Por Ramiro Sonzini
Córdoba, 10 de diciembre de 2019
Querido Lucas:
Comienzo a escribir esta carta muy tarde, con mucho menos tiempo del que me gustaría tener para pensar, pero cargado de una alegría y una euforia extraordinarias. Hace varios años que vuelvo así del Festival de Mar del Plata. Llega en una época en la que el agotamiento y el cinismo están alcanzando el límite de lo soportable, y pasar diez días con ustedes (aunque esta vez nos faltaron Lucía y Martín) y con los amigos “lejanos” y “futuros”, viendo películas y hablando de ellas, funciona como un tónico revitalizante. Lucía nos contó que en el panel de crítica organizado por Roger Koza este año en Viennale habló mucho del sentido comunitario de nuestra revista, una idea que se materializa muy nítidamente en el Festival. Estoy convencido de que toda esa intensidad social abocada a las películas hace que nuestra revista crezca infinitamente. Ni hablar de la posibilidad de encontrarse y charlar con gente brillante y generosa como Dan Sallitt, Graham Swon, Nicole Brenez, Pierre Léon, Marcos Uzal, Álvaro Arroba, José Miccio o Fernando Ganzo, quienes nos hacen aprender una cantidad de cosas y a una velocidad casi inmanejable.
Cuando empezamos a pensar de qué manera organizar el dossier de “la década”, Lucía dijo una obviedad que sin embargo me resultó reveladora y abrumadora al mismo tiempo: “Para nosotros (casi todos alrededor de 30 años), la última década es básicamente la totalidad del tiempo que le dedicamos conscientemente al cine”. Es nuestra “vida útil” como cinéfilos. Esto incluye no solo a todas las películas que se hicieron entre el 2010 y el 2019, sino a todas las películas de todas las épocas que vimos y nos marcaron de alguna manera. Entonces, tratar de hacer un balance de la década no es muy distinto a contar nuestra propia versión de la historia del cine. Una empresa completamente irrealizable en un periodo tan acotado, pero a la vez irresistible.
Poco tiempo después, en un coqueto bar de La Plata, Lucas tiró displicentemente una de sus frases simples y contundentes que complementó la de Lucía y echó luz sobre la avalancha de posibles temas/artículos/ listas que podrían componer el especial: “Hay que escribir pensando en Movie Mutations”. De alguna extraña manera, esa era la pieza que faltaba para que el rompecabezas revelara su figura. O al menos esa sensación tuve yo, y voy a tratar de explicar por qué. En el momento en que llegó a mis manos por primera vez el libro (2008), ya había leído algunos críticos canónicos de Francia (todos nucleados alrededor de la mítica Cahiers du Cinéma, la madre de todas las revistas), pero ninguno de ellos permanecía en actividad. Ese lugar lo ocupaba, a nivel local, la revista El Amante (que en esa época ya estaba en el ocaso de su vida). Pero fue ese pequeño libro de cartas el que me ofreció un nuevo panteón de maestros a quienes adorar. Por un lado, los críticos: Rosenbaum, Martin, Jones, Brenez y Quintín, brillantes y apasionados, llenos de ideas desafiantes y conmovedoras. Por otro, el inmenso conjunto de directores modernos y contemporáneos que ellos invocaban y ponían a la altura de los grandes maestros de todos los tiempos. De repente, el canon clásico (digamos, los autores clásicos americanos, más algunos franceses, más las primeras películas de la nouvelle vague) era reemplazado por cineastas y películas más modernas (de los 70 en adelante, en su mayoría) y en muchos casos más radicales: John Cassavetes, Philippe Garrel, Monte Hellman, Jean Eustache, Chantal Akerman, Maurice Pialat, Jean Rouch, Abbas Kiarostami, Abel Ferrara, BrianDe Palma, Olivier Assayas, Hou Hsiao-Hsien, Tsai Ming-Liang, Raúl Ruiz, Leos Carax, Wong Kar-Wai, Jia Zhang-Ke, Manoel de Oliveira, entre muchos otros. Era la promesa de un mundo más amplio y lleno de riquezas exóticas no descubiertas. Ese pequeño intercambio epistolar funcionaba como una guía de conducta para el futuro. Movie Mutations fue la puerta de acceso al mundo del cine contemporáneo, un punto de partida para nuestro recorrido por estos diez años.
