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El derecho a la pereza (01) – El color de los corpiños

Hoy domingo 10 de diciembre de 2017 comienza en La vida útil la columna del gran José Miccio. Además de un amigo formidable y un fantático de las películas (especialmente las de Mario Bava, Maurice Pialat y Armando Bo) es uno de los escritores de cine más iluminados de nuestro país. La dirección y el ritmo que su ruta adquiera es parte de las sorpresas que ansiosamente esperamos ir descubriendo. Bienvenidos a El derecho a la pereza. Los dejamos en buenas manos.

Por José Miccio

Como El tirador, como La tempestad, como La Moncloa para Santiago Carrillo, Rocco es la historia de una retirada. Los últimos días de alguien en eso a lo que dedicó su vida y en lo cual se destacó. En este caso no se trata de la violencia, la magia o la militancia revolucionaria sino del porno. Rocco Siffredi es una estrella. El documental de Thierry Demaizière y Alban Teurlai (mucho gusto), su ceremonia de despedida.

Todo empieza con un plano de la chota de Rocco bajo la ducha, antes o después del laburo, y termina con tres planos elegantes, dignos de festival de cine pero al mismo tiempo jodones, en los que Rocco se viste. (Un documental sobre un actor porno hace entrar en crisis las metáforas de la verdad. Rocco no desnuda a su protagonista, que vive de estar en bolas. Rocco lo viste. El titular sensacionalista debería ser: Vestimos a Rocco Siffredi). El marco que conforman estos dos planos es perfecto. No aspira a otra cosa que a la claridad, y su modestia es mucho más inteligente y cinematográfica que la retórica ampulosa de tanto documental de creación (¡ay ese nombre presuntuoso!). Lo que hay es interesante, no necesita de retoques, metáforas o secuencias animadas que lo rediman. En Rocco no hay grandeza ni ademán de perseguirla o simularla. Es una película humilde, por decir una palabra complicada, pero no tibia. Un código simple sostiene todo. Se expresa en un montaje ajustado (tal vez -es cierto- no muy distinto del que se utiliza ahora en la divulgación televisiva), pensamientos en off, intercambios como los que abundan en el directo pero mucho más editados y fundamentalmente unos personajes que resultan atractivos porque lo que hacen es cuanto menos curioso. No hay que olvidar –cómo podríamos- que Rocco trata de gente que vive de cojer.

El punto de vista es muy claro: el porno es un laburo. Todo está en escena. La producción, el casting, la contratación, el guion (unos apuntes sueltos, que se podrían escribir en la manga de la camisa, como decía Godard), la filmación, los imprevistos, los descansos, los minutos que siguen a una escena en la que por lo menos dos se dan matraca, el cierre de un día largo, las duchas. “Estoy en medio del trabajo, querida, después te llamo”, le dice Rocco a su esposa por teléfono. Todo apunta a hacer del porno algo común. Una semana de trabajo duro puede hacer que una actriz no consiga su objetivo, como pasa en tantas actividades (en este caso se trata del sexo anal). El porno de Rocco es un mundo con reglas y costumbres propias, completamente despegado de las acusaciones que suelen hacérsele, empezando por las que lo ligan a la trata. Acá todo está en ley. Los actores son mayores, se los ve bien, se hacen alguna broma e intercambian gestos de camaradería. Cuando Rocco habla de que coge con chicas que podrían ser sus hijas dice dos veces el número clave: dieciocho.

Hay una escena en la que el representante Mark Spiegler habla de una de sus actrices y señala que hace interracial y que no tiene experiencia en doble penetración. En otra, le recuerda a una piba sus compromisos: tal día a la mañana, anal con chico; tal otro, polvo con chica. El repaso burocrático de una agenda como esta puede resultar escandaloso. Pero no hay nada en la película que nos ayude a elaborar una condena. O mejor dicho a confirmarla, porque si hay un cine que nace condenado ese cine es el porno.

