En un momento de Menón, Sócrates habla de las estatuas de Dédalo, tan notables que pueden moverse y por eso deben ser atadas: “si no están sujetas, huyen y andan vagabundeando, mientras que si lo están, permanecen”. A continuación establece un símil: si no se quedaran quietas no tendrían valor; sería como poseer un esclavo vagabundo. Unas líneas después, no sin preguntarse previamente por qué habla de cosas que parecen no tener relación con el tema del diálogo (¿es enseñable la virtud?), concluye: la opinión verdadera es buena pero demasiado voluble; es el conocimiento el que la hace permanecer. Tres cosas muestran entonces la misma necesidad de sujeción: primero las estatuas, por último la opinión, entre unas y otra la propia analogía que las acerca y que durante unas líneas parecía no tener destino. Sócrates ata su explicación así como Dédalo ata sus estatuas y el conocimiento ata la opinión. Lo que queda suelto es un esclavo vagabundo.
Dédalo aparece también en otros diálogos. En Hipias Mayor como símbolo de una escultura antigua que, de hacer caso a los escultores actuales (esos posers), no podría practicarse en el presente sin quedar en ridículo. En Ion y en Leyes como parte de sendos conjuntos (escultores, artesanos). En Eutifrón como término comparativo. Esta última aparición es la más importante. Igual que las estatuas de Dédalo, las palabras de Sócrates se mueven. Interrogado por segunda vez, después de varias páginas, sobre qué es lo pío y qué lo impío, mareado, Eutifrón dice: “No sé cómo decirte lo que pienso, Sócrates, pues, por así decirlo, nos está dando vueltas continuamente lo que proponemos y no quiere permanecer donde lo colocamos”. Sócrates comenta entonces que las palabras le recuerdan a Dédalo y no deja pasar la chance de señalar ese plural: si él hubiera hablado así, quizás Eutifrón le habría dicho que, igual que las obras de Dédalo, las que él construye con palabras “no quieren permanecer donde se las coloca”. Pero como las hipótesis en juego no son suyas sino de su interlocutor, Sócrates sostiene que la verdad es la inversa. Así, durante unas líneas, el diálogo se vuelve una encantadora pelea de chicos. Sócrates dice: el Dédalo sos vos, Eutifrón. Y Eutifrón contesta: No, Sócrates, sos vos. Sócrates concluye: “Entonces, amigo, es probable que yo sea más hábil que Dédalo en este arte, en cuanto que él solo hacía móviles las propias obras y, en cambio, yo hago móviles, además de las mías, las ajenas”. Esta cualidad que Sócrates identifica en sí mismo se observa bien en Menón. Confundido por los razonamientos a los que Sócrates lo impulsa, Menón dice:
“¡Ah… Sócrates! Había oído yo, aún antes de encontrarme contigo, que no haces tú otra cosa que problematizarte y problematizar a los demás. Y ahora, según me parece, me estás hechizando, embrujando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a una madeja de confusiones. Y si se me permite hacer una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por tu figura como por todo lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto, entorpece al que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora hayas producido en mí un resultado semejante”.
Sócrates responde:
“En cuanto a mí, si el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan, entonces le asemejo; y si no es así, no. En efecto, no es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los demás, sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que los demás lo estén”.
Esta puesta en cuestión de todo lo que se presenta como establecido es un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Si las estatuas no se atan, son esclavos vagabundos. Si el pensamiento no busca la verdad, es un truco de sofistas. Dédalo se define por la capacidad de animar la obra pero también por la capacidad de controlarla. Es un brujo experto, no como el personaje de esta obra maestra que siempre es bueno rever:
Dédalo es un maestro, no un aprendiz como el Mickey de Fantasía, que consigue dotar de movimiento a la materia inanimada pero no la sabe atar. Dédalo anima y retiene. Sócrates confunde y conduce así a la claridad. El pensamiento, como el arte, es hechicería y control.