De releer Movie Mutations hoy, a la luz de la inspirada intuición de Lucía, se desprenden dos ideas y una tarea: que la mejor manera de contar la historia de la década es contando nuestra propia historia (y que esa historia es colectiva), que las películas que definen nuestro tiempo son tanto aquellas realizadas en el presente como las del pasado que nos ayudan a entenderlas, y que ya es tiempo de repensar las ideas que definieron aquel presente porque las cosas han cambiado lo suficiente. Rosenbaum (nacido en los 40, como Daney) comienza su carta señalando que Brenez, Martin, Jones y Horwath (todos nacidos en los 60) cultivan un tipo de cinefilia distinta a aquella mitificada por los jóvenes turcos de la nouvelle vague (su propia cinefilia) y los invita a que le expliquen cuáles son sus rasgos característicos. Si bien cada uno dice cosas más o menos distintas, siempre basadas en la experiencia personal, todos acuerdan en algunos puntos, como la radical oposición a la idea de la muerte del cine, ampliamente difundida en los 80 por grandes figuras como Sontag, Godard e incluso el mismo Daney. Otro es la forma de acceder a las películas, que en la misma época cambió radicalmente a partir del VHS. La cinefilia del VHS modificó el carácter de la cultura cinematográfica de todo el mundo. Si durante los 50 las personas tenían que ir hacia las películas, que se encontraban en los cines, el video las convirtió en un objeto de consumo portátil, posible de ser detenido, encendido, revertido, repetido o abandonado. Esto produjo apertura, por un lado, y aislamiento, por otro. El fenómeno social de ir al cine fue sustituido por el consumo solitario (Kent Jones dice que cada película constituía un mecanismo terapéutico auto-recetado) y al mismo tiempo permitió nuevas formas de circulación y valoración del cine. En esta cultura del video lo democrático fue, precisamente, la capacidad (o al menos el potencial) de suspender los juicios normativos acerca del cine. La nueva tecnología amplió el catálogo de películas disponibles, lo que produjo el surgimiento de especialistas autodidactas en áreas que antes eran absolutamente elitistas y una nueva subespecie de directores de videoclub, como Abel Ferrara, Larry Cohen y Walerian Borowczyk.
Nuestra generación, nacida entre finales de los 80 y principios de los 90, vivió el ocaso de esa cinefilia fetichista y el comienzo y la consolidación de un nuevo tipo de cinefilia que todo le debe al cambio tecnológico más importante del siglo: internet. Esa etapa de transición estuvo representada en Córdoba por dos espacios que fueron el corazón de mi formación y la de muchos de los integrantes de la revista Cinéfilo. El primero es el legendario Videoclub Séptimo Arte de Alejandro Cozza, en donde tuve el privilegio de trabajar. Como Alejandro no sabía usar internet, tenía un séquito de jóvenes que le bajaban películas para que las incorporara a su catálogo. Él aportaba su conocimiento sobre la historia del cine y un espacio donde ordenar todas estas películas y ponerlas a disposición de cualquiera que estuviera interesado en aprender de cine. Más que videoclubista era el Langlois tercermundista de la piratería. Llegó a tener más de quince mil títulos, todos ordenados por países, géneros, directores y épocas (debe ser el único videoclub del mundo en que en uno de sus anaqueles cuelga un cartelito que dice “Sergei Parajanov”). Incluso en 2010, cuando Jonathan Rosenbaum estuvo en Córdoba, participando de la primera y única Semana Internacional de la Crítica, organizada por Roger Koza (otra figura clave de la cinefilia cordobesa), uno de sus paseos turísticos fue a conocer el Séptimo Arte, y se llevó de recuerdo una copia de Invasión de Hugo Santiago.
Sátántangó (Béla Tarr, 1994)
El segundo fue el cineclub Cinéfilo, fundado por Rosendo Ruiz e Inés Moyano, que funcionaba al costado de un parripollo de la familia de Rosendo. En este cineclub aprendimos a programar todos los que luego terminamos escribiendo en la revista del mismo nombre. El procedimiento era más o menos parecido: bajábamos películas de internet y las programábamos en nuestro propio cine para las 10 ó 20 personas que acudían habitualmente a las funciones. Como no teníamos la capacidad económica, tecnológica o de gestión para contar con los permisos de las distribuidoras y productoras, aceptamos alegremente nuestra precaria condición de ilegales, que nos brindaba una extraordinaria libertad para armar nuestros programas (libertad que se agudizaba aún más por el hecho de estar aislados territorialmente). Durante tres años programamos más de 200 títulos por temporada, de lunes a viernes, e incluso un sábado cada dos meses pasábamos películas larguísimas para nosotros mismos y quienes se quisieran sumar. La primera de estas funciones extraordinarias estuvo dedicada a Sátántangó de Béla Tarr y fueron casi cuarenta personas que sorprendentemente se quedaron las siete horas y media que dura. Al amanecer del domingo todos nos despedimos con la sensación de haber vivido un momento histórico.
