BAFICI 2024 – Al final de la escapada (11)

Por lxs editores

Terminó BAFICI y nos quedamos con la sensación de que fue una de las ediciones más polémicas de su historia. No por lo que pasó en y con las películas, sino fuera de ellas; su intensidad fue pura actualidad y nada de presente cinematográfico. Todos los días la sensación de urgencia venía primero de las redes y de las calles después. La sala se sintió, para los más optimistas, como una caja de resonancia. Para los menos, como un refugio. Para encontrar una conflictividad política similar habría que remontarse al año en que Darío Lopérfido fue Ministro de Cultura de la Ciudad y por sus declaraciones negacionistas de la última dictadura militar no podía pisar el Village Recoleta sin que lo insultaran. Ediciones posteriores transcurrieron sin sobresaltos, aceptando los recortes presupuestarios que se volvieron política de Estado (algo que también viene ocurriendo ininterrumpidamente en Mar del Plata desde hace varios años) y que como comunidad cinematográfica no supimos o no intentamos detener.

Este deterioro constante de las condiciones materiales fue sedimentando silenciosamente un malestar en los espectadores y cineastas para con el festival que, combinado con el contexto apocalíptico que impone el gobierno de Milei, terminó de explotar este año, cuando ya es virtualmente imposible mirar para otro lado. La sensación (bienvenida, por otro lado) es que a partir de ahora hay que replantearse muchas cosas (dentro y fuera del festival). Los dos eventos cinematográficos más importantes de este país han mostrado sobrados signos de agotamiento. Necesitan urgentemente una inyección de energía que los renueve, que los revitalice, que los refresque. Y fundamentalmente una política estatal que garantice independencia para programar y un presupuesto acorde a las necesidades de un festival de esta magnitud. 

En diferentes charlas con directores o integrantes de la comunidad cinematográfica se ve una especie de desconfianza con el Festival. Es probable que suceda porque gran parte del cine independiente argentino se opone ideológicamente al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Y en este caso, ya con tantos años de gestión, la división entre gobierno y Estado es casi imposible de hacer. En el equipo de programación también parece sentirse cierta incomodidad, la de estar en un fuego cruzado: como si buscaran cierta equidistancia, despegándose por un lado de las políticas culturales que el gobierno nacional está queriendo imponer y, por otro, de cierta una identidad colectiva, filo-kirchnerista, progresista, que inevitablemente invoca consignas que se repiten como una manera de construir un sentido común. No hace falta ser original, por ejemplo, para denunciar el desfinanciamiento de la universidad pública. Esas consignas no son un fin en sí mismas, no es que por algunas solicitadas, por arte de magia, se soluciona el conflicto y se llega a un acuerdo, pero son el punto de partida para darle lugar a la palabra y a la discusión. El debate público es difícil de dar por el nivel de polarización y violencia que existe en los diferentes actores de la sociedad, pero es responsabilidad del festival plantearlo. Terminó sucediendo que la discusión interpeló al festival más que lo que este la invocó. 

Otra oportunidad desaprovechada: Bafici cumplía las bodas de plata. Esta era su edición número 25. Un poco de autobombo no hubiera venido mal si se traducía en la proyección de películas icónicas que hubieran sido estrenadas en el Festival (hay para tirar al techo) y hacer de ello un evento en el que la relación del cine argentino y el Bafici sea el centro de gravedad de la edición. Invitar a la comunidad cinematográfica que se formó y consolidó a la par del festival (cineastas, críticos, programadores, técnicos, actores), reflexionar sobre el pasado y el futuro. Hubiera sido fácil si el diálogo con la comunidad antes descripta fuera fluido. Hubiera sido, también, una oportunidad para pensar nuestro pasado reciente en compañía de las películas. 

Y la experiencia de las proyecciones está deteriorada. Quienes se ocupan de las preguntas y respuestas después de las funciones no tienen las películas disponibles para verlas antes y poder prepararse para crear un espacio posproyección estimulante. Si tuvieron relación con las películas fue por motu propio y en tiempo récord. Tampoco fueron orientados en la tarea ni tienen relación con el equipo de programación. Allí hay un desinterés por la conversación y el debate público, como si las películas fueran algo que se completa en privado en la cabezas de las personas particulares.

Las retrospectivas desde hace algunos años se hacen sobre cineastas más o menos jóvenes, con pocas películas. Los períodos clásicos de distintas cinematografías del mundo están virtualmente olvidados salvo algunos rescates aislados -aislados fundamentalmente por la manera en que el propio festival (no) los presenta-. El estado calamitoso de la preservación patrimonial en Argentina juega un papel importantísimo en esta cuestión (el estado del cine del pasado empieza a parecerse al del cine del futuro), pero una articulación más virtuosa con las distintas instituciones que se dedican a esto podría airear la cuestión. En 2022 la retrospectiva de Pascale Bodet fue un descubrimiento para varios de nosotros pero resulta evidente que el pasado del cine no es importante para el Bafici.

Tres últimos comentarios. 