Esta doble capacidad, que define al artista clásico, tiene escultores que la desafían en sus propios fundamentos. Porque hay un paso más allá de Dédalo y de Mickey: la liberación de la obra no como problema sino como búsqueda y última virtud. O si se quiere: la vindicación del esclavo vagabundo.
Esta liberación no es necesariamente festiva. Al contrario, puede ser tortuosa. En La sangre de un poeta de Jean Cocteau, mientras retumban a lo lejos los cañones de Fontenoy (la plaza parisina en la que se encuentra la Escuela Militar, o tal vez la batalla de 1745 que le da nombre), un joven artista trabaja en su pieza. Dibuja un retrato de líneas simples y cuando ve que la boca empieza a moverse, asustado, la borra con la mano. Poco después, al lavarse, comprueba que la boca sigue moviéndose en su palma. Entre el repudio y la fascinación, cierra con llave la puerta, se aísla aún más y mira su mano constantemente, sin poder hacer otra cosa. Un plano lo muestra sentado a la mesa, con una lámpara y unos libros desatendidos, perdido en la contemplación de su palma. Después, sacudiéndose, intenta sacarse la boca de encima como si fuera una hoja pegoteada. En ese momento la boca le habla. “Aire”, le pide. El pintor obedece. No acepta demoras así que cuando no puede abrir la ventana rompe un vidrio. Saca la mano, la vuelve a entrar, la mira, se la lleva a la boca, después al cuello, después al pecho, la hace bajar por su cuerpo. Lo que era miedo se vuelve también placer. La secuencia termina con un primer plano del artista en el que podemos identificar señales de éxtasis y muerte. La petit mort, claro, como la habíamos visto ya en Un perro andaluz. Una más de las ensoñaciones poéticas que el surrealismo dedicó a la masturbación entendida en términos sexuales y estéticos. Afuera los cañones, adentro el arte, y el arte invade al artista, y el artista se complace en él.


Pero no alcanza. Al día siguiente, siempre atrapado por su mano, el hombre se acerca a una estatua que no habíamos visto hasta el momento, le tapa la boca y enseguida descubre dos cosas. Primero, que por fin su palma está libre. Después, que la estatua cobró vida. Una voz en off dice entonces: “¿No es una locura despertar a las estatuas de su sueño secular?”. Podríamos decir también: ¿no es una locura jugar a ser Dédalo si no se tiene el conocimiento para atar aquello a lo que se le da vida? Pero para Cocteau, un surrealista, no hay dominio. Cuando el artista crea, la obra manda. Es lo que sucede una vez que la estatua puede hablar: primero hace desaparecer todas las aberturas de la habitación, después cuestiona al artista por creer que puede deshacerse tan fácilmente de una herida y le dice que la única oportunidad de liberarse es caminar del otro lado del espejo, tal como alguna vez, sin creer en sus palabras, escribió que era posible. Cuando el artista destruye, que es lo que hace al regresar del otro lado, él mismo corre el riesgo de volverse estatua. Después de la creación el destino del artista es compartir su suerte con la suerte de la obra. Una vez que la obra existe el único prescindible es el artista. O más sencillamente: no es al autor sino a la obra que pertenecen los lazos.
El problema del artista de Cocteau es distinto del problema de Dédalo: no se trata de olvidarse de atar la obra o no saber hacerlo sino de no estar a la altura de su animación. Es como Mickey en Fantasía. Pero la solución lógica de Fantasía es la recuperación del control y la de La sangre de un poeta es la liberación final de la obra. El triunfo de la hechicería. Por eso la estatua de Cocteau, en lugar de escaparse, persigue a quien la despertó. Le dice: escribiste algo en lo que no creías. En este punto, hay una separación drástica entre el personaje-artista y el director. Porque es indudable que Cocteau cree en lo que filma. Cree al modo romántico. Absolutamente. Al rebelarse, la obra no muestra una falla en el artista sino una capacidad que lo distingue. Al rebelarse, la obra le da vida. La naturaleza de la creación verdadera es la independencia de su creador. De ahí que el cartel en el que Cocteau confiesa haber caído en la trampa de su propia película pueda verse no solo como el reconocimiento de un problema sino como un triunfo.

