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Cuarentena 5 | Cuartos comunes

Por Lucía Salas

My Sister Eileen / My Friend Irma / Martin Eden

En España la cuarentena se alarga de a dos semanas por vez. Dicen que en unas semanas vamos a poder salir a caminar legalmente. Los primeros serán los niños y sus adultos a cargo. Mientras, la primavera avanza por la ventana. Tengo la sensación de que les debo un poema:

I have done-
Put by the lute.
Song and singing soon are over
As the airy shades that hover
In among the purple clover.
I have done-
Put by the lute.
Once I sang as early thrushes
Sing among the dewy bushes;
Now I’m mute.
I am like a weary linnet,
For my throat has no song in it;
I have had my singing minute.
I have done.
Put by the lute.

He hecho-
Hice a un lado el laúd.
Acabaron el cantar y las canciones,
Como la brisa que agita
Entre el trébol morado.
He hecho-
Hice a un lado el laúd.
Alguna vez canté como los primeros tordos,
Cantan entre los arbustos de rocío;
Ahora callo,
Cual un jilguero cansado,
Pues en la garganta no me quedan canciones.
He tenido mi minuto de canto.
He hecho.
Hice a un lado el laúd

El poema aparece en Martin Eden de Jack London, uno de los autodidactas que estuve leyendo durante la cuarentena. El otro es Jerry Lewis. Al poema lo recita en voz alta Martin, de luto por su amigo, después de terminar uno de sus largos ensayos. En el libro alquila en la casa de Maria, una mujer portuguesa, en Oakland. Un cuarto diminuto en el que duerme, escribe, cocina y cada tanto recibe visitas. Pocas veces su novia, más veces su amigo Brissenden, las más veces Maria, que no aguanta verlo pasar hambre por nada. La casa queda en un barrio pobre, donde cada vez que aparece alguien que no pertenece a su clase hay un revuelo bárbaro. 

Los primeros días de la cuarentena leí a mucha gente remarcando la importancia de vivir en un lugar que te guste. No siempre es una opción, ni el lugar ni lo que hay en él. Me recuerdan a una teoría fastuosa sobre la dirección de arte que dice que, al hacer una película, hay que pensar mucho en los objetos que llenarán los cuartos de los personajes, y darles a cada uno un sentido, una función, como pequeños evocadores de vidas imaginarias, hasta el punto de que no importa demasiado el objeto y su forma, ya que solo viven en relación con la persona imaginaria que los posee y el lugar que ocupan en esa vida inventada. Si los objetos tuvieran hombros qué carga llevarían sobre ellos, condenados a no ser nunca en tiempo presente. Por suerte hay cuartos en los que la presencia de objetos no es la que habla, sino su ausencia. En el cuarto de Martin Eden, por ejemplo, lo que no hay es espacio para moverse.

Una buena parte de la primera película que hicieron Jerry Lewis y Dean Martin juntos (My Friend Irma, George Marshall, 1949) sucede en el departamento de Irma y Jane, dos chicas que trabajan de secretarias en Nueva York. Lo que no tiene el cuarto que comparten Irma y Jane es privacidad. Irma entra a cambiarse y se da cuenta, ya medio desvestida, que Dean Martin está acostado en su cama y que Jerry Lewis se está bañando en su ducha porque el sinvergüenza del novio de su amiga los metió a dormir ahí para convencerlos de que lo tomen como manager. De ahí en adelante, el departamento se la pasa lleno de gente que entra y sale: Dean y Lewis duermen en el living, el jefe pasa a buscar a Jane para ir a bailar, la madre del jefe va a ver a Jane para que no se case con su hijo. La puerta de entrada es poco más que decorativa, un poco como la de Martin Eden. No hay plata suficiente para comprar el derecho a que alguien se anuncie antes de pasar. 

