Por Lucas Granero
A mediados de la década, a los hermanos Farrelly se les dio por revisitar una de sus películas más famosas, Dumb and Dumber, filmada en 1994, 20 años atrás. La secuela de las aventuras de Lloyd y Harry, que además de la amistad comparten una estupidez ilimitada, comienza con una secuencia extraordinaria: Harry (Jeff Daniels) llega de visita al hospital en el que Lloyd (Jim Carrey) se encuentra internado hace 20 años. Con barba y pelo largo y postrado en una silla de ruedas, Lloyd recibe a su viejo amigo con la mirada perdida. Aunque parece escucharlo, su cuerpo está totalmente paralizado. La única reacción que consigue es llenar de orina su bolsa de drenaje mientras su amigo le dice que ya no va poder seguir con sus visitas semanales. Sin embargo, antes de despedirlo, Harry nota que algo de Lloyd parece reaccionar. Se acerca a su cara, desesperado, y le pide por favor que diga algo. “¡Te la creíste!”, le responde, con una sonrisa iluminándole la cara. “¿Me estás diciendo que te hiciste pasar por enfermo todos estos años? ¿Qué desperdiciaste los mejores años de tu vida por una broma?”. Lloyd asiente sin problemas: “todo a la basura”. “¡Eso es genial!” concluye su amigo y la película los vuelve a encontrar en el punto exacto en el que los había dejado, ese en el que la estupidez se transforma en la mejor excusa para de la aventura.
Luego de Dumb and Dumber To, los Farrelly se independizan y uno de ellos, Peter, filma Green Book. La película cuenta la historia real de la gira que el pianista afroamericano Don “Doc” Shirley realizó en 1962 por el sur estadounidense en compañía de Tony “Lip” Vallelonga, su chofer y guardaespaldas italoamericano. A simple vista, nada parece haber cambiado demasiado. Green Book mantiene esas ganas de los Farrelly por mostrar rutas y adentrarse en la norteamérica profunda —acaso uno de los valores secretos de su cine—, y también replica la fórmula de la buddy-movie, la gracia de varias de sus mejores películas. Sin embargo, estamos frente a una película cuya mayor preocupación es no descuidar nunca las bondades de su mensaje ni escapar de los límites de su benevolente temática. Uno mira la película pensando que se trata de un gran chiste, una broma similar a la que Lloyd le hace a Harry, y esperamos el momento en el que alguien nos grite “¡te la creíste!” y la película finalmente empiece. Pero no, ese momento no existe en Green Book. La época, el contexto, la situación: todo nos indica que la cosa no está para bromas. El cine, y en este caso uno de los Farrelly, ya no pueden tomarse a la ligera.
De la catarsis a la empatía, de la apatía a la participación, el público encuentra en las películas aquello que a su vida le falta. Entre la llegada al poder de Donald Trump, la aparición del movimiento #MeToo, el resurgimiento de la intolerancia racial y la xenofobia y la reciente escalada de violencia policial, el cine americano tuvo que arremangarse y poner en escena lo que no estaba apareciendo. Como entretenimiento de masas, tuvo que dar cuenta de ese país sumido en sismos constantes, completamente dividido y entregado a una violencia cada vez más extendida. El panorama no podría ser mejor para el surgimiento de un cine activo, comprometido y original. Sin embargo, si bien ese tipo de obras subsiste en niveles más subterraneos, la norma dictó la aparición de películas de formas simples, de narraciones bien modestas, cuyo centro máximo de atención está puesto en la transmisión de un mensaje, como bien lo demuestra Green Book. Son películas hechas con los mecanismos más básicos del mercado y que apuestan por un objetivo tan sencillo como consagrado al éxito: darle al público exactamente lo que está buscando. Esta especie de urgencia, de cine entregado a las peripecias del contexto, trajo como consecuencia que varios cineastas hayan tomando la decisión de cambiar de traje para ponerse mas cómodos con el correr de los tiempos. Un caso paradigmático, incluso más que el de Peter Farrelly, fue el de Adam McKay. Habiendo coronado el florecimiento de la comedia americana en la década pasada, su cine fue mutando hacia nuevos horizontes con The Big Short, una película extraña, que extrapolaba completamente su sistema cinematográfico y lo ponía a andar en el mundo de la especulación financiera que generó la crisis económica del 2007. Con la aparición de Vice algunos años después, queda claro que los intereses de McKay pasan hoy por otro lado. Cambiando a Will Ferrell por Christian Bale, a Ricky Bobby por Dick Chenney y, en definitiva, a la comedia explosiva por la expositiva, McKay parece haber sido el primero en notar que estos tiempos no están para bromas. Lo que de allí devino fue un notorio debilitamiento del género. Muchos de los actores y actrices que encontraron en esas películas la plataforma ideal para construir sus carreras comenzaron a probar suerte en otros tonos, tal vez alertados de los cambios de ánimo que se venían. Y el resto que aún tenía ganas de hacer reír tuvo que encontrar refugio en la televisión, un espacio que, al contrario de lo que se piensa, todavía se permite ciertos excesos (allí están Danny McBride y Larry David para demostrarlo).