Rocco es en buena medida un alegato en su defensa. La clave está en las mujeres, presuntas víctimas de un dispositivo destinado (¿es realmente así?) a satisfacer el deseo masculino. Dicho rápido y todo junto: el documental no ofrece una crítica de la representación, no liga porno y acoso callejero, no habla de prostitución filmada, patriarcado y falogocentrismo, no dice nunca ni da lugar a la idea de cosificación. Más bien al contrario. Algunas mujeres son feroces. Por ejemplo Kelly Stafford, que aparece en el último tercio de la película y se lleva puesto todo. Kelly es la versión femenina de Rocco. Su eco y puede que su Némesis. Dice que le gusta el sexo duro, que es algo que está dentro de ella y que en su vida el porno no es solo ir al set, cojer y volver a casa. Hay algo de sí misma que se juega ahí. Kelly decide y manda. Aparece cuidando a sus caballos como para que quede en claro su poder y la guita que hizo y vuelve a filmar después de un tiempo porque se le canta y quiere estar en la última vez de Rocco, como si fuera la única a la altura del acontecimiento y su presencia le diera a la despedida la forma de un duelo. Por su parte (agárrense fuerte), las mujeres que se muestran sumisas dicen que les gusta la sumisión. La misma Kelly (que pronuncia otra palabra mágica: feminismo) se pregunta: “¿Cómo puede ser humillante para mí como mujer si es lo que quiero?”

Este es el punto más interesante del documental. Nos pone frente a sujetos enteros, no víctimas, y esos sujetos toman decisiones sobre sus vidas que pueden parecernos horribles o degradantes pero que sólo podemos censurar desde un púlpito. Una chica dice que acaba cuando le dan con el látigo y habla orgullosa de una foto en la que se ve su espalda toda marcada. Hay mil cosas (bueno, dos o tres) para decir en piloto automático. El catecismo progresista se recita fácil. Como el de los curas, al que se parece tanto. Pero ante una decisión soberana sólo puede permanecer en pie balbuceando consignas. En un momento glorioso de Multiple Maniacs la mina que le pasa a Divine un rosario por el culo dice que como eso es lo que sabe hacer trata de hacerlo lo mejor posible. Es una filosofía que vale para muchas cosas. Para el porno, por ejemplo. E incluso para quienes estudian el cine de Béla Tarr.

(Nota veloz y totalmente injustificada. “Nadie me trajo, trabajo porque quiero”, le dice la puta que interpreta Sofía Gala en Alanis a la asistente social que al principio de la película quiere reubicarla, y es como si nos lo dijera a nosotros, que seguro vamos al cine a verla sufrir. Hay algo valiente y genial en Alanis. La película se desarrolla entre dos puertas que se abren, y el punto de vista cambia drásticamente de una a otra. Empezamos –varones y mujeres, no creo que haya en este punto diferencias- como institución del estado, entrando por la fuerza a corregir, y terminamos como clientes, recibidos con un hermoso “Hola, bombón”. En el medio, Berneri no nos ahorra nada. La de Alanis es una vida dura. La escena de sexo con el cocainómano es puro vacío. El tema es que entre lo sórdido que puede ser el laburo de puta y lo sórdido que puede ser limpiar en casa ajena o el sistema mismo de protección estatal no hay diferencias profundas. En todo caso, no para Alanis. De ahí que sea tan notable ese momento en el que se ríe del cana que le toma declaración diciéndole que rompió bolsa mientras se la cogían, y aclarando enseguida, entre risas, que tuvo al pibe en un hospital).