El estado de miseria que se vive en la Ciudad de Buenos Aires es algo palpable, que se siente al caminar media cuadra por la Avenida Corrientes. Al mismo tiempo, de un vistazo, se puede ver una cantidad pavorosa de personas durmiendo en la calle, y también el espectáculo sorprendente de turistas y gente yendo a restaurantes y al teatro. Si la Av. Corrientes en algún momento tuvo alguna identidad (que no llegamos a conocer), ahora se siente extraña, confusa, frustrante. Es la mezcla de una peatonal de la costa (con los mismos espectáculos y las mismas ferias) con una oferta cultural como pocas en el mundo. Hay contrastes muy violentos. Y toda esa esquizofrenia que es imposible dejar de nombrar si se estuvo en el Bafici (y que se agrava con los años) y hace replantearnos hablar apasionadamente de películas mientras hay gente que espera que terminemos para pedirnos algo para comer. No es algo que vamos a dejar de hacer, pero parece un poco fuera de lugar.

Hay algún hilo quizás invisible que une a muchas películas argentinas en competencia. Mejor dicho, un mismo límite al que se enfrentan. Como si no pudieran mirar con rabia el presente para dar con, ya no con algún tipo de ánimo utópico, sino simplemente alguna perspectiva de futuro. Barcos y catedrales versa sobre un organillero de sesenta años; Ciclón Fantasma, sobre oficios casi extintos y una sensación fantasmal del tiempo y el espacio; Dejar Romero es sobre una institución crepuscular, derruida, que probablemente sea desfinanciada por el gobierno de Milei; Imprenteros se ocupa de una fábrica familiar heredada; Vrutos es una lacónica y pesimista extensión del mundo marginal de Okupas. No es una idea sobre la calidad de las películas sino sobre su capacidad de conectar con el ánimo de estos tiempos, quizás poco imaginativo. Algunas otras películas intentan entrever el malestar que subyace (y domina) el ánimo del país estos últimos años, su forma se expande y se vuelve más extraña, más poderosa, tiene la capacidad de conectar. Ejemplos: El placer es mío en su descripción de los lábiles lazos sociales y afectivos de la juventud; COMBO15 con su mirada tierna y vanguardista sobre esa tierra mítica que es Ituzaingó; El cambio de guardia con esa tara, o mejor dicho esa grieta, en el centro de su puesta en escena.

Quizás por eso el Bafici tuvo momentos de esplendor cuando se comunicó con el arte de décadas pasadas. El epicentro del Festival fue el Cine Gaumont, que cobró un protagonismo inesperado ante la amenaza de su cierre, pero también porque allí sucedieron las funciones más intensas y con un mayor caudal de público. Apuntaban al centro de nuestra cultura y confirma la capacidad del cine como algo que, por razones obvias, puede juntarnos. Más allá de que una está editada desde el presente, Adiós Sui Generis y Fuck You! El último show son dos películas sobre el pasado, sobre recitales míticos que abrían y cerraban etapas. Es decir, son sobre momentos de transición, liminares. 

En la despedida de Sui Generis, show doble en el Luna Park, Charly Garcia ya renegaba de su pasado hippie y sensiblero que, aunque nos haya legado varias de las mejores canciones que se hayan hecho en este país, no hacía match con el ánimo colectivo: la censura recrudecía y Argentina se ponía pesada un año antes de la dictadura. “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?”, se preguntará luego. En ese recital es gracioso comparar a Charly y a Nito, sus estilos, incluso sus maneras de moverse y de cantar: lo importante es cómo García tironea para el futuro, para otros sonidos, otras drogas, nuevos trapos, ¿qué banda estrena canciones en su recital despedida? 

Y con Fuck You! sucede algo similar: Luca Prodan también se estaba despidiendo, pero no de Sumo sino de su existencia física. Entonces propuso filmar la presentación de After Chabón, su último disco. Su presencia alcanza para justificar toda la película pero lo que hace Jose Luis García en la cámara (en ese momento) y en la edición (en este) es encontrar el lado B de Luca. Los mejores momentos del registro son entre bastidores, en el camarín o en el bar de Obras, donde se jactaba de hacer una vida más o menos normal. De reviente, sí, pero también de tomarse el colectivo y tomar ginebra con los parroquianos de algún café perdido del centro o San Telmo. La cultura no estaba totalmente mediatizada, algo que sucedería con el menemismo y el showbusiness (aunque luego contra eso reaccione el rock rolinga). Es un momento de pasaje, de recambio generacional (a los meses morirían también Miguel Abuelo y Moura) que evidentemente se ve en la película en el miedo al público, en la homofobia, en el lugar que se le da a las mujeres. Y Luca, en ese sentido, era el que empujaba para adelante. A lo que va toda esta disquisición sobre rock argentino es que todavía tiene la capacidad de convocarnos e incluso en ausencia está en relación con lo que le queda de vivo a este país y que aún nos hace preguntarnos cómo seguir. 

Haber sentido eso en la Sala 1 llena del Gaumont fue una alegría, pero se parecía más a bailar en el Titanic que a otra cosa.

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