Por Lautaro Garcia Candela
No tenía demasiada idea sobre qué escribir cuando se decidió que las cartas iban a ocupar espacio especial en estos días. Lucas Granero, lo más cercano a un diseñador gráfico que tenemos en Las Pistas, me sugirió Casablanca, cuya carta decoraba nuestra portada. No la vi, me aclaró. Es extraño, nosotros tan cinéfilos y no vimos una de las películas más ¿representativas? ¿populares? ¿icónicas? Lo cierto es que nadie puede explicar su lugar en el imaginario popular –o en las listas de la AFI, para ser exactos-. Sus virtudes están muy bien escondidas, o muy a la vista: en ambos casos es difícil apreciarlas.
Sería un despropósito dedicarle un párrafo a contar las peripecias de Casablanca, así que copio y pego de FilmAffinity (y pueden ir a ver de primera mano las nostálgicas críticas que tiene).
“Durante la Segunda Guerra Mundial, Casablanca era una ciudad a la que llegaban huyendo del nazismo gente de todas partes: llegar era fácil, pero salir era casi imposible, especialmente si el nombre del fugitivo figuraba en las listas de la Gestapo. En este caso, el objetivo de la policía secreta alemana es el líder checo y héroe de la resistencia Victor Laszlo, cuya única esperanza es Rick Blaine, propietario del ‘Rick’s Café’ y antiguo amante de su mujer, Ilsa. Cuando Ilsa se ofrece a quedarse a cambio de un visado para sacar a Laszlo del país, Rick deberá elegir entre su propia felicidad o el idealismo que rigió su vida en el pasado.”
De la película se hablará lateralmente, pero encuentro más placer (¿de qué estamos hablando sino?) en hacer algunas comparaciones.
Si en sus módicas incursiones al individualismo descreído y apátrida de Rick Blaine (Humphrey Bogart) podría entrar cierto aire fresco, este se vuelve irrespirable cuando se lo compara con el huracán Greta Garbo en Ninotchka, la película más cínica y a la vez adorable que se haya hecho en Hollywood. En ambas, se observa la encrucijada entre una historia personal y el deber-ser nacional pero mientras Lubitsch contesta casi con rabia a las exigencias ideológicas de ambos lados del mundo anteponiendo una historia de amor imposible con plena conciencia de sus alcances, Curtiz trata de unirlos con mucho esfuerzo, consiguiendo magra química entre Bogart e Ingrid Bergman, haciendo que su parte militante sea algo vaporoso, difuso. Ninotchka se plantea en un mundo real, hace chistes sobre el comunismo y lo mira de frente, Casablanca sólo apela a un progresismo del que nadie entiende nada.
Ya que se cruzó Garbo, también me imagino a Lauren Bacall mirando Casablanca con desdén, con desinterés por la situación y por Bogart, pensando en cómo podría mejorar una película así. Eso sucede en Tener y no tener, otra película de espionaje en un país periférico, sin un pasado melancólico sino un intenso presente, más intenso que las lamentaciones por ese París que tiene Ingrid Bergman. Las diferencias entre ellas son abismales. Y por último, en la película de Hawks se puede advertir una rigurosidad en las relaciones de Bogart con sus socios que Casablanca no puede más que parodiar. En ese código de sobre entendidos se puede ver la sombra de HH pero alivianada, sin la determinación trágica que suele habitar en sus películas.
Y la carta que nos convoca está a la mitad de la película como la prueba del amor que no pudo ser entre Bogart y Bergman. Debían encontrarse en la estación de tren de París, luego de un par de días inolvidables también para la propia ciudad que tenía a los nazis ocupándola. Pero Bergman no llega, lo deja esperando por años y con el corazón roto, sin rumbo. El mismo desencuentro que sucede en los affairs de Leo McCarey, en 1939 y 1957, sin carta, pero con sus propios trucos: el desencuentro nos toma por sorpresa, sin ningún anticipo; todo se frustra de una manera intempestiva, como algo ilógico, casi una circunstancia externa que golpea a la película con tal fuerza que está al borde de arruinarla, pero nada más lejano: al derrumbar el mundo que había creado asistimos luego a la reconstrucción de este, en un gesto maravilloso y melancólico. Curtiz nunca se permitiría tal cosa, demasiado ajustado a la lógica, cuidadoso de cualquier cosa por afuera de la película.
De todas maneras no deja de guardar cierta belleza, más por la intención que por los resultados, el detalle del agua que cae por la lluvia y arruina la carta. Es que, como todo las películas, puede encontrar belleza cuando se concentra en algo material, dedicándole tiempo y espacio. O algo inmaterial, también, que se vuelve un leit motiv, la canción que toca Sam, As time goes by. Pueden escuchar una mejor versión por Omara Portuondo.
Casablanca padece desde su concepción el mismo mal que la mayoría de las películas hechas para estar nominadas al Oscar, y termina siendo la más exitosa. Absorbe rasgos de autoría de otros directores pero solo para ponerlos al servicio de su invisibilización, quitarles su efecto y terminar siendo algo tenue pero sentimental, ideal para agradar más que para investigar sobre cierto sentimiento particular. Y en la memoria colectiva por fuera de la cinefilia estas películas, las más sosas, son vistas como las grandes películas de la época, cuando nadie puede tomárselas en serio. Para decirlo con una metáfora de la calle Corrientes: es como si pudiendo comer la pizza Nicholas Ray, la pizza Preston Sturges, o cualquier otra con un rasgo específico, comiésemos la pizza Michael Curtiz, que es como la de Kentucky: más cara, la parodia de una pizzería con historia, superficialmente parecida pero sin la calidad y la nobleza caracterizan a las demás, con mayor alcance y fácilmente conseguible, sin poder escapar de su destino en serie.