En ese contexto, una película como Green Book solo pudo ser celebrada, dada su empatía con los temas más candentes en la abultada agenda del país. Un artista sensible, homosexual y afroamericano se unía con un inmigrante italiano bruto, de clase baja, en el camino hacia la tolerencia tan deseada. Van por las rutas del profundo sur americano siguiendo las reglas del pequeño libro verde, un manual que indica los espacios en los que puede comer, dormir o beber un afroamericano a comienzos de los años ‘60s. Viggo Mortensen, en el papel del italiano, es el que se encarga de las breves apariciones de la comedia, puntuando el relato con algún que otro comic relief, unos suspiros apenas interesantes dentro de una película por lo demás demasiado complaciente con su tema, al que se le exprime hasta la última gota posible para arrancarle a la audiencia algún gesto de compasión. Es el típico relato de autoconocimiento alcanzado por el contacto con el otro. Vallelonga descubre un mundo totalmente ajeno a su sensibilidad de clase baja, en el que se le enseña no sólo que la violencia no sirve para nada sino también a escribir cartas de amor con la intensidad de un poeta. Lo mismo le sucede al celebrado pianista, quien aprende que su arte vale muchísimo más de lo que pueden pagarle los blancos burgueses que disfrutan de su música pero se rehúsan a compartir el baño con él. El italiano le enseña al afroamericano los placeres de su cultura. Le hace escuchar canciones de Aretha Franklin y de Little Richard, lo pone a tocar blues y hasta le hace probar pollo frito. Son placeres que tiene completamente negados en parte porque les parecen de mal gusto pero, sobre todo, porque funcionan a favor de un estereotipo que él busca desarmar desde su arte. De manera recíproca, el italiano va desarmandose de prejuicios y comienza a aceptar que el mundo está hecho de particularidades y excepciones. Hasta tiene una pequeña epifanía cuando lo ve tocar el piano por primera vez, como si no pudiera creer las variadas formas que puede tomar la belleza. A tal punto llega este mutuo respeto entre tan disparatada pareja que los dos se permiten mostrarse como amigos, ya sin miedo al rechazo o al abandono, aceptación que queda asimilada en la escena final, una cena navideña en la que todos, los italianos y los afroamericanos, los homosexuales y los heterosexuales, los ignorantes y los cultos, terminan comiendo juntos, bajo el mismo techo, como la nueva familia que son. Con su didactismo de primaria, encajó perfectamente en ese vacío social que fuera del cine nadie se interesaba en llenar.
Lo paradójico de esta fábula de aprendizaje en la que ambos protagonistas buscan despojarse de las tipificaciones con las que se suele relacionar a su cultura es que dependen de esos mismos estereotipos. La propia forma de la película necesita de ellos para apuntar sus ideas y asegurarse de que el mensaje no se confunda. Por momentos, incluso, parece sentirse culpable por permitirse hacer algunos chistes, como los que incluyen al compañero de banda ruso de Doc, al que en varias ocasiones Tony se refiere como “kraut” y le habla en alemán aun habiendo sido corregido de su error idiomático. Así, limpio de toda posible desviación, Peter Farrelly consigue una purificación cinematográfica total, una película mecanizada, hecha siguiendo bien de cerca el manual del peor academicismo. La corrección de Green Book es tan predecible en todos sus aspectos que, aún en aquellos momentos en los que se juega por mostrar algo de sentimiento, termina cayendo en redundancias, como en esa escena en la que Shirley logra explotar frente a su nuevo compañero y expresa que se siente discriminado entre los blancos y entre los suyos, lejos de cualquier sentido de pertenencia, lejos de cualquier idea de hogar. Que todo este momento esté decorado —endulzado— por una tormenta que se desata sobre ellos ejemplifica perfectamente la tendencia de la película hacia la ilustración de sus ideas. Una pedagogía tonta del mundo.
