabía, ji ji”, parece decir cada dos páginas. Está bien. La seriedad es falopa en mal estado. Y sobre todo: voluntad de ser admitido. Esta es la clave. Guebel aspira a un lugar en la alta cultura. Es clarísimo. Pero no a un lugar cualquiera, servil, sino a uno destacado: el del que inventa las reglas. Es una aspiración que exige al mismo tiempo intransigencia y reconocimiento. La intransigencia es una cuestión de forma (la literatura misma). El reconocimiento, una cuestión de instituciones. La puja entre una y otras es uno de los motivos centrales de la literatura de Guebel. De ahí el tono histérico de muchas de sus páginas: soy un tipo malo, ¡quiéranme! El reconocimiento por debajo del valor que el artista le atribuye a su obra es un tema que Guebel trata a menudo. En Derrumbe escribe bien cerca del comienzo: “Soy un escritor fracasado, eso ya se sabe”. En El hijo judío su madre le pregunta por qué a otros escritores los traducen en Francia y a él no. Lo notable (lo hermoso, es mejor decirlo así) es que en lugar de exponer este conflicto inevitablemente pobre con seriedad Guebel optó por el ridículo y la mascarada.
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En “Las mujeres que amé” (el relato que está en el libro del mismo nombre) Guebel cuenta que en una feria situada en las puertas del Vaticano vio un portarretrato con una imagen de Jesús que aunque él se moviera lo seguía mirando. “Jesús me vigilaba”, escribe, así, con cursivas. “Sus ojos se desplazaban de manera automática pero su mirada era inerte o ausente; una especie de fijación mecánica, solo que allí no había motor ni resortes ni palancas“. Enseguida pone un punto y aparte y recuerda una película:
“Años después, en una película de ciencia ficción, advertiría el funcionamiento de algo similar: una máquina asesina que va siendo destruida por pedazos y que no obstante persigue a su presa sin cejar en su intento. Lo hace sin voluntad ni deseo alguno, solo alimentada por la orden instalada en su programa cibernético: matar. Así, ese Cristo de fosforescencias violáceas me miraba como si yo fuera la cosa que le estaba destinada desde el principio de los tiempos.”
Tiene que ser Terminator II. Guebel -que con su asociación fortalece, sabiéndolo o no, la lectura religiosa de las películas de Cameron- dejó pasar al negro de Skynet como personaje de Genios destrozados. Un tipo que destruye aquello a lo que dedicó su vida al descubrir las consecuencias que su trabajo tendrá en el futuro. Ese sacrificio exige su muerte, porque por más que tenga esposa e hijos chicos lo cierto es que su vida está terminada. Así como el Terminator debe incinerarse en el metal líquido de la fábrica porque tiene un chip, el negro tiene que borrar su cerebro de la faz de la tierra junto con los papeles y los materiales de su trabajo. No porque puedan secuestrarlo y obligarlo a producir el Mal sino porque él mismo debería luchar por no hacerlo, y terminaría perdiendo. El genio conoce solo la convicción. La responsabilidad es asunto de pedagogos y representantes políticos. Es decir, de tipos como John Connor, que en el futuro que funda el triunfo sobre Skynet se convertirá en legislador. Una hipótesis (¡oh!), ya que estoy acá. En Hollywood los 90 empiezan con Terminator II y terminan con Matrix. Es decir, empiezan con esa plaza idílica que se convierte en el páramo posnuclear gobernado por las máquinas y terminan con el descubrimiento de que ese páramo es ya el presente, y que la plaza idílica es un paisaje falso. Como si después de todo Skynet hubiera ganado, y la lucha del sentido común y la esperanza de la que habla Sarah al final de su historia, ya abuela, no fuera ni recuerdo. Hay otro vínculo entre Terminator II y Matrix. La primera termina en una fábrica, entre las máquinas pesadas y el fuego. La otra transcurre en el mundo de ceros y unos de la computación. Este pasaje de la materia a la virtualidad (o sea, nuestra propia historia, y la historia de buena parte del cine) está anunciado ya en el combate entre el Terminator ochentoso Arnold y el Terminator líquido. Cameron hace demasiados esfuerzos para decir cosas sobre el espíritu humano en los diálogos. Ahí está su conciencia, su humanismo, su blablá. El cine está en sus planos, que saben más que él. El tiempo hace nudos imposibles y elige la luz de faros que a nadie guían. Hay más Historia en este duelo de robots que en las laboriosas disquisiciones de Godard.
