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Cablín en Río Tercero – Esquirlas

Por Lautaro García Candela

Ganadora del premio a mejor película en el último Festival de Mar del Plata y en el FICIC, y con un recorrido atronador en festivales internacionales, una de las películas argentinas más exitosas del último tiempo es Esquirlas, de Natalia Garayalde. El documental narra un hecho histórico-político, la detonación de la Fábrica Militar de Río Tercero en 1995, con materiales de primera mano de su directora: un archivo familiar hogareño en VHS y un relato en off que llega hasta el presente. El relato no es una denuncia directa, basada en la investigación objetiva; se enuncia desde una perspectiva intransferible, casi como una marca de autenticidad. Estuvo ahí y cuenta lo que vio. O lo que filmó, porque Garayalde, que era una preadolescente al momento de los hechos, andaba con una cámara por todos lados. El relato sobre sus años de colegio primario cobra un sentido específico y trascendental cuando vemos que es inseparable de los sucesos ocurridos en su pueblo: para ocultar el tráfico de armas a distintos países como Ecuador o Croacia, el presidente de ese entonces, Carlos Menem, hizo explotar la Fábrica Militar dejando un saldo de siete muertos y más de trescientos heridos. La ciudad quedó parcialmente destruida y la justicia no encontró culpables hasta hace muy poco tiempo, pero dejando sin sentencia al mayor responsable político, el propio Menem (Río Tercero fue la única ciudad que no adhirió al duelo nacional cuando falleció). 

Hay un registro, al principio, que es totalmente ingenuo y juguetón. La película empieza con la compra de la cámara que Garayalde empuñará casi todo el tiempo y las primeras imágenes registran las hesitaciones sobre el funcionamiento de la misma. Así va a retratar a su familia de clase media, bastante numerosa, casi todas mujeres, que tenía un lugar muy definido en Río Tercero: su padre era obstetra y su madre la directora de una escuela primaria. Hay un momento particular en el que el padre de la familia mira con estupor a su hijo, que juega al Family mientras de fondo suena “Tribulaciones, lamento y ocaso de un tonto rey imaginario o no” (la música de la juventud del padre). Hay peinados, revistas de chimentos, la tele todo el tiempo prendida como ruido blanco frente al silencio. Más noventa que eso no existe. Después, algunos experimentos con las perspectivas: la directora y su hermano se vuelven escaladores de montañas dentro de su jardín o conductores de algún noticiero de Cablín. Tiene victorias evidentes, momentos en que es posible tocar el relieve de los años que se encarnan en artículos de consumo y en modismos del habla. Su hilo conductor es débil y solo responde al paso caprichoso de los días, de un verano que suponemos espeso siguiendo las ramificaciones de una familia que se presume interminable. 

En este momento las imágenes no llevan aún sobre sí el peso ominoso de la Historia. No son la muestra de “la vida antes de las explosiones”. Simplemente son home movies apiladas que, en el fondo, relatan el nacimiento de la curiosidad por la forma cinematográfica de una incipiente directora de cine. Estos momentos fortuitos son banales y hermosos. Se reconocen fugaces; a la distancia los vemos con melancolía. Si le sumamos luego la parodia del noticiero que hace la directora para hablar de lo que quedó después de las explosiones, se puede entrever el inconsciente visual de una preadolescente expresado en ingenuas decisiones formales. Eso es interesante, es un dato en segundo grado. Garayalde adulta deja los balbuceos de la Garayalde niña, que no pensaba en hacer esta película ni en que unos meses después su vida iba a cambiar radicalmente. 

El cine históricamente se trató de un gesto asertivo sobre el mundo, una reelaboración discursiva, consciente, de la realidad y de su consecuente (y cada vez mayor) espectacularización. Siempre dirigido por personas que saben lo que hacen. Pero ahora, con el tipo de películas al que Esquirlas pertenece, nos encontramos con imágenes que no tienen nada que ver con esos gestos y esas circulaciones; tienen una inocencia de la forma, es decir, los que sostienen la cámara no piensan en travellings o en una gramática. Estas imágenes ya no forman parte de un “lenguaje”, sino que son la concreción de un inconsciente visual. Existen saberes populares, pero siempre remiten a la mayor claridad de la enunciación (hay miles de videos sobre cómo sacarse las mejores selfies) y no tanto a la creación de un lenguaje complejo. No solo son documentales de una época por esa capa arqueológica de objetos, canciones, modismos y ropajes; también registran cómo se filmaba una época. Son documentos de sí mismos. Es lo más cercano a la época en bruto, desordenada. 

Todo esto que describo se ve claramente en los primeros diez minutos. Las explosiones de la Fábrica Militar parten en dos la película por la intensidad de la escena: en un plano secuencia recorremos la ciudad en un auto. La gente está desorientada, sin saber dónde están sus familiares y sin poder comunicarse (el conductor dice en su momento: “No hay teléfonos en toda la ciudad, señora”). El recorrido es errático y desesperado. Se circula a las apuradas, sin destino, porque quedarse en el lugar es más peligroso. En los cruces de calles hay encontronazos y a los costados hay personas que corren desesperadas. En las charlas todavía no se entiende lo que pasa: no hay culpables ni explicaciones.