Es válido preguntarse por qué Peter Farrelly sintió que la mejor forma de contar esta historia era evadiendo el sistema cómico que hizo singular a su cine. La respuesta se relaciona con lo que se asume como una clara tendencia en las películas recientes. Empeñadas en relucir sus temáticas urgentes, las películas terminan convertidas en imágenes de una utopía, ideas posibles de un país que siempre termina ganándole a la ficción. Que ninguno de los grandes cineastas de la comedia americana de la década pasada se haya dado cuenta de que el humor y el presente histórico pueden ir de la mano revela, acaso, una temerosa propensión. La comedia, con su sistema de códigos tan finos y detallistas que siempre fue un sismógrafo de movimientos y temores sociales, esta década fue desechada como un género menor. Los propios cineastas rechazan la posibilidad de una risa, aludiendo a que nadie tiene tiempo para un gag cuando el mundo se encuentra a punto de estallar. Ni siquiera está bien visto dejar una cáscara de banana en el piso y esperar que alguien se resbale.
Entonces, ¿de qué podremos reírnos? Habría que seguir el ejemplo del acomplejado Arthur Fleck, que, entre los tantos efectos adversos de una psiquis destruída, tiene que convivir con el tic de estallar a carcajadas en las situaciones más inesperadas. Puede pasarle, por ejemplo, en pleno viaje en colectivo, donde todos los pasajeros sufren inmediatamente la incomodidad que aqueja a todo aquel que no entiende el chiste. Pero, claro, no hay chiste. Arthur Fleck se ríe sin querer reírse. Lleva en su bolsillo una tarjeta que explica su problema pero que poco hace para sacar del asombro a los que lo rodean: lo que allí se indica es que lo suyo es una enfermedad y, ya se sabe, nada peor que un enfermo entre los sanos. Sus estallidos de risa tienen, sin embargo, una impunidad contagiosa, como si algo oscuro se le quisiera escapar desde adentro y no puede evitarlo ni tapándose la boca con las manos.
En una entrevista que dio a Vanity Fair, Todd Phillips, director de Joker, confesó que no veía la posibilidad de hacer comedia en un mundo destruido por la cultura del “woke”. Al igual que la de los Farrelly, su filmografía parece inclumplir como ninguna otra con los modelos de conducta, forma y estilo que hoy se esperan en una película. Casi todas cuentan el retorno de un grupo de hombres al paraíso perdido de la inmadurez. Se tiran de lleno a los excesos, se enchastran de testosterona, rompen momentáneamente los límites y vuelven mansos al hogar familiar. Pero, aún bajo la tranquilidad conservadora del final feliz, del cachorro que jugó a ser perro salvaje, se intuye aquello que verdaderamente le importa a Phillips. Su cine parece existir tan solo para dejar registro de la energía del desubicado, para elogiar a aquel que se estrella contra la pared tan solo para ver qué pasa y, sobre todo, para celebrar la estupidez.
Como un payaso suelto en un velorio, a Phillips no le queda otra que ingeniárselas para trabajar entre caras tristes. Lo que hace es contagiarse la misma condición de su personaje y va metiendo hipos de comedia en medio de una película donde reina la seriedad. Con un ruido de fondo constante —hecho de furia— y en una ciudad derruida —siempre gris—, busca formas para seguir siendo el mismo pero distinto. Tal vez culpa de esa indecisión digna de un Dr. Jeckyll construye una película llena de excusas y facilismos. La violencia, un elemento clave en sus películas anteriores, a la que mostraba con cierto misterio liberador, aquí asume el lugar de una consecuencia inevitable, una explosión motivada por tanto resentimiento acumulado. En todo lo que hace Arthur Fleck se puede ver la huella de una vida infeliz. Él mismo lo dice antes de matar a su madre, primera culpable en la larga lista de humillaciones que terminó siendo su existencia: “No fui feliz un solo minuto de mi vida”. Una vez que se quita la camisa de fuerza, la violencia surge con tanta naturalidad como los pasos de baile que realiza con vehemencia. La música de sus explosiones se escucha tan fuerte que enseguida tiene compañeros en su danza. Las calles de Gotham City se agolpan de manifestantes, otros indignados como él, que toman su causa como propia y lo transforman en el líder de un movimiento social sin otro objetivo que sembrar el caos y “matar a los ricos” (sic). El propio Joker mira el fuego en las calles con ojos alucinados, como si fuera otra visión trastornada de su psiquis, un paisaje de su mente totalmente liberada. Son varias las ocasiones en las que afirma que no le importa la política, que sus actos solo responden a sus impulsos, efectos directos de una vida llena de castigos. Todos sus crímenes vienen acompañados de esa justificación que peca de ser tan tosca como ramplona.