Terminator II: Judgement Day (James Cameron, 1991)
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En Mis escritores muertos, Guebel ensaya un argumento conocido, un refrito del altomodernismo vulgar: “Salvo honrosas excepciones –le digo-, el cine se ha vuelto una práctica menor, convencional, ilustrativa y didáctica. Decimonónica. El relato cinematográfico se estancó en la época de la novela realista”. Lo interesante de la cita no es lo que dice sino la situación: es palabrerío de levante. En efecto, el análisis está dirigido a una mujer a la que el narrador le habla del tema, y de esta manera, porque entiende que en el ambiente en el que están –un homenaje a Jorge Di Paola en la provincianísima Tandil- es posible que ese verso lo ayude a encamarse con la mina. La opinión de los intelectuales agobiados por el mundo y bendecidos por Godard convertida en chamuyo. Un “Tu ruta es mi ruta” cirujeado en la academia. El non plus ultra del varón básico leído. Un resumen Lerú para ponerla. Una maravilla, en fin. Puede que Guebel crea esto, puede que no y puede que no le importe mucho. Enseguida, en uno de esos cambios de rumbo histéricos a los que son tan afectos sus narradores, recuerda dos películas que ama y califica lo que acaba de decir como una “diatriba simplista y malevolente a la que eché mano a fin de impresionar a mi compañera de mesa”. El tema es que esas películas son los tanques culturales rusos El sacrificio y Madre e hijo, y que en la página siguiente, mientras se cae de la silla, califica de estúpidas a las películas de Chaplin.
Ay, ay, ay.
Este tira y afloje entre el cine que no queda otra que llamar arte y el cine industrial aparece con mayor nitidez en “Un amor de verano”, uno de los relatos de Genios destrozados, en el que un tal Alberto Alcalde pone en Mar del Plata un videoclub “atestado de las copias más excelsas del séptimo arte” y termina viendo películas de cine negro. Los grandes nombres que enumera son (copio tal como están en el libro, con virgulilla y error de apellido respetados): Rõhmer, Bresson, Eisenstein, Godard, Dreyer, Sokurov, Melville, Mizoguchi, Kurosawa, Hawks y Wells (después pone doble etcétera). El cine negro merece un comentario condescendiente (“Desde luego, el disfrute de esa tradición no resulta objetable: es como ser agitado en la serena cuna de las emociones conocidas”) y una explicación psicológica (“En el cine policial, entonces, Alberto encontró el consuelo de lo estereotipado”). Esta distinción vulgar y anticinéfila (muy de escritor fifí) tiene su contestación en la misma historia. No es el cine excelso el que Alcalde puede vivir sino el cine que se supone meramente industrial. Ahí encuentra un lugar. Como el Molina de El beso de la mujer araña, por poner un ejemplo célebre y definitivo. O como el mismo Manuel Puig, o el mismísimo Borges, que compartían su admiración por las películas de Hollywood y por Joseph Von Sternberg.
Hay una vuelta más. En Derrumbe, poco después de terminar con Hombre en llamas, Guebel cuenta una historia de Jorge Acha, muy divertida, del tiempo en que el cine experimental tenía “la dignidad de su propia rareza”, y concluye diciendo que ahora “si uno quiere ver una película armada por una mente inteligente, tiene que ir a ver cine de acción”. En resumen, Guebel se hace el gato en una escena de levante diciendo los lugares comunes del altomodernismo, los asume al contrastar el arte y el género y los cuestiona con la historia de Acha y sobre todo al narrar, porque siempre que recurre al cine para hacerlo producir algo busca películas (o las inventa, como el policial negro Rumbo al mañana en “Un amor de verano”) que puedan contarse rápido y que en su síntesis dejen salir algo más grande que ellas mismas. El mejor ejemplo es el de Rocky en Mis escritores muertos.