 

Lo que pasa con Alanis en la película de Berneri pasa en Rocco con todos sus personajes. No es un mundo popular sino burgués, es cierto, y la diferencia no es una entre otras. Pero tanto acá como allá lo que hay son personas que eligen algo que se supone no deberían elegir. Algo que incluye hacer del sexo una mercancía, que es lo que las dos actividades tienen en común (en el porno cobran todos los que garchan). Si realmente existe en el porno un mercado negro, un mercado sucio, una verdadera explotación, no está en escena. Primero porque la película quiere limpiar la imagen del género. No hay acusación que no refute. Lo de Rocco es profesional y seguro. Porno con OSDE. Lo contrario del porno abusivo que muestra el documental de Netflix Hot Girls Wanted (irremediablemente hipócrita) pero también del porno sucio y amateur del que habla John Waters en el imperdible capítulo de Mis modelos de conducta dedicado a David Hurles y Bobby García. Esto por un lado. No somos tontos, Sr. Siffredi. Sabemos que el documental sobre su persona tiene mucho de propaganda. Pero además de limpiar la imagen pública de un actor y de un género (seguro que con algunas trampas), la forma en la que el porno aparece en Rocco permite poner en el centro de la escena algo que en otras circunstancias no podríamos ver con claridad, preocupados razonablemente por cuestiones sociales: la chance de vivir nuestras vidas de manera inaceptable.

Además de un negocio como tantos, el porno de Rocco es también un mundo en el que determinados hombres y mujeres sacan rédito de una sexualidad que no es mutante pero casi. Es un tema turbio (al menos para mí, tal vez ustedes sean salvajes) y por eso interesante. Lo dice Kelly, que cumple su rol de mujer brava excelentemente, cuando habla de lo que significa para ella el set de filmación.

Pero el caso más notable es obviamente el de Siffredi. Al comienzo, cuando reflexiona en off sobre su vida (en italiano, que es la lengua íntima, no en inglés, que es la lengua profesional y por eso aparece en la película siempre en escenas vinculadas con el trabajo), confiesa que desde chico estuvo dispuesto a pagar cualquier precio a cambio de la fama. No lo señala pero es claro: cualquier precio que tuviera que ver con él mismo, no con otros. Rocco es un Fausto caliente. “Mi sexualidad es mi diablo”, dice después. Y también dice que alguna vez llegó a pensar en la autodestrucción. Esta sensibilidad, digna de un romántico o un decadente, tal vez coincida con la del Rocco real. Pero lo que importa es que es teatro. Dice Rocco con tono de confesión o monólogo: “Cuando una persona es atraída por la nada, por una sexualidad que no existe, por imágenes que te hacen vomitar, quiere decir que hay algo que no está bien. Y cuando pierdes el control, llega el caos”. En el único plano que lo muestra viejo y curtido Rocco habla del sexo que devasta. Podría decir también: de lo absoluto.

*

Ya escribí bastante como para no haber dicho todavía nada de lo mejor del documental. Me disculpo y apuro.

Rocco es Siffredi, eso está claro. La película es un institucional sobre su pija. El primo fotógrafo (mi héroe, más abajo hablo de él) dice en un momento: “Siempre me pregunté qué habría sido de nuestra vida si no se le hubiese parado”. Y ya metido de lleno en la comedia Rocco dice: “Rocco, me dije a mí mismo, debes hacer algo para ayudar a tu madre. Usé el ganso (l’uccello, es decir, el pájaro). Entendí. ¡Es él el que puede ayudarme!”. Pero el interés del documental no pasa solo por la historia de su protagonista sino también por la de los personajes que lo rodean. La chicas, por ejemplo. Y especialmente dos secundarios con la fortaleza suficiente como para disputarle la memoria al caballero de los veintitrés centímetros. Uno es la ya mencionada Kelly Stanford. El otro se llama Gabrielle.

Kelly es el personaje de paridad. La mina que podría estar donde está Rocco. Su presencia extiende la representación lateralmente. Hay más cosas que contar, del mismo nivel de importancia que la que esta vez ocupa el centro de la escena. Gabrielle (el primo fotógrafo) es el gran personaje de Rocco. Protagoniza la segunda historia tan característica del cine clásico. Si Kelly hace que la película se haga más ancha, Gabrielle hace que se vuelva más profunda. Es el tipo que quería seguir el camino del otro pero no pudo, porque cuando tuvo que hacer una escena no se le paró y Rocco tuvo que reemplazarlo. Entonces cambió la actuación por la cámara. Quiero decir, cambió cojer por filmar.