Resulta válido preguntarse qué hace este villano suelto entre un mundo de superhéroes. Sabemos que para que el bien triunfe algo de mal tiene que haber. Pero el pesimismo de Phillips es tan fuerte que destruye cualquier atisbo de salvación. Joker representa como ninguna otra película reciente el viraje del cine americano hacía retratos más densos, oscuros y desesperanzados que reflejan el estado anímico y moral de una sociedad desintegrada. Su película tiene un procedimiento particular, el de cambiar el eje central de las adaptaciones de cómics. Al sacar al héroe de la ecuación, le queda solo el villano y éste se desenvuelve con tanta libertad en un mundo despojado de esperanza que termina transformándose en el nuevo mesías que la masas tanto anhelan. Es el primer indignado, el que se anima a tirar las primeras bombas (o los primeros tiros). Pero al despojar de todo misterio la anatomía maléfica de su personaje y llenarlo de excusas, Phillips pierde en sutilezas todo lo que gana en trazo grueso. Ni siquiera le interesa la mitología del villano: su Joker es creación de un malestar social antes que de motivos más metafísicos, abstractos. Es la representación perfecta de aquel que comete actos de violencia y luego se excusa diciendo que todo es culpa del otro. Mata a tres yuppies en el subte, le clava una tijera en un ojo a un compañero de trabajo y corona su venganza matando en vivo a su ídolo de la televisión. Se trata de un momento clave, tal vez el que mejor deja expuesto los motivos del comportamiento de Arthur. Primero, se queja de que “nadie sabe lo que es estar ahí afuera”, aludiendo, una vez más, a ese fuera de campo que forma la triste geografía de la ciudad en la que vive, para luego arremeter sobre lo que sucede cuando la “sociedad abandona a una persona con problemas mentales”. El propio Murray Franklin no compra ninguna de sus excusas y le dice en la cara lo terriblemente autocomplaciente que suena su discurso. “Todavía estoy esperando por el punchline”, concluye. “No hay”, le responde el Joker antes de darle un tiro en la frente. Es una buena forma de ver la película. Un chiste largo, infinito, en el que el punchline se estira tanto que cuando aparece ya no hace ni gracia.
En esa ascensión del Joker como líder de un movimiento se revela la visión política de la película: no quiere ser un retrato de un mundo en llamas, no quiere explicar motivos ni mucho menos tratar de entenderlos. Se conforma con retar al espectador, volverlo cómplice de ese “malestar” que aqueja a buena parte de la sociedad americana y que se manifiesta en una tendencia cada vez más creciente hacia una degradación del sentido de comunidad y de pérdida de fe en las instituciones. Parece ser el síntoma que sufren todas las películas de esta época, en las que el mensaje moral se dictamina con un megáfono desde la altura. No creen en los susurros ni en la sugerencia. Acumulan gritos y transforman las imágenes en superficies sobre las que escribir sus lemas, con mayúsculas y signos de admiración. Parecen estar hechas en base a los ecos que vienen desde afuera, un microclima armado en base al malestar social de turno.
Por suerte, la fecha de vencimiento de estas películas llega cada vez más rápido, como si se tratasen de breves temblores que como llegan se van. Resulta curioso darse cuenta todo lo que se asemejan a aquellas noticias cuyos debates uno puede seguir sin mucho esfuerzo por diversas páginas de internet y pasar de largo cuando el discurso comienza a agotarse. Fiel a su utilitarismo, consiguen ese pedazo de relevancia que tanto ansían al transformarse en cajas de resonancias de todas las opiniones, reflexiones y comentarios que se acumulan y multiplican hasta que el eco lo confunde todo.
Siguiendo las reflexiones de Stanley Cavell en “El cine, ¿puede hacernos mejores?”, se podría definir a estas películas como aquellas que “tienden a obedecer a la ley de cierto tipo de compromiso popular que reduce necesariamente la complejidad moral a meras luchas entre el bien evidente y el mal flagrante”. Es una buena idea para pensar ambas películas. Aunque difieren en aquello que interpretan como bien y mal (Green Book prefiere la conciliación a través de la comprensión, mientras que Joker defiende la insurrección a través de la intolerancia de clase), lo cierto es que las dos consiguen sus logros quitándole al mundo todo su misterio y complejidad, mirándolo con un falso resentimiento o una ingenua tolerancia. Tan solo basta con ver las imágenes de las protestas que llegan de Estados Unidos para darse una idea de lo lejos que quedaron estas películas de la vida de aquellos que las miran. En ellas hay violencia, ira, combates. Pero también hay compañerismo, solidaridad y comprensión. Incluso algunas carcajadas de felicidad, alguna sonrisa escondida. Esas imágenes —a veces confusas, siempre enérgicas—, bien podrían servir como un ejemplo de inspiración futura, un bosquejo para un cine que nos haga sentir la misma sensación que tiene Tony Vallelonga al recorrer las rutas y que describe a su esposa en una carta de la siguiente manera: “No sabía lo bonito que era este país. Ahora que lo veo, lo sé.”