En la primera película de la saga que lleva su nombre por título, Rocky Balboa, un boxeador fracasado, mal entrenado, perpetuamente al borde del retiro y el Parkinson por acumulación de golpes, sube al cuadrilátero para enfrentar al gran campeón negro de peso pesado, Apollo Creed. Es el choque entre la técnica y el coraje, y reedita el enfrentamiento entre Ringo Bonavena y Cassius Clay. El final debería estar cantado: el desafiante tiene destino de puching ball. A lo largo del combate, Rocky besa veinte veces la lona, pone la cara para que el guante de su adversario se la aplaste… Cuanto más recibe, más resiste. Y cada tanto pega lo suyo (se ha entrenado golpeando medias reses chorreantes en el frigorífico donde trabaja otro estúpido como él, su cuñado). Piña va, piña viene, ambos luchadores llegan agotados al final del round catorce. En el descanso, el viejo borracho que entrena a Rocky lo apura: ‘Ahora cambiá la guardia, cambiá la guardia y ese negro asqueroso es tuyo’. Con las mejillas estropeadas, las sienes palpitantes, los párpados hinchados al punto de la ceguera- tienen que cortárselos para que la sangre llueva sobre el ring y él pueda abrir los ojos, ver de dónde vienen las trompadas-, Rocky alza al cielo su frente de bestia noble y, dispuesto a ir al matadero, grita: ‘¡No! ¡No! ¡Sin trucos!’
Rocky es un ejemplo de lo que Guebel llama consagración. Hay otro: el tipo que levanta un hotel en el desierto para nadie. Son, obviamente, y como todo, imágenes del escritor. El mundo de Guebel está lleno de avatares. En “Una herida que no para de sangrar”, Martín Fierro es Don Quijote. En “El demonio negro” (del segundo volumen de Genios destrozados), es Mishamoto Musayi, que a su vez es Juan Moreira, Severino Di Giovanni, Hormiga Negra y John Rambo. Como Rocky, como el arquitecto, el escritor no administra estratégicamente sus materiales, como se dice a menudo. No es un hechicero ni un artesano. O no solo eso. Dedica una atención extrema a su tarea independientemente de las consecuencias y de lo que puedan decir sobre ella las medidas básicas de moralidad y economía. ¿Está bien eso? ¿Para qué sirve? Contra estas preguntas y contras todas las pasiones tristes existe la literatura. En “Los alimentos del alma”, el cuarto de los treinta y tres relatos que conforman Genios destrozados, Guebel cuenta la historia de Nadia Ferri, docente y concertista que dedicó su vida a interpretar la música de su padre, aun cuando esa misma dedicación conspiraba contra su progreso. Algunos pensaban que estaba loca, “pero se trataba de un ejemplo de obstinación que rozaba la santidad”. Este es el tema guebeliano por excelencia. Aparece en todas partes, entre especulaciones estéticas, análisis psicológicos e historias de soretes inconmovibles. Un escritor es un santo. No por efecto de sus virtudes sino de su entrega. Después de todo, Guebel es más Paul Desmond que Primm Ramírez. En El hijo judío escribe: “Elegí ser escritor, si es que algo puede elegirse, y a eso me atuve”. Una disciplina, una manía, una ascesis, un núcleo de fuego. Nadia Ferri soy yo, podría decir Guebel. Y por supuesto (y antes que ningún otro): Rocky soy yo. En sus libros, Guebel no presta atención al cine en tanto arte o lenguaje, por usar dos palabrotas. Resume un argumento y listo. Pero en su desaire dice también lo que pocos dicen. El cine no es arte ni industria. Es consagración. Lo saben Herzog, Tarantino y dos o tres más. El resto por ahí anda, haciendo pelis.