Gatillero fue el único largometraje argentino incluido en la competencia internacional del BAFICI que acaba de concluir. Además, fue un pequeño suceso, no por la cantidad de público (limitada por las tres funciones que el festival ofrece), sino por el fervor que causó. Al parecer, lo que impactó más a los reseñistas y críticos que cubrieron el evento fue la robustez con que la película se hace cargo, desde la independencia, de un género normalmente asociado a la industria (el thriller de acción). Diego Lerer, en su reseña, concluye que “si en la Argentina hubiera una industria de cine ya estarían convocando al director para hacerse cargo de proyectos más grandes”. Quizá no sea la difunta industria nacional sino las plataformas multinacionales quienes terminen reclutando a Tapia Marchiori. Sería uno de esos casos recurrentes en la historia del cine en que un cineasta desde la periferia desafía al centro —asumiendo su identidad y mejorando sus resultados utilizando una milésima parte de sus recursos— y termina siendo absorbido por este. Lo interesante es pensar por qué fue la elegida para representar a nuestro país en la competencia internacional. Leer esta decisión como un velado pedido al cine independiente argentino por más películas que intenten desde su forma y su contenido acercarse un poco más al gusto popular sería llevar demasiado lejos una presunción incomprobable. O no.
Gatillero cuenta la última noche de el Galgo, un sicario profesional que retorna a su barrio, la Isla Maciel del conurbano bonaerense, luego de salir de la cárcel. Rápidamente se irá enredando en una trama delictiva y sanguinaria que concluirá épica e inesperadamente al amanecer. Todo filmado en un plano secuencia que sigue constantemente a su protagonista, emulando el formato de los videojuegos de tiros en primera persona. Una audacia formal cuya genealogía ofrece una lista tan variopinta que incluye cortos de los hermanos Lumière, El arca rusa de Aleksandr Sokurov, la segunda parte de la china Kaili Blues, 1917 de Sam Mendes o la nueva serie-suceso Adolescence. Lo notable del recurso es que, desde la forma, impone condiciones en una época en donde la disputa por el control de la atención del público la suele ganar el contenido (la trama, el mensaje, como queramos llamarle). Y lo hace con notoriedad, hasta el espectador más ramplón advierte y celebra el virtuosismo de la forma cuando se trata de un único plano secuencia (una equivalencia deportiva podría ser el hoyo en uno, el home run, el gol de mitad de cancha).

Pero el plano secuencia único no es lo que explica el virtuosismo de la película. Es una regla autoimpuesta que va soltando desafíos a resolver por una narración que se inscribe dentro de un género con reglas y necesidades propias. Entonces, mientras Galgo intenta vengarse de Lalo, el tipo que lo traicionó y le hizo una cama, la película despliega una batalla entre la obligatoriedad del plano secuencia y la necesidad de cumplir ciertos requisitos genéricos. Dicho de otra manera, entre forma y contenido. En la manera en que sortea esta tensión es en donde vemos las virtudes de la película, la sofisticación del juguete que construye.
¿Cómo marcar los cambios de escena cuando no se puede cortar de un plano a otro y por lo tanto la elipsis no es una opción? La película inteligentemente va usando los cambios de espacio, distintos medios de transporte, la aparición y desaparición de personajes, los giros abruptos de cámara pasando del protagonista a lo que está viendo, y la música extradiegética para ir modificando la dinámica de cada situación y acentuando ciertas variaciones en la estructura narrativa. La cámara se las arregla para subirse y bajarse de distintos medios de transportes disimulada y acrobáticamente. Es interesante cómo en estos momentos la atención del espectador se divide entre lo que ocurre en la trama y las proezas físicas que realiza el camarógrafo para saltar a un auto en movimiento sin que se note o para trepar un portón a la par del protagonista. En estos momentos nuestra admiración se la lleva más el técnico que el personaje. Otra vez la forma rivalizando con el fondo.
Todo buen policial entiende que, en el corazón de su narración, se desarrolla una disputa entre los personajes por tomar el control del punto de vista y tratar así de convencer al espectador de su propia versión de los hechos. Como Gatillero entiende muy bien el género sabe que tiene que lidiar con esta dificultad, pero duplicada por no poder traicionar su regla de oro. Por eso en dos o tres momentos muy puntuales la cámara abandona a Galgo y se va con otros personajes: la primera vez ocurre en medio de un tiroteo callejero que involucra autos y motos en donde, en una ágil maniobra, la cámara pierde de vista a nuestro protagonista y en el mismo movimiento se sube al auto de los perseguidores. De golpe asume el punto de vista de los villanos: ¿dónde está Galgo? No se lo ve por ningún lado; suena el teléfono del conductor y este atiende a Lalo —el antagonista, quien embaucó a Galgo para culparlo por la supuesta muerte de “la Madrina”, la jefe narco del barrio— que le dice que está apareciendo la cana en la entrada del barrio (aprovechando para darle un poco de cuerpo a la situación que están viviendo los villanos por fuera de perseguir y matar a Galgo). En otra pirueta automovilística, la cámara se baja del auto y queda por unos segundos sola en la calle hasta que Galgo sale de adentro del baúl de un auto estacionado y recupera el control de la narración.
