Por Lucas Granero
“Tal vez esté muerta” le responde Wanda a su ocasional co-equiper en el sutil arte del hit and run cuando éste le argumenta que no tiene ningún sentido vivir así como ella, es decir, sin ningún interés, sin ningún objetivo, sin ningún plan. “Soy una buena para nada” fulmina mientras se seca el esmalte de las uñas. No es la primera vez que se define de esa manera. Algunos días atrás, frente a un juzgado a punto de quitarle sus hijos, le dice al juez “está bien así, es mejor que se queden con el padre. Yo soy una buena para nada”. Barbara Loden concibió la idea de Wanda al encontrarse en el diario con el caso de una mujer en una situación similar: frente al veredicto que la condenaba a varios años de cárcel, la mujer solo fue capaz de decirle al juez “muchas gracias”. Tal respuesta impactó tan fuerte a Loden (que hasta ese momento solo había trabajado como actriz) que la llevó a filmar su primer y única película, la historia de una mujer de clase baja que un día se despierta en el sillón de la casa de su hermana y termina siendo cómplice en el asalto frustrado de un banco.
Antes de ese final hay una suerte de procesión inesperada, un viaje hacia la nada en el que Wanda se embarca sin saberlo. Si fuese una fantasía, podríamos decir que su itinerario es el de una Alicia desencantada, que sale de un pozo para entrar a otros, todavía más y más profundos. Pero si hay algo que aquí se escatima es esa vitamina de ilusión de la que toda vida se alimenta. Es más cercana a una película de terror en medio de una zona industrial, en la que la aparición de una mujer recorre rutas y bares pero no logra asustar a nadie porque nadie la ve. En el comienzo, un gran plano general muestra a Wanda caminando por un espacio muerto en el que no parece existir nadie más que ella. El plano es tan grande, tan extenso en su retrato del territorio, que su figura es casi imperceptible dentro de esa gran franja de tonos grises: una llanura de monotonía.
Su aparición fue silenciosa y su relevancia mínima, casi inexistente. Al igual que el personaje que retrata, Wanda terminó siendo una película que nadie vió, de la que nadie tomó nota, de la que nadie se acordaba. Una película “buena para nada” pudo haber pensado Loden, que murió de un cáncer fulminante, pocos años después de haberla estrenado.
Marguerite Duras sí noto la aparición de Wanda y, como Loden frente a la noticia del “muchas gracias”, quedó totalmente sorprendida por tal potencia cinematográfica. “Mi meta es hacer que esta película sea vista”, llegó a decir en una entrevista con Elia Kazan, esposo de Loden en aquella época. Su entusiasmo dió algún resultado porque Wanda llegó, de a poco, a transformarse en una película de la que todos habían escuchado algo, aunque sus ocasionales proyecciones la volvían más bien un misterio del que todos querían formar parte. Su paso por el festival de Venecia le concedió un premio del jurado, pero el bullicio europeo no fue lo suficientemente fuerte como para que alcanzara el cielo de las pantallas americanas. Una vez más, el mundo no escuchó.
Tal vez el estado del cine americano en 1970 no estaba del todo preparado para recibir una película como Wanda. Lejos de la glamourización de la pareja de ladrones propulsada por el éxito de Bonnie and Clyde, los eventos delictivos que se muestran en Wanda están exentos de cualquier tipo de sensacionalismo. De hecho, ninguno de los robos que vemos resultan exitosos. El primero de ellos se frustra en el momento en el que Wanda entra al bar en el que Mr. Dennis, el ladrón en cuestión, estaba a punto de terminar con su acto. En vez de dejarla ahí, decide llevársela, aunque difícilmente pueda llamarse a esto un secuestro debido a que ella, sin ningún tipo de resistencia, acepta la invitación de su nuevo partenaire.
Cuando llegamos al segundo, las cosas se han vuelto demasiado desesperadas como para pensar que el robo al banco pueda llegar a salir bien. No hay ningún acto criminal en Wanda que sea mostrado como una forma de heroísmo nihilista, o como pequeños gestos de liberación, sino más bien todo lo contrario: estos pequeños crímenes son sólo la manifestación de un destino irreductible al que son arrastrados los personajes, imposibilitados de hacer otra cosa. Y así, Mr Dennis termina muerto y Wanda de vuelta en el mismo punto en donde empezó. También en 1970, los motoqueros de Easy Rider se topaban con la muerte en el asfalto y quedaban tirados para siempre en esa ruta a la que veían como libertad. La antiheroína de Loden, en cambio, termina presa de su peor destino: obligada a vivir de vuelta, encerrada para siempre en el espiral abúlico de su cotidianidad.
