Con la ceremonia ya convertida en memes, ganadores, perdedores y demás restos, nuestros contricantes siguen su batalla de argumentos. Ahora, les toca enfrentarse con la gran (casi no) ganadora de la noche, Moonlight.
Por Lucía Salas, en contra
Hay un tipo de crítica prescriptiva cuantitativa que extrae una especie de esqueleto tipo cinematográfico de una película (o audiovisual, depende de la calidad de la película y la crítica) pensando en si sería bueno que hubiese más películas como tal o cual. Por ejemplo, Do the right thing está buena y (porque) estaría muy bien que existieran más como esa. Es una idea noble si pensamos que el mundo está constantemente formando un hongo nuclear de muerte, destrucción, racismo, misoginia, homofobia, odio de clase (de las altas a las bajas) y distribución cada vez más desigual de la riqueza.
No se si la historia del cine funcione bien de esa manera. Quizás lo contrario. Que un tipo cinematográfico (no un género o un régimen de representación sino algo más chico y transversal, algo que es formal y temático todo junto) se vuelva canónico no necesariamente instala una forma más justa de representación, por ahí incluso la hunde y la transforma en una cáscara para copiar, como dibujar uniendo los puntos sin más que eso. Por el contrario, está el efecto El diablo viste a la moda, esa idea de que para que vos tengas ese sweater violeta que compraste sin pensar en Wall-Mart sin demasiado interés, hay una historia de la moda que decantó en que exista y que en el cine de estudios oscarizable funciona un poco igual, sobre todo con las películas de los Oscars con conciencia social: son más un ejemplo de película que una película, una especie de copia pastiche de una idea de arte cinematográfico culto mezclado con cierta independencia económica y concepto generalizante de una moral de la representación. Pasa también con algunos recursos o procedimientos generales a los que se les da más valor que a otros, como cuando un actor para su trabajo en determinado film (por ejemplo Andrew Garfield en Hacksaw Ridge) se aprende un acento de alguna zona del mundo y lo repite como de memoria: una especie de esquizofrenia donde el acuerdo está dado de antemano, una afirmación previa en la cual si se transforma el habla, es bueno. En otros casos como las representaciones de minorías, se supone que la presencia en la pantalla significa visibilidad. Pero no se si la visibilidad es una cosa tan sencilla que tenga que ver únicamente con lo que aparece en el cuadro y no que no (de hecho Lion tapa con su forma más de lo que muestra). Es una forma un poco fóbica de pensar el fuera de campo: creer, al revés, que si no se ve no se hace visible. Por ejemplo, a los 25 minutos de Denzel Washington hablando sin parar en Fences, con ese hiperrealismo teatral hastiante al cual es imposible prestarle atención por completo, una de las preguntas que apareció en mi mente fue si habrá una película en la que este tipo actúe del millonario que es. Pero mi idea tenía un error (varios por ahí) y es que aunque esa película no exista no significa que eso no aparezca representado. En Fences, 12 años de esclavitud, o hasta Lion, hay un circulo lejano de la onda expansiva del fuera de campo en la cual Nicole Kidman, debajo de esa peluca rarísima, es la millonaria cadavérica que roba plata con la buena consciencia de haber sentado un ejemplo. Un robo a mano armada disfrazado de biografía con un CBU para hacer depósitos como título final.