Ambos espacios pudieron ser absolutamente extraordinarios gracias a que internet nos dio acceso a un material inaccesible para cualquier lugar periférico como Córdoba. Nos permitió hacer algo con (casi) nada y con total libertad. Y además nos permitió ser programadores sin que nadie nos avalara previamente. Es decir, internet facilitó las condiciones de vida para los autodidactas de manera infinita. Lo interesante es que ambos espacios utilizaron internet un poco en contra de la tendencia que sus posibilidades marcaban. En vez de liberar al cinéfilo de los límites de la sociedad, aprovecharon la libertad que brindaba para recuperar una experiencia social que antes resultaba materialmente muy costosa (también gracias a la aparición de proyectores, grabadores y reproductores digitales muy baratos que permitieron armar pequeñas salas de cine en lugares impensados, como una pollería). Quizás esta manera un poco díscola de hacer las cosas y utilizar las herramientas sea una clave para entender nuestra cinefilia.
Mientras que los cinéfilos de la nouvelle vague iban hacia las películas (el cine era su templo) y los cinéfilos del VHS las compraban y atesoraban (el cine era su fetiche), nosotros, los hijos de internet, no tenemos que hacer nada porque todas las películas están a nuestra disposición, todo el tiempo y en todos lados. Nuestra cinefilia tiene un nuevo conflicto central. Hasta que apareció internet, principalmente se trataba de ampliar el espectro de películas a las que teníamos acceso y luego conservarlas y difundirlas para enriquecer la historia del cine. Cincuenta años atrás, no era ridícula la idea de conocer todo el cine porque había menos películas y, sobre todo, menos información. Hoy cada película que elegimos ver implica resignarse a no ver nunca otras diez, dentro de las cuales, potencialmente, existen muchas otras historias completamente distintas. Vivimos la terrible angustia de que, aunque esté a nuestra disposición, no podemos alcanzar esa idea de totalidad que representa la Historia como institución, que es una de las formas (imaginarias) de la objetividad. Antes se vivía con la impresión de que los límites para alcanzar el todo venían del exterior; ahora nuestras propias decisiones son las que actúan como limitadores de nuestra propia experiencia. Ya no se trata de aventurarse por territorios desconocidos para ampliar el mapa, sino de elegir un recorrido interior y darle un sentido. Ese camino estuvo constituido por una serie de puntos, de encuentros particulares, que moldearon mi (nuestra) forma de pensar el cine.
Allá por 2012, unos meses antes de sacar el primer número de la revista Cinéfilo, tuvimos una serie de reuniones en las que intentamos poner en común algunas ideas que debían guiar la revista (no tanto sobre qué escribir, sino por qué hacerlo). En medio de esa confusa y, hasta cierto punto, improcedente actividad alguien compartió una extensísima entrevista a Pierre Léon, realizada por Fernando Ganzo para la revista Lumière (una fuente inagotable de autores y títulos desconocidos que años después iríamos conociendo gracias a que BAFICI y Mar del Plata fueron recogiendo estas obras y mostrándolas), en la que Léon observaba que existía un desajuste entre las películas actuales y lo que se escribe de ellas porque se sigue utilizando el arsenal crítico desarrollado en los 50 por los Cahiers, los macmahonianos, Positif, todo un poco mezclado, para hablar de un cine que no tiene nada que ver con aquel que hizo florecer tales ideas, lo cual crea una verdadera ruptura, casi una esquizofrenia.