Durante todo el documental vemos a Gabrielle en diversas funciones: como vestuarista, eligiendo colores de ropa interior para que den bien con la luz, como guionista, como director, solucionando problemas de continuidad e incluso –en el mejor plano de toda la película- limpiando el piso después de una jornada de trabajo. Gabrielle es el laburante detrás de la estrella, y es además el esteta que desafía (para perder siempre) al pragmático. Hay un momento hermoso en el que, entusiasmado como un chico, le cuenta a Rocco que pensó en una escena con bicicletas y tipos disfrazados de conejos. Rocco lo escucha unos segundos y le dice: “Ajá, ¿y cuando se coge?”. Gabrielle es una mezcla de idiota, niño y artista. Tiene la inocencia y el poder creativo de los que creen que el mundo está siempre descubriendo alguna de sus maravillas, y que las maravillas del mundo son, además de emocionantes, infinitas. No es que sea Forrest con sus bombones del orto. El mundo en el que se mueve se lo impide. Gabrielle está en un set de cine porno, no en el banco de una plaza. Lo que produce su estado de fascinación permanente es algo que a nosotros nos queda lejos, no el mundo en el que nuestras vidas transcurren y con el que Zemeckis quiere reconciliarnos sin antes ofrecernos el abismo. (Digo rápido: qué poco capriana, qué poco dickensiana es Forrest Gump).

En su última parte, Rocco se mete de lleno en el ridículo. Es decir, en lo que resulta ser su verdad última y su triunfo. Como si debiera expiar toda su carrera y vaya uno a saber cuántas cosas más, Rocco Siffredi decide retirarse con una escena de calvario. Se puede resumir así: entra en el set cargando una cruz enorme y después garcha como un enajenado. Son minutos maravillosos que muestran que en los géneros más degradados se pueden hacer cosas que (si llegaran a desearlas) las personas respetables no se permitirían nunca porque tienen que cumplir con ciertas reglas y los modales a los que se obligan se los reclaman también al cine. Todo lo que hay en Rocco cae en el pozo irremediable y feliz de su escena de cierre: el feminismo, el absoluto sexual, la redención, la lectura político-plebeya que intenta Gabrielle en un momento, el graph televisivo que informa de una encuesta que favorece a Trump, la historia de cómo, cuando murió su madre, arrastrado por algo que no puede explicar, Rocco acabó en la boca de una octogenaria, los planos de la virgen en la iglesia de Crotona, la canción final, tindersticksiana, que convierte los créditos de Rocco en una película de Claire Denis.

Rocco no puede ser tomada en serio. Es cualquiera, como nos gusta decir. Pero al mismo tiempo sabe algo que muchos santones no saben. Algo que se expresa en Gabrielle, que aún siendo consciente de que nadie notará el color del corpiño con el que una actriz empezará su escena lo elige como si fuera Cézanne. Amo estos esfuerzos sin destino. Se parecen al amor y nada más. En su ensayo “Mostrar a las víctimas”, Farocki describe un hallazgo extraordinario: “En un film alemán de instrucción sobre el misil V1 del año 1942, que contiene secuencias animadas además de las imágenes fotográficas, vemos cómo el proyectil teledirigido cruza el canal de la Mancha en su camino a Londres mientras se despliega en la pantalla un mar lleno de olas centelleantes: ¡en medio de la guerra alguien se toma el trabajo de producir un efecto como ese!”. El animador anónimo bien merece esos signos de admiración. También los merece Gabrielle, su hermano en la conquista de lo inútil. Las olas que centellean en el instructivo bélico nazi y el color del corpiño en la película porno de Siffredi son manifestaciones de lo mismo. Energía puesta a trabajar sin objeto. Caprichos del arte que pueden aparecer en cualquier lado, no solo donde nos enseñaron a buscarlos. Que para notar su presencia necesitemos autoridades es un problema nuestro. Así de obedientes somos, Gabrielle. Así de obedientes e indignos de vos.

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