No soy fan de Maradona pero hay una frase suya que me dijo mi amigo Martín Emilio Campos que me acompaña seguido: lástima a nadie, maestro. La lástima es miserable y me avergüenza. Las películas de conciencia social de Hollywood chorrean lástima y debe ser difícil arrancar una película que cuente una historia triste o terrible con ese yunque sobre la cabeza. Lonergan lo resuelve con ascetismo y ritmo. Lion, Talentos ocultos y Fences son obvias en cuanto a sus designios malignos. Moonlight no es el enemigo, es el signo de refinamiento del enemigo. Tiene la tranquilidad de la parcial independencia y de la originalidad del moderado esteticismo, con la efectiva daga venenosa de los violines. Comienza con un plano secuencia como supuesta afirmación bazineana: esto es una calle real de Miami real, con actores conversando en tiempo real. El movimiento constante que deja siempre un frente cubierto (y por fuera uno sin cubrir, al que corre inmediatamente, dejando un nuevo bache de punto ciego y así en un péndulo infinito de desconfianza) es como un grito de atención más un desprecio por la tensión de lo inmóvil. Su realismo pasa rápidamente al de los temas: al tiempo y espacio se le suma la realidad real. La raíz del prescriptivismo cuantitativo: la realidad excede a la representación (Viola Davis en el discurso de su premio: la única profesión que celebra lo que significa vivir una vida – la representación como reflejo fijo de la realidad). Después, la esquizofrenia representativa de pasar de un realismo a otro saltando entre adornos rítmicos y musicales, el impacto del plano fuera de la narración con interpelación directa al espectador mirada a cámara mediante. El sujeto, coloreado, ralentizado, sin voz, con adornos que son hasta la sangre, con el ojo puesto hacia el exterior de la pantalla se transforma en un objeto. Con hay sujeto. Cuando el centro está puesto en impresionar a otro, disfrazado de causar un shock por estar frente a una realidad otra, ahí hay una traición, un utilitarismo. Ahí está el problema: no es vivir una vida, es percibirla. No es una experiencia estética consciente, es un simulacro de realidad estetizada (en un mal sentido, existe uno mejor), la imitación de una vida y no el traspaso de la experiencia de pensarla y crearla materialmente. Esto se pone en pausa en dos partes. En la primera, parcialmente: la escena de los amigos en la playa, con la experiencia sensible de la mano cubierta de semen (no visible pero visibilizado) pasando por la arena. La segunda, completa, el amor: ambos amigos en el bar, comiendo y charlando. La experiencia de dos personas, sujetos complejos, en un espacio también complejo, con tiempo, con luz, con sentido.
Rivette decía en el capítulo de Cineastas de nuestro tiempo que le hicieron Daney y Denis que ya no se podía ir de Miami a Nueva York en una hora cuarenta de película, que ahora hacía falta como mínimo dos horas y media. Tampoco los periodistas se casan tan fácil con millonarias. Lo que pasa es que con el tiempo también cambian los usos y costumbres de la imagen cinematográfica. Si uno ve un plano de Sucedió una noche de Capra parece como si el cuadro directamente se llenara de otra forma, como si tuviera otra densidad más baja pero con volúmenes más abultados. También, más intensidad. La luz, la cantidad de destellos por centímetro cuadrado de rostro, era mayor. Quizás porque la pantalla era siempre grande y el tamaño de las cosas se consideraba distinto. No sólo es la figura humana la que mide el plano sino también el formato de destino. Una de las cosas que pasó entre Sucedió una noche y la entrevista a Daney es que Hollywood importó una idea de modernismo del cine como tipo, una cáscara que dotaba a las películas de una especie de halo de sobriedad o seriedad, de importancia. Algunas parábolas moralistas con actuaciones estridentes y evidentes pretensiones formales como The children’s hour. Lo que pasa con la escuela del “bueno, por lo menos…” del prescriptivismo cuantitativo es que no ve que en este caso el antecedente de Moonlight es ese quizás primer infiltrado, esa primera farsa del arte culto, del formalismo vacuo disfrazado de estilo, del dilema, de la falsa verdad revelada. Lástima, a nadie, maestro.
Por Lucas Granero, a favor
En la contemplación de esas pieles neones, brillosas en su mezcla de sudor y lágrimas, Moonlight hace del cuerpo un centro de irradiaciones que destellan en sus múltiples resonancias. En un camino entre el deseo que se reprime o aquel que se expulsa en incontenible violencia, que retumba entre la sexualidad de retaguardia en technicolor glitter de Kenneth Anger y el calor a flor de piel del Wong Kar-Wai de Happy Together, Barry Jenkins transforma al cuerpo de su protagonista en una trilogía de transfiguraciones por las que se expresan los diversos procedimientos mediante los que se busca ocultar al deseo de saberse distinto y no poderlo expresar.