Contaba que Jean-Claude Biette y Louis Skorecki habían señalado a finales de los 70 que la política de los autores se había convertido en un problema: todos los directores se habían vuelto autores, por lo que la parte de “política de” ya no existía más. Skorecki, antes que todos, dijo que era necesario cambiar este modelo de pensamiento y que la forma de hacerlo era dejando de buscar el cine en las películas para encontrar las películas en el cine (es decir, reencontrarse con las particularidades, con lo que distingue y no lo que unifica). Y una de las formas de hacerlo era quitando todo el contexto social, su promoción, la prensa; en definitiva, todo ese conjunto de discursos públicos que giran alrededor de una película cuando se estrena y que Biette llamaba “la actualidad” (y que en gran medida era aquello en lo que se había transformado la política de los autores). También fueron ellos los que se dieron cuenta de que el medio que permitía tal estrategia era la televisión (en una época en la que todo el mundo esgrimía discursos anti-televisivos). La TV les permitió comprobar que era bueno dejar pasar un tiempo para que la película pudiera depurarse. La técnica de confrontar películas antiguas y estrenos servía para esto, para “ver las películas de ayer como si fueran de hoy y viceversa”. Esta forma de aplanar la historia, de deshistorizar el cine, permitía enfrentar su rompimiento mediático, que mezclaba la publicidad de la película y la película. Biette fue aún más lejos al descubrir que las películas (y no los espectadores) cambian con el tiempo (“Nunca nos sumergimos dos veces en la misma película”), que son diferentes en relación a ellas mismas y a otras películas y que escribir tiene que ver con saber relacionarlas en medio de ese proceso de cambio.
Las ideas de Biette y Skorecki que Léon traía a colación nos hablaban de manera mucho más directa que las de la cinefilia clásica que habíamos aprendido pavlovianamente de la política de los autores. 40 años atrás detectaron un problema que no solo sigue vigente, sino que se agudizó (principalmente por la consolidación de los medios digitales, que aceleró todos los procesos, incluido el de la canonización de los autores, llegando al punto de que algunos son proclamados maestros con dos o tres cortos en su haber) y se convirtió en estado de situación, es decir, de normalidad, es decir, que nadie lo ve como un problema.
Pero, al mismo tiempo, internet nos dio herramientas mucho más efectivas que las que Skorecki-Daney-Biette tenían para hacerle frente al problema: más que ningún otro medio en toda la historia de la humanidad, nos permite tener acceso a materiales de otras épocas de manera completamente inmediata para “ver las películas de ayer como si fueran de hoy y viceversa”, como también escribir extremadamente pegados a la evidencia física de una película, gracias a que podemos revisarla la cantidad de veces que queramos. Pedro Costa, otro de los héroes que tiene esta historia, decía en alguna entrevista que ver verdaderamente bien una película era tan difícil como hacerla, que era necesario ver cien veces seguidas Historia del último crisantemo para realmente entenderla. Hoy podemos liberar una película de toda la maleza del contexto que la envuelve a través de la revisión obsesiva, acercar cada vez más el ojo a la materia para revelar su verdad (el equivalente contemporáneo del sentarse en las primeras filas de la sala para sumergirse en la pantalla y perder el marco, tal como hacían los jóvenes turcos). Tenemos las herramientas para ser más precisos y más inteligentes que nunca; de nosotros depende poner el trabajo necesario para conseguirlo.
Rio Grande (John Ford, 1950)
Otro aprendizaje fundamental fue entender que casi siempre lo que hace a una película valiosa no se encuentra en las generalidades, ni en las estructuras, ni en las grandes ideas que la sobrevuelan, sino en los detalles y pequeños gestos que la dotan de personalidad, de alma. El cine clásico norteamericano fue el que nos dio esta lección. Uno de los momentos más gloriosos de toda la carrera de John Ford ocurre en Rio Grande, cuando John Wayne, que interpreta al coronel Kirby York, se entera de que su hijo, al que no veía desde bebé, se acaba de incorporar como recluta en su campamento fronterizo. York es un tipo patológicamente estricto que no quiere ejercer ningún tipo de favoritismo, por lo que lo cita en su tienda (una carpa canadiense) para dejarle claro que no gozará de ningún beneficio especial; al contrario, de él espera el doble que de los demás. El soldado York responde estoicamente que él no pidió ir a ese campamento y que no fue ahí buscando decirle “padre” a nadie (al fin y al cabo es hijo de Wayne). Luego del intercambio y el saludo militar, el joven se retira. Cuando Wayne queda solo en la tienda, se para en el exacto lugar en que había estado su hijo, y con un lápiz marca el techo de la carpa para comprobar si este lo ha pasado en altura. Ese contrapunto de carácter en el personaje de Wayne es el verdadero núcleo dramático de la película: el debate entre el deber profesional y el amor filial, que Ford condensa con una creatividad infinita en un gesto casi imperceptible.
