Camino a la esquina de San José y Humberto Primo, haciendo combinaciones de subte de memoria mientras escucho las noticias para ver cómo está la cosa en la superficie pienso en lo poco que se tarda en acostumbrarse a las cosas. No solo a vivirlas sin pensarlas demasiado (el efecto “así es la vida”) sino lo rápido que se incorpora una memoria en el cuerpo. No sé si alguna vez bajé en la estación de subte San José de la línea H, pero en menos de cinco segundos se vuelve natural. Quizás sea por la pequeña marea de gente que hacía lo mismo que yo y que transformó, con la decisión de sus movimientos, una novedad en hábito: bajar, caminar pasando la estación de servicio, llegar a la calle llena de gente, puestos de memorabilia peronista y comida, llegar a la esquina del balcón de Cristina Fernández de Kirchner, reciente y absurdamente condenada, todos reunidos ahí hace días ya. La gente que circula por su esquina, por sus calles, que ranchea ahí, que lleva carteles y plantas, ya tiene esos movimientos enmemoriados en el cuerpo. Todo cambia todo el tiempo y, al segundo que sucede, ya es costumbre. En la esquina de San José y Humberto Primo ya era todo costumbre. Segundos después, la costumbre es un operativo policial (del tipo al que ya estamos acostumbrados hace 10 años), la costumbre es ya no ir.
Lo que nos parece aceptable se mueve todo el tiempo, y todo el tiempo es para mal. Mientras las cosas avanzan en nuestra contra, pienso que hay formas más felices de la costumbre en el cuerpo: la que tiene que ver con familiarizarse con un espacio nuevo, cuando se pierde la extrañeza del camino nuevo a casa después de unos días de mudanza, la casa de une amigue nuevo la tercera o cuarta visita. Ese momento en que se gana familiaridad es fascinante. Cuando una ciudad comienza a tomar sentido, cuando se entienden las direcciones, la organización básica del espacio. Días antes del miércoles estaba en México, de jurada en la competencia Ahora México de FICUNAM, el festival de cine de la Universidad Nacional Autónoma de México (otra cosa con la que perdimos familiaridad: un estado que proteja la educación pública). Dos semanas en la ciudad de México fueron claves para pensar en la forma en que se forja y se estira lo familiar: una ciudad a la que parece imposible acostumbrarse. Inmensa, densa (cerca de 20 millones de personas en el área metropolitana), rodeada de volcanes (algunos activos), pirámides de siglos (milenios), construida sobre otra ciudad a su vez construida sobre una laguna que tenía agua a la vez dulce y salada. Sísmica. Que se hunde en algunos barrios hasta seis centímetros por año. Que cuando llueve brotan del suelo en sus parques pedacitos de obsidiana negra, mineral volcánico del que se hacía todo, incluso las espadas. El don de la costumbre veloz es algo que parece hermanarnos con los mexicanos, de hecho diría que nos sacan bastante ventaja. Un día hablando de circular en la ciudad siendo mujeres una amiga me decía que el rango de edad de desapariciones es de 15 a 25 años y que cuando cumplió 26 sintió el alivio de haber zafado. Con diez años más ya estamos sobradas, pero el shock de esa costumbre dura un rato. Pero hay otra cosa a la que es difícil acostumbrarse, y es lo que lleva a salir: moverse al anochecer en esta ciudad es magnético. Debe ser la piedra volcánica que está debajo de todo.
La competencia Ahora México de FICUNAM parecía hecha en un tira y afloje con esta idea de acostumbrarse a lo peor, o de pelear justamente contra la costumbre de lo que reduce la vida (mirarlo de otra forma). La idea misma de ir a un lugar y recorrerlo mientras se ven ocho películas hechas en ese territorio, que piensan sobre él, es de una buena fortuna casi delirante: poder ver en vivo, a los ojos de un equipo de programación, una idea de cine nacional y, por lo tanto, una idea de país. Poder ver como se piensa en un cine propio, incluso con el fantasma de cómo se ve, cuales son los clichés, las ideas erróneas o las falsas promesas. Cómo se construye una contraimagen, una película en compañía con otra. Ni hablar del shock de cruzarse con un cine nacional variado en regiones y poéticas, acompañado por el estado en sus diversas formas, proyectado en un festival organizado por una universidad pública que es un orgullo y no un blanco de ataques estatales, y en una cinemateca, una serie de etcéteras para los que no nos van a alcanzar los años.