Pisando con deliberada cautela esa porción del infierno que le tocó en suerte, el pequeño Chiron solo busca hacerse de refugios posibles donde pueda escapar de los obstáculos cotidianos. En principio, de los ataques de sus compañeros de escuela pero principalmente de la sombra de su madre, de la que le será imposible esconderse. Solo encontrara una breve calma en la contención de Juan y su mujer Teresa, cuyos nombres bíblicos ya bien expresan su condición de ángeles guardianes de Chiron, dos presencias con las que no solo podrá contar durante su camino a la adolescencia sino en las que basará el resto de su vida, transformándose ya en su adultez en un reflejo viviente de Juan, su continuación inevitable, aún sabiendo que bajo ese disfraz ajeno no hace más que volver a esconderse, armando un nuevo refugio esta vez con su propio cuerpo que oculta entre esos músculos la verdadera condición de su ser, que late eternamente buscando la fisura por la que pueda explotar.
Como esas casas que llevan nombre, cada una de las transformaciones del cuerpo de Chrion lleva un título, de las cuales solo uno de ellos es su nombre de nacimiento. Su infancia y su adultez son meros adjetivos (que llevan el nombre de Little y Black, respectivamente), reservando el título Chiron para el segmento de su adolescencia, el espacio temporal en el que será verdaderamente libre, aunque se trate de una libertad momentánea y catastrófica, en el que el descubrimiento del placer se intersecta con el despertar de la violencia imposible ya de contener. Si es cierto que llevamos con nosotros el peso de los espacios en los que vivimos, la mochila de Chrion se rompe mil veces pero nunca se despega de su espalda, manteniéndolo presa de sus vicisitudes. Lejos del mundanal panorama de brillo y consumo habitual de Miami, la postal costera de Liberty City que se retrata en Moonlight es un contexto voraz, un lado b marginal que nunca funciona como fondo del relato sino más bien como un elemento cuya presencia es vital porque cada una de sus esquinas cuenta una historia. Siendo real a ese entorno que es la raíz originaria del proyecto (tanto Jenkins como el creador de la historia original en la que se basa la película crecieron ahí, a pocas cuadras de distancia), Jenkins resguarda para su película el pulso vital de esa ciudad de la que ninguno de sus habitantes parece nunca escapar. Lejos de la sordidez explotativa, la fauna de adictos, dealers y eventuales prostitutas que forman el panorama diario de Chiron no son expuestos para ser juzgados por sus acciones sino para develar las trampas de un sistema que necesita de estos olvidados para saberse próspero.
La sutileza de Jenkins es tan precisa en contar los límites donde termina el disfraz y empieza el cuerpo que ni siquiera le hace falta mostrarlo: el Cucurrucucú Paloma de Caetano Veloso que se escucha mientras viaja en la autopista y que se transforma de repente en un hip-hop de factoría estándar (y de paso deja en claro su lineaje de influencias, uniendo con una sola melodía los puntos que van de Wong a Almodóvar), le alcanza para exponer la construcción del estereotipo en el que debe convertirse Chiron, un doble de sí mismo que sirve para mostrarle al afuera que ya es otro, un escudo apto y necesario para la supervivencia en la selva. Debajo de ese perfil que solo muestra la superficie, se sigue ocultando su verdadero ser, una sumatoria de capas de experiencia que lo exponen a revisitar su pasado, no para rememoralo ni mucho menos para cerrarlo, sino para explorarlo en las miles de posibilidades que el presente le brinda. Quizás en ese encuentro con su amigo de la infancia, que lo marcó a fuego lento entre la extrañeza de la primer experiencia sexual y el ataque imparable de la violencia desatada, se descubra la oportunidad de un nuevo terreno ideal en el cual derrumbar las máscaras y dejar, finalmente, al cuerpo liberado, flotando en la inmensidad del océano, brillando bajo la compañía azulada de esa luna que sale para todos.