Diez años atrás, Quintín dictó en la mencionada Semana Internacional de la Crítica un taller titulado “La lección de Manny Farber”, en el que indagaba en la forma de pensar las películas del gran crítico estadounidense. El punto de partida fue un fragmento de la introducción del libro Espacio negativo, que dice lo siguiente: “The Big Sleep ignora todas las convenciones del cine de gangsters para recrearse en acciones incomprensibles y en apartes ingeniosos (…). Uno de los grandes momentos del cine de los años 40 dura apenas un abrir y cerrar de ojos: Bogart, al cruzar la calle para ir de una librería a otra, mira un letrero luminoso. Existe aquí el mismo encanto que Walsh consigue con quince encuadres distintos de Ida Lupino y Arthur Kennedy en la cabaña de un motel. Todos los increíbles acontecimientos que se dan en The Big Sleep están ligados por míseros saltos de tiempo, pero, dentro de cada detalle, existe una lógica espacial, un gran sentido de la personalidad, del gesto, de dónde se halla cada personaje”. Farber proponía que lo verdaderamente importante del cine de los 40 tenía que ver con ciertas “acciones incomprensibles” y con detalles con “un gran sentido de la personalidad” que se colaban en los recovecos que la trama dejaba desatendidos. De manera similar al fordiano ejemplo anterior, Farber nos enseñaba que los tesoros del cine estaban metidos de contrabando en las películas clásicas.
The Big Sleep (Howard Hawks, 1946)
Luego de hablar un poco sobre el fragmento del texto, vimos el momento citado de The Big Sleep y, para horror de la sala, comprobamos que la escena no era como la describía Farber: Bogart alzaba la mirada porque oía un trueno que preanunciaba una tormenta que luego se desataría. Es decir, la gratuidad del gesto no existía, la teoría estaba basada en una apreciación errónea. Volvimos a ver el fragmento, pero dentro de Negative Space de Chris Petit (película que retrata la figura y las ideas del crítico norteamericano), que tiene como punto de partida la misma cita y la misma premisa. Y, para sorpresa de todos, en esta película la misma escena tenía exactamente el poder que Farber evocaba. El truco estaba en que Petit, no tan sutilmente, modificaba la escena original aplicando un pequeño ralenti y un zoom, y reemplazaba el sonido ambiente por una voz en o que leía la cita, de tal modo que se destacaba esa “mirada hacia la nada” que en la versión original no existía. Si Petit no hubiera podido modificar la escena original, no habría podido hacer la película. Necesitó inventar una escena nueva que respaldara la teoría original. Farber pudo desarrollar su idea del arte termita gracias a que “vio mal” algo en la película de Hawks. En esa época, volver a ver sistemáticamente algún fragmento era algo en extremo difícil; entonces, muchos críticos escribían basándose en lo que recordaban de lo que habían visto una única vez; y muy probablemente esos recuerdos hayan estado teñidos por el deseo de ver cosas que les permitieran elaborar sus teorías. El error de Farber es ejemplar. Ahora bien, cuando en el 2000 Chris Petit se embarcó en la realización de Negative Space tuvo que darse cuenta del error y de la necesidad de modificar la escena original de Hawks para que se condiga con su apreciación. Tanto la detección del error como la capacidad de enmendarlo sutilmente son posibilidades habilitadas por las formas de ver de nuestra época, radicalmente distintas a las de la época de Farber. Lo paradójico es que, aunque la teoría se sustente en una lectura equivocada, resulta verdadera y premonitoria. La lección de Farber es que una buena crítica no es aquella que viene a sustituir las películas por grandilocuentes explicaciones filosóficas, antropológicas, políticas o sociales del tema y el argumento, sino aquellas que ponen de relieve el cine en sí, revelando esos detalles de una vivacidad desatada.
Piglia decía que, en la actualidad, nosotros leemos como leía Borges en 1950, que este prefiguró la manera de leer del presente con 50 años de antelación. De manera similar, quizás Farber y su crítica termita (al igual que Biette y Skorecki) nos dejó un posible camino para rescatar a la crítica del estancamiento que vive en la actualidad.
Estas ideas nos señalan una tarea: desarrollar una manera de pensar y escribir, basada en las posibilidades que los medios contemporáneos nos brindan, que se acerque lo más posible a la materia misma de cada película para, desde esa cercanía, tratar de entender en qué efectivamente se ha convertido el cine.
-Ramiro
Aquí la carta 02