El segundo y más importante abandono tiene a los vecinos como protagonistas. Aprovechando la debilidad de los narcos (por la reciente muerte de su líder), improvisan rápidamente un ejército que intentará echarlos de una vez por todas de su barrio. Aquí aparece un padre de familia determinado, toma la palabra y da un discurso emocionado que encarna el sentir de la comunidad (que la película acentúa con música melodramática, como buscando la empatía más inmediata del espectador): «No le importamos a nadie, no le importamos a la policía, ni qué hablar de la prensa, ni qué hablar de los políticos, esos aparecen acá y nos piden con una linda sonrisa que les regalemos un voto, nos llenan de promesas y cuando los necesitamos no están, y nos hunden en la puta mugre en la que estamos». La única salida es la rebeldía, salir del lugar pacífico y tomar las armas, el camino de la violencia, organizada, pero no políticamente, sino la justicia por mano propia.

Así como les da un lugar preponderante para que digan sus verdades, los abandona cuando cumplen con la necesidad narrativa de distraer a los narcos y permitirle a Galgo entrar en la guarida de la Madrina. No sabremos si murieron todos, si sobrevivieron, si lograrán mejorar sus condiciones de vida luego de cagarse a tiros con los narcos, a la película no le importa lo suficiente como para hacerse cargo de entregarles un horizonte posible a ellos y una oración más de su historia a nosotros. Aquí Gatillero inevitablemente baja la velocidad y muestra cierta estrechez de miras. Ningún personaje secundario rebalsa la función narrativa que la trama le requiere, todos son unidimensionales y forman parte de una misma y única cosmovisión, violenta y miserable, por fuera de la cual nada florece. El caso paradigmático es el de Nilda, la vieja buena, jefa del merendero del barrio, la única que le ofrece a Galgo una opción por fuera de la venganza y que, por supuesto, terminará siendo brutalmente asesinada por intentar ayudar.
La combinación de personajes/modelos sociales (el jefe narco, el pibe chorro, los vecinos bien) con la ausencia total de un contrapunto, una criatura, un momento, un detalle, que exista por fuera de la lógica violenta que organiza todos los vínculos, evidencia la determinación de que no exista en el universo de la película ni siquiera la posibilidad de otro modo de vida. Ni sentido del humor se les permite, salvo algún chiste verbal o alguna chanza (como cuando Galgo obliga a los mellizos a empujar el auto y acelera dejándolos a pie) pero que igualmente están atravesados por la confrontación y la violencia.
Sobre el final la película se regodea en duplicar la dificultad: el desenlace transcurre justo al amanecer (lo que implica tener un control sobre la hora a la que se filma muy preciso) e incluye una avioneta que aterriza para buscar a la Madrina, un par de camionetas, un auto, y un tiroteo que provoca la muerte de Galgo y casi todos los personajes. Solo la cámara y los jóvenes hermanos quedan en pie. Galgo, que durante toda la película exhibe repetidas muestras de fidelidad con la Madrina (para quien trabajó toda su vida), luego de comprobar que fue traicionado y utilizado por ella, rompe su fidelidad y concreta la venganza que los vecinos no pudieron, pegándole un tiro en la cabeza luego de gritarle que el barrio no es suyo. Antes de morir, les ofrece un bolso con dinero a los dos hermanitos devenidos soldados del narco como para dejar algo así como una posible luz al final del túnel.
El escepticismo sobre el tejido social que la película muestra deja en evidencia una visión de mundo desalentadora, como mínimo. El apego al naturalismo con que retrata a sus criaturas pareciera reforzar la intención de decirnos algo de nuestro mundo, una intención que rebalsa (quizá por única vez) el móvil principal: el deseo de entretener, de mantenernos admirados frente al despliegue atlético de la ficción. ¿Por qué? ¿Qué le suma esta dimensión especular y moralizante al disfrute cinético del virtuosismo? O al revés: ¿qué le aporta el laberíntico desafío formal a la visión de mundo que la película elige ofrecer? Solo podemos comprobar una asimetría entre la dedicación a la forma (trabajada, exhaustiva, desafiante) y la dedicación al retrato de una comunidad (ramplón, de trazo grueso, estigmatizante, sin contrastes).
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