Ni siquiera la cercanía con películas posteriores como A Woman Under the Influence y otros influjos similares producidos durante esa fiebre llamada New Hollywood sirvieron para que Wanda quedara expuesta en la misma época en que fue creada. Su mezcla de neorrealismo tardío con las convenciones genéricas de una película de ladrones la vuelven comparable a otro objeto extraño, también estrenado en 1970, llamado The Honeymoon Killers, dirigida por Leonard Kastle quien, al igual que Loden, pertenece al prestigioso club de directores que filmaron solamente una película (Charles Laughton, Herk Harvey, Barbara Rubin, Lorenzo Llobet Gracia, Forugh Farrokhzad…). Kastle, consciente de las aptitudes pulp de su historia de asesinos enamorados, recrea la crudeza de un mundo en el que una mujer excedida de peso no puede encontrar la felicidad a la que todos los demás acceden. Ante esa exclusión, la mujer y su amante crean su propia forma de felicidad criminal. Para Wanda, ni siquiera esa opción es posible. En contra de cualquier fantasía, Loden impregna sus imágenes de un hiperrealismo helado donde lo excepcional se vuelve ausente. La vida como es y nada más.
Wanda es un documento de época de un poder inextinguible. En algún momento de su derrotero, la película se transforma en una suerte de road-movie. Por supuesto que esos viajes algo interrumpidos están lejos de demostrar una intención de fuga hacia la libertad. A los costados de la carretera de esa Pennsylvania profunda que se gesta desde la ventanilla del asiento del acompañante (que Wanda ocupa inexorablemente) se exhiben las manifestaciones de un país oculto, hecho de puros emplazados de nada, espacios estériles donde solo la maleza sobrevive. Podemos ver esas tierras y pensar en la imposibilidad de que un sueño (americano en principio) se haga realidad. En los caminos por los que Wanda circula, que son casi los mismos que Herzog invoca en su propia excursión americana llamada Stroszcek –dos formas de retratar un espíritu americano desencantado- no hay siquiera divergencias: es todo horizontal, recto, lleno de grandes extensiones baldías en el que la figura de Wanda se desvance . El ojo de Loden para las locaciones exhibe un total conocimiento de esos territorios. Ella misma los debe haber caminado, empezando a la mañana y terminando de noche, recolectando en el medio una serie de pequeños detalles que se imprimen en su película de manera nada estruendosa, como esos puestos de comida que se encuentran a los costados de la ruta, las estaciones de servicio, los restaurantes abiertos las 24hs. A su manera, Loden crea en Wanda lo mismo que Stephen Shore consiguió en su serie de fotografías llamada American Surfaces: un catálogo de rincones secos, de habitaciones de hoteles frías y de dinners apenas concurridos que, en conjunto, generan el mapa visual de una Norteamérica de baja intensidad.
Pero lo más importante aquí es ver cómo Wanda los habita. El propio verbo “habitar” resulta inexacto porque si hay algo que ella no consigue es estar realmente en un lugar. Loden comprende que esa sensación de pertenencia, de sentirse cómoda en un espacio, es una suerte de logro que Wanda es incapaz de alcanzar. Como bien lo analizan Cristina Álvarez López y Adrian Martin en su artículo “Nada igual”, la figura de Wanda en el plano tiende siempre “a estar descentrada”, siempre a “punto de fugarse por los márgenes de la pantalla”. Ocupando la mínima cantidad de espacio posible, por momentos Wanda parece desaparecer, camuflada entre elementos. Lo vemos al comienzo, cuando sale de la casa de su hermana y también lo vemos en el último tramo de película, escapando en un frondoso bosque cuyos árboles y hojas hacen que su figura sea prácticamente imperceptible, volviéndose casi una abstracción en marcha. Barbara Loden, sin embargo, no cesa de filmarla aún en esos estados de ausencia intermitente, segura de que aún en esa inexistencia hay un cuerpo que late.
Hace algunos pocos meses, Criterion editó una versión restaurada de Wanda. Como suele pasar con todo lo que el sello edita, la película recuperó (y al mismo tiempo aumentó) su status de culto. Un pequeño acto de justicia que llegó justo a tiempo para que nuevos ojos descubran una película que sufrió el más injusto de los olvidos. La historia del cine está repleta de estas travesuras. No le echemos la culpa a nadie: celebremos que la película se está viendo mejor que nunca y llegando a los lugares que antes le fueron negados. De alguna forma, este pequeño dossier que aquí les presentamos se suma a las festividades. La idea fue tan simple como arbitraria: las autoras tuvieron vía libre para escribir sobre cualquier aspecto que les llamara la atención de la película, lo que terminó formando este conjunto de textos que dan cuenta de la inagotable personalidad de Wanda y Barbara Loden, persona y película, personaje y autora o, como muchos de los textos lo implican, una sola única cosa.
1 Comment
acabo de ver la peli, ya que vi el post en ig. Alta película que me disparo a muchos lugares como el machismo, el territorio como lo habitamos y más. En esta introducción que escriben, me dejo con ganas de saber más del objeto película que de la historia que la decora.
Buena recomendación.