Veinticinco años después de La sangre de un poeta, en un texto sobre El testamento de Orfeo, Cocteau escribe: “Un poeta tiene que aceptar lo que le dicta su noche, así como quien duerme acepta sus sueños. Y sin que se active el control, al igual que estos”.
Así, existiría un arte de la no sujeción. Un arte del cuestionamiento de las sogas. Un arte del que seguramente se puede hacer historia y decir: comienza en algún momento del siglo XIX, se desenvuelve en el siglo XX, está en crisis hoy. Pero podría decirse más: que incluso aquel arte que se presenta como propio de Dédalo (el arte clásico en su más alta expresión, digamos) dejaría ver, inevitablemente, la soga desgastada o rota, porque en última instancia siempre hay un lugar o un momento en el que las ataduras ceden, y es por eso que el problema aparece tan a menudo referido por quienes quieren encontrarle una solución. En El legado de la lechuza, la serie que Chris Marker dedicó a los griegos, Castoriadis dice: los griegos eran un caos, de ahí que hablen tanto de equilibrio.
Ahora bien, no solo los escultores tienen sogas con las que tratan de asegurarse que sus obras permanezcan. También las tenemos nosotros, los espectadores. Lo que Dédalo representa del lado del artista, Ulises lo representa del lado de los aficionados al arte. De ahí la lectura de Blanchot en “El encuentro con lo imaginario”, primero de los ensayos de El libro por venir. Blanchot lee en las sogas con las que Ulises se defiende de las sirenas una estrategia para enfrentarse al espectáculo sin riesgos, y califica su goce con cuatro atributos que implícitamente comunican una visión moderna del arte. Estos atributos son: cobarde, tranquilo, mediocre y moderado. Ulises no quiere correr riesgos pero tampoco se resigna a no escuchar. Quiere una aventura con resguardos. ¡Como si fuera posible!


Dédalo y Ulises, nuestros contemporáneos, nos ofrecen así la posibilidad de explorar algunos de los problemas sobre los que solemos conversar entre apresurados e incómodos. El autor que, sin merecer el título de clásico, se asegura de que su obra se mantenga dentro de ciertos límites y se acomoda a criterios ya consensuados —a veces sin saberlo, en tanto las cosas son así, a veces convenciéndose de que el presente es una lengua que se debe hablar—. El espectador que no puede dejar de someter la obra a un escrutinio porque considera que la lealtad a sí mismo es superior a cualquier otra lealtad. Esas maneras de pensar, tan habituales: en tanto esto soy (treintañero, psicólogo, argentino, gay, mujer, judío, santafesino, peronista), me toca decir esto. Y además: también a vos te toca declarar que decís lo que decís porque sos lo que sos. O no decir nada, claro. Rimbaud sostuvo: yo es otro. Otros, incluso citándolo, insisten en decir: yo soy yo. De un lado, la mesura, la actualidad, el buen gusto. Del otro, la coherencia, el compromiso genérico. De los dos, la identidad, ese demonio al que no dejamos de fortalecer.
Pero así como Dédalo y Ulises nos permiten explorar problemas también nos permiten identificar los momentos en los que se suspenden sus controles. De ahí que pueda arriesgarse: el hecho estético tiene lugar en el encuentro entre la obra liberada de su autor y el espectador liberado de sí mismo. O tal vez mejor, porque permite establecer grados y matices: en el momento en que se afloja alguna soga. Es lo que el hecho estético compartiría con el humor: existe durante el tiempo que dura un desajuste. Por eso no es algo estable, reconocible de una vez y para siempre, auspiciado solo por ciertas obras o por la formación de ciertos espectadores. Es algo que puede ocurrir en momentos puntuales, indeterminados, y esos momentos, que todos debemos haber experimentado, son quizás, por su propia condición de volverse extraños al tiempo, los únicos a los que vale la pena calificar como históricos.
Me gustaría, porque creo que de esto tratan (y porque son deslumbrantes), terminar con estos seis minutos de Roma, de Fellini:
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