Las películas de la competencia eran todas bellas y tremendas. Quiero decir: casi no había una película sin muertos. Sin embargo no eran películas violentas. Simplemente encontraban formas de lidiar con la costumbre de la violencia de todos los días, o contra esa costumbre. Ya sea el suelo por una madre arrebatada casi sin aviso por el cáncer en Deshilando Luz, de Valentina Pelayo Atilano, que busca casi rasguñando en los textiles hechos por su madre alguna forma de su presencia; o la manera de no saber qué hacer con la abundancia de los otros o incluso con la propia cuando todo solía faltar en Lázaro de noche de Nicolás Pereda, o las dificultades terribles que vienen con la autodeterminación y el autogobierno en Un lugar más grande; o la vida y oscuras aventuras de un ajustador de seguros que decide, finalmente, que violencia fue real y cual fue armada, que busca en el mundo del arte un respiro y encuentra que, de alguna manera, no están tan lejos en Ajuste de pérdidas de Miguel Calderón.
La eterna adolescente, de Eduardo Esquivel, es una película navideña contra la costumbre de la familia feliz que en realidad casi nadie tiene. Pero también contra una costumbre un poco más arraigada, la de la infelicidad familiar. En una Guadalajara casi completamente interior (la casa de una madre), tres hermanos se reunen a esperar que su madre mejore de un intento de suicidio, entre comidas fallidas y luces navideñas a medio estar. La forma que la película tiene de romper la costumbre de la profunda tristeza familiar es basarse sobre todo en la belleza de los movimientos y los rostros de sus actrices y actores (esta familia es una especie de matriarcado queer), que tiene largas escenas de tensión y cariño. La dificultad de los vínculos se complejiza y se disipa así: con estallidos. Un fantasma recorre la casa, una cuarta hermana que se transforma, de a poco, en una presencia amorosa.
Sex Panchitos de Gustavo Gamou acompaña a la que fuera la pandilla más famosa de la ciudad en los 80s, entre el punk y la actividad criminal, décadas después. Un grupo de personas que, hartas de acostumbrarse, inventaron una vida distinta, alternativa, colectiva, fiestera, violenta por sus propias manos. La película los sigue durante años con una camarita, sobre todo a tres personajes: un hombre que trata de criar a su hijo mientras esperan que la madre salga de la cárcel y poder encontrar las mínimas condiciones materiales para ser una familia; otro hombre que está organizando una asociación civil para los panchitos y personas que estén en situación de calle; otro hombre que vivió prácticamente toda su vida adulta en la cárcel (30 años), que ahí encontró una nueva forma de pensar la actuación y está a punto de salir al mundo de nuevo, casi por primera vez. Sex Panchitos encuentra o inventa un ritmo nuevo para acercarse a sus compañeros de película, una forma de retratar la precariedad y la velocidad de unas vidas en las que todo cambia también muy rápido. En esa velocidad, ese tiempo compartido y esa forma brusca hay una idea de la masculinidad y la ternura.
Say Goodbye, de Paloma López Carrillo, acompaña un duelo largo que es también costumbre. Dos mujeres y un hombre (entre ellos madre e hijos) viven de distintas maneras la ausencia de otro hombre, el padre y esposo, que fue deportado de Estados Unidos a México y desaparece en la frontera al intentar volver a entrar al país. Difícil acostumbrarse a una ausencia sin un cuerpo, historia que conocemos bien de ambos lados. En un principio vemos a los personajes rodeados de sus cosas, muchas cosas. Tiene un primer plano largo increíble: una mujer lleva su auto a uno de esos lavaderos automáticos. La cámara recorre desde adentro el vidrio, trazando una especie de espacio interior-exterior fantástico, dibujado con las luces fluorescentes del lavadero y las texturas de sus artilugios de limpieza (esponjas gigantes, chorros de agua, vientos y secadores). Ese ojo para ver en esa distopía tecnológica y de hiperabundancia de productos una belleza extraña es el que arrastra toda la película. Una presencia a la vez ajena y propia mira todo lo que se ve en la película y se acerca, amorosamente, a la dureza de intentar, años después, verse de frente y lidiar con lo que pasa. Y encontrarle, para romper con la costumbre, una belleza.
De todas las maneras de luchar contra una costumbre que avanza sobre la vida para intentar disminuirla, la más extraña y sutil es la de Un techo sin cielo, de Diego Hernández. Tercera película de un director muy joven, de Tijuana, que piensa en cada una de ellas una idea nueva de una ciudad de frontera, parasitada por ese país vecino que todo lo engulle, incluso con su cine. Es una película de ficción basada en un sueño real, en la que Hernández interpreta a un hijo, su madre interpreta a una madre, su amiga a una amiga. Diego abre una caja de zapatos que había olvidado que tenía, y a partir de ahí lo ataca un sueño infinito. Solo tiene fuerzas para dormir horas y horas. Cuando está despierto solo piensa en eso: estar cansado. Vive con su madre que ya no lo aguanta -todo el día durmiendo y sin ayudar en la casa-, comiendo bananas en vez de la sopa que le preparó y sin contestar a ninguna de sus preguntas. Tiene también una amiga con la que sí habla por audios, una amiga que está haciendo un trabajo final de una materia en la que tiene que poner en escena una obrita teatral, y que decide misteriosamente interpretar en la casa de Diego.