Lo que vimos antes queda como una especie de paraíso perdido; lo que veremos después son los intentos por volver a la normalidad, de juntar los pedazos de todo lo que rompió la corrupción menemista. Las explosiones son el momento definitorio en la vida de todos los habitantes de Río Tercero: les delega una tarea, la de reclamar justicia, a la vez que degrada materialmente su existencia con secuelas médicas y casas destruidas. La familia de Natalia no es la excepción. Una de sus hermanas muere de cáncer por lo que suponemos son las secuelas de la explosión y todo el relato familiar queda ensombrecido por el hecho de haber estado ahí, en ese momento y en ese lugar. 

La Natalia de ese entonces se hace la reportera y en su inocencia trata de narrar lo que sucedió. Habla a cámara, sostiene un micrófono imaginario y tuerce su actitud, se debate entre el rictus solemne de su idea de lo que hacen los conductores de noticiero y su ímpetu juguetón, aniñado. Frente a su casa en reconstrucción, con tono gris, describe los arreglos al paso, cemento a la vista, que permiten volver habitables los ambientes. Toda la alegría de filmar (y descubrir los trucos del oficio) le dejará paso a la vida del documentalista más cansino que se contenta con mensurar los daños, dejar sentado los datos para un posible peritaje. En varios momentos asoma el lenguaje jurídico porque la historia de la ciudad es inseparable del despropósito institucional que fue el juicio por las explosiones. 

Lo que era la época de los 90 “en bruto” empieza a articularse con distancia y desde el presente. Esquirlas pareciera decir que toda época, al contrario de lo que venía afirmando este texto, solo puede reconstruirse. Toda época en realidad se ve entrecortada, en las omisiones y entre sombras. Las marcas del tiempo histórico que uno busca fascinado en las películas que se hicieron en tiempos que uno no vivió solo pueden entreverse o intuirse. Porque esa época no es solo objetos, también hay procesos subterráneos marcados por la injusticia y la impunidad: es necesario juntar materiales diversos, íntimos y públicos, para dar una idea aproximada de lo que sucedió. Hacer un poco de periodismo es salirse de la inmediatez del yo. La historia de Esquirlas se ramifica. Aparece un obrero, que supuestamente era el culpable de haber tirado una chispa sobre los explosivos, y con una amoladora y un fierro demuele ese argumento. También vemos jueces mirando por encima del hombro la “escena del crimen”; vemos actos escolares en los que los chicos lloran sin que sepamos muy bien por qué; aparece la torre de agua de Vukovar, en Croacia, donde fueron a parar los misiles que se fabricaban en Río Tercero. En ese momento Garayalde dice que debería pronunciar los nombres de algunos de sus caídos, pero que prefiere volver a su dimensión personal, a lo que sucede en su casa. Se refiere solapadamente a una idea de responsabilidad en el cine documental que privilegia los eventos políticos sobre los personales. Ahí Garayalde escucha esa voz, que identifica la primera persona como una “trampa”, y la deja pasar. Lo que hace, en cambio, es una inversión de los valores: la parte más responsable y sesuda de la película, la filmada y pensada en la madurez de la directora, no tendría valor si no estuviera en la serie de su propia historia personal, inocente pero no menos “histórica”, porque nos hace entender el entramado de una familia, sus características particulares, el lugar que ocupan en la comunidad y así, solo así, permitirnos ubicar en el lugar justo lo político en lo trágico, lo trágico en lo político.

La película diluye su centro y avanza con lentitud en muchas direcciones al mismo tiempo. Al principio, en la infancia, o en la preadolescencia, la Historia es una presencia fantasmal, amenazante, y después se torna un peso, algo con lo que lidiar (qué hacemos con lo que hicieron de nosotros). Esquirlas es la historia de cómo tomar posición, cómo sobrellevar los daños, cómo hacer un duelo familiar y cómo seguir adelante incluso con el riesgo de que todo vuelva a explotar. (O peor: los años siguientes se estableció otro peligro más silencioso, mortal y cotidiano, el de los químicos que circulaban en el aire).

Las últimas escenas de Esquirlas son un epílogo doloroso que no hace énfasis en nada en particular. Es como si la voz que articula la película terminara trabada por la desazón. Se queda rumiando lo que pudo haber sido, incorpora imágenes de una actualidad apagada, casi moribunda: Río Tercero aparece como una ciudad fantasmal que está habitada apenas por algunos niños. Y aparece en silla de ruedas el padre de la familia Garayalde, Esteban, desmejorado por el cáncer. Frente a una ventana que delinea su figura y lo deja en la sombra, lee un poema de su autoría. Suena como la despedida de una hija y suena como una directora terminando una película, pero es también el adiós a una ciudad y a una comunidad que tenía muy en cuenta a ese padre. En un diario de Río Tercero encontré esta anécdota que parece explicar ese cariño. En la sección de comentarios debajo de la noticia de su fallecimiento, dice Juan Rivero: “Oh, que tristeza , atendió a mi esposa en los tres embarazos y nacimientos, una gran persona , excelente médico lo vi bajarse del auto y entrar corriendo al hospital cuando iba a nacer mi hijo y no le importó q estaba x jugar argentina la final del mundo, qepd, doctor”. Esa escena consigue una intensidad modesta y contenida: Garayalde lo cuida en el plano indicando dónde tiene que leer y como directora encuadrando discretamente su sufrimiento. De ese tipo de cuidados se compone Esquirlas

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