En My Sister Eileen (Richard Quine, 1955) dos hermanas se mudan a Nueva York, una porque quiere actuar y la otra porque quiere escribir. Un tipo las engatusa para que alquilen un cuarto en su casa, que él llama “departamento”. El cuarto de las chicas no tiene ni privacidad ni espacio, es una caja de zapatos en el que entran dos camas, una mesita, una cocinita entre cortinas y un baño diminuto (lo que hoy llamamos monoambiente de 18 metros cuadrados). El cuarto está en el piso de abajo de una de esas casas neoyorkinas de tres pisos y frente de ladrillo, y sus ventanas (mejor dicho, sus tragaluces) dan a la vereda, donde la gente se para a mirar hacia adentro o el camión que lava la calle las salpica constantemente. La estructura del dúo en la ficción es parecida a la de Martin y Lewis, la de la hermana linda y la hermana fea. Nadie es feo en ningún caso, pero así lo dice la ficción. Eileen es la hermana actriz que cautiva a todos los chicos, lo que hace que Ruth, la hermana escritora, se vuelva completamente invisible en su presencia. Ruth escribe un cuento sobre su hermana Eileen y los hombres y lo hace pasar como autobiográfico para que el editor de una revista (Jack Lemmon) le preste atención y poder así pelear su supuesta ya instalada condena a la invisibilidad. En la secuencia final de la película Ruth es tan hipervisible que termina siendo perseguida por una catarata de marineros portugueses desde el puerto hasta su casa. Ruth cree estar a salvo por un segundo, pero los marineros encuentran la manera de meterse todos en el cuarto. Cuando la escena está a punto de ponerse terrorífica, las hermanas comienzan a bailar la conga, y lo que empieza como un baile de escape termina atrayendo a todo el barrio, que cree que hay una fiesta en el departamento. La escena termina literalmente con todo el mundo metido en la habitación a la cual decirle “de las chicas” nunca fue más que un tecnicismo. Obviamente termina todo el mundo preso. 

Que los cuartos de los protagonistas son importantes es una verdad. Esa importancia no está solo en los objetos, su presencia o ausencia, sino también porque hablan de la cantidad de derechos que tienen o no: ¿pueden controlar quién entra y quién sale?, ¿el tamaño que tienen los ambientes?, ¿pueden elegir qué sonidos se escuchan cuando están adentro, o son solo ruidos lo que se filtra de un afuera siempre presente?, ¿son esos cuartos un adentro o más bien casi parte del afuera, una especie de sombrero para apenas cubrirse de la lluvia? El alquiler del cuarto de Eileen y Ruth cuesta 65 dólares por mes. En Martin Eden Maria no es la dueña de la casa en la que vive con sus hijos y Martin, sino que la alquila por 7 dólares. Él, a su vez, le alquila el cuarto por 2,5. El momento más hermoso del libro es cuando Martin se hace famoso y compra la casa para regalarsela a Maria. 

El año pasado se estrenó una película basada en Martin Eden con el mismo nombre, dirigida por Pietro Marcello, otro autodidacta. La película cambia Oakland por Nápoles. Maria es italiana y vive a un largo viaje en tren hacia las afueras de la ciudad. El cuarto que le dan a Martin en la casa es uno que tienen sin usar, lleno de cosas, y el lugar en el que están es el borde del campo. Es un cuarto luminoso, grande, lleno de espacio en el que entran sin apretar y al mismo tiempo todas las personas que conoce Martin en su vida. En su cuarto de película, además de espacio, él tiene cosas: cuadros, un tendedero donde colgar páginas, fotos, pilas de libros. Muchos objetos preciosos, viejos, añejos, amarronados. Martin Eden es una película de época, usual reino de los adoradores de los objetos preciosos. En la película Maria aún alquila, pero no se termina de saber del todo si Martin paga o no el alquiler, porque en la escena en la que se conocen ella dice que después se arreglan y así queda, indeterminado. Una decisión extraña, ya que tanto del libro está dedicado a saber cuánto cuestan las cosas, cuánto paga el trabajo y la diferencia entre ambos. Hay una otra cosa que no se sabe en la película y es en qué año sucede todo esto. Una canción o un vestido parece decir “los 60”, una conversación “los 30” y así va y viene por un ambiguo siglo XX. La época es la época, la idea de época, un momento más o menos abstracto en el cual los objetos y las discusiones pertenecen a un tiempo que se distingue simplemente por no ser el presente. Esto, para una película que se dice política en voz alta, es el equivalente a comprar libros por metro: no importa demasiado qué, pero que ocupe todo esto. La inespecificidad de lo que pasaba entonces retumba en la vaguedad de lo que está pasando ahora

Mi abuelo, otro autodidacta, repetía siempre una frase de Goethe: “Vedi Napoli e poi muori”. En realidad él decía “Vedere Napoli e dopo Mori”, que no significa nada, porque su italiano era todo inventado. La italiana era la familia de mi abuela. Lo decía en chiste, porque según él Mori quedaba justo al lado de Nápoles, y su frase era a la vez una forma de celebrar la belleza sobrecogedora de la ciudad, afirmar la identidad de la familia que lo adoptó por matrimonio cuando él más necesitaba y de paso joderte un poquito con que no fuiste a Nápoles y él sí.  Pero como en muchas de sus triquiñuelas, años después de su muerte me fijé en el mapa y Mori no queda ni cerca de Nápoles y su italiano inventado, cocoliche, lleno de cualquierismos, es el único italiano que conozco. 

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