Un techo sin cielo parece ser una película simple en la que pasa poco. Pero pasan muchísimas cosas: Diego y su mamá van a comprar una valija que la madre vio en venta en internet (“en el face”), Diego se queda dormido al volante y casi choca. La conversación está filmada dentro del auto detenido, plano y contraplano, pero sin los personajes en cuerpo presente, como un diálogo de asientos en los que la huella de quienes estaban ahí es más que suficiente. Hay otra conversación en un auto, esta vez con alguien sentado en el asiento del conductor y alguien atrás: son Diego y un coach, que su madre encontró también en facebook, que atiende a sus clientes así, en el auto, sin mirarlos para hablarles de su “potencial”. Son cosas chicas, pero densas. La madre de Diego piensa lo que piensan muchas madres: que sus problemas se resuelven buscándose un trabajo, algo que le ordene el tiempo y las ideas. En contra de esa idea: dormir, mirar el cielo, fundirlo con otra cosa.


La película intenta traspasar el duelo, la tristeza y la violencia de la vida diaria con todo tipo de herramientas. Algunas fallan (coaching, dormir) y otras abren mundos: una sesión de tarot que Diego pide para sí se transforma en una comunicación diferida con su padre, muerto hace años (el dueño de los objetos de la caja). Una obra de teatro hecha por su amiga en su propia casa, con los objetos de la caja encontrada, que se materializa como una verdadera forma de pensar con las manos: absorber una situación y procesarla para otro en un trabajo que no está basado en las palabras de consuelo sino en las acciones y los objetos. Una forma de la inteligencia no verbal, no productiva. Poética y afectiva.
El padre que duela la película es un hombre que trabajó mucho, hasta el último momento. Un padre exhausto, que murió de ese cansancio. El hijo de la película es alguien que, años después, necesita descansar ese cansancio de su padre. En vez de entender el cansancio con ideas, vivirlo y expiarlo, una generación después. Esa costumbre de los padres (del trabajo sin fin, de la preocupación eterna) se corta y se cura en el mundo de los hijos, porque con ella se hace otra cosa. Una película chiquita, sencilla, de una densidad emocional infinita. Diego Hernández hace para su cine (de su ciudad, de su país, de su familia) una revolución tranquila, poco estridente, suave. Lídia con una violencia profunda, económica, social, y lo hace de manera punzante y cariñosa, inolvidable. Recuerda que el cine, aunque a veces no parezca, puede ser una de las más hermosas formas de pelear contra toda costumbre impuesta y crear una alternativa.
Vuelvo al subte, a la calle, al camino ya familiar hacia la Plaza de Mayo, esa forma tan familiar que tenemos de, cada tanto, romper con esas formas que tiene el gobierno de avanzar contra nuestras vidas. Es emocionante que, en esos casos, lo familiar es la excepción: la gente ocupando veredas y calles, todas las calles aledañas que se van llenando cada vez más mientras más cerca está la plaza. ¿Cuánto tardará en volverse familiar esta cosa ciborg de una voz que habla en la plaza desde lejos? Hoy, unos días después, ya parece ser costumbre. Que ojalá se repitiera más, ojalá fuera más corriente ocupar así el espacio público. También hay cierta familiaridad en todo esto: proscripción y manifestación. De padres, de abuelos a hijos, son formas de intentar romper algunos ciclos, a veces más efectivas que otras. Quizás hace falta inventar otras muchas, menos familiares, más variadas. Formas de hacer, como Un techo sin cielo, un mundo nuevo dentro del que ya tenía.
Hola, soy José Salazar.
Hace unas semanas, durante mi cobertura del FICUNAM, asistí como cada año al Foro de la Crítica Permanente. En esta edición, estuve presente en la discusión que sostuvieron Nico, Karina y Salvador con Lucía Salas sobre su experiencia en La vida útil. Su idea de «volver al amateurismo» me movió profundamente y me hizo cuestionar el tipo de textos y entrevistas por encargo que realizo actualmente para Revista Encuadres, ya que rara vez reflejan mis verdaderos intereses.
Por eso me animo a escribirles, con la intención de preguntar si habría posibilidad de colaborar con ustedes. Asisto con frecuencia a festivales de cine en México y me gustaría tener un espacio donde escribir sobre películas, experiencias o ideas que realmente me interesan y entusiasman.