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BAFICI 2024 – Al final de la escapada (08)

Por Lautaro Garcia Candela y Lucas Granero

Para hoy había una movilización de “abrazo” al INCAA y al cine argentino convocada por ATE INCAA y Unidos x la Cultura y por la lluvia se reprogramó para el otro viernes. Otras organizaciones decidieron esperar luego de la marcha del martes pasado. Lo cierto es que es dificil de imaginar otras posibilidades para que el Bafici sea esa “caja de resonancia”, un escenario que dé visibilidad a los reclamos de los diferentes sectores del cine nacional. ¿Qué se puede hacer? En cualquier caso la respuesta demanda organización. ¿Una foto? ¿Tomar el Gaumont? Ya anunció su programación para la semana que viene. ¿Interrumpir alguna función? Sobre la situación se habla en todas las funciones antes y después.

Lo que pasó el martes, más allá del bochorno del radicalismo en el Congreso el día posterior, puede dar alguna esperanza. Se instaló el tema y el gobierno sintió el golpe, tuvo la tentación de partidizar incorrectamente. Habría que ver si el cine argentino en conjunto tiene ese consenso social: más bien se nos mira con desconfianza. 

Por más que en su extensa carrera han tenido altibajos, en general en esta revista miramos con confianza las películas de Raúl Perrone y José Campusano, cineastas argentinos que ya son como instituciones. COMBO15, la nueva de Perrone, continúa su búsqueda y su método. Podríamos decir que es un vanguardista pobre, que no es lo mismo que un pobre vanguardista. En sus películas existe ese eco histórico pero aplicado en un lugar y un tiempo específicos: matizado y filtrado por su experiencia y sus recursos. 

Esta historia de tres pibes que duermen en la calle y hacen unos pesos con algunos encuentros sexuales escapa de cualquier convención estética previa por fuera de la obra de su propio director. Sus recursos son muchísimos, variados, muchas veces inconstantes, y ya no vale la pena preguntarse, a esta altura, si nos parecen “feos” o “lindos”. Son sólidos en sí mismos, dentro de una carrera tremendamente tenaz. En este caso, hay sobreimpresiones que giran por la pantalla como si fuera una película dadaísta; también esas imágenes se aceleran o se ralentizan, dependiendo el ánimo; hay largos recorridos filmados con una gopro; esa misma cámara -con su ojo de pez tan característico- sirve para deformar los rostros de los protagonistas, que ni así dejan de ser hermosos.

La película es especialmente insistente en no mostrar sólo una cosa, y en desligar al sonido que, en general, está en otra. Las escenas encuentran su profundidad no en la duración sino en la superposición de elementos. De hecho, cuando la película sólo muestra lo que se ve, falla estrepitosamente: son 3 o 4 escenas con diálogos sincrónicos (algo simpático: se ve el celular grabando lo que suponemos es el sonido directo) que licúan la estatura mítica que se van ganando los personajes. Porque me olvidé: están vestidos de vaqueros toda la película y fuman un pucho atrás del otro como si fuera un western, sosteniéndolo fuerte, dándole pitadas profundas, con un ritmo endemoniado.

Como en casi toda la obra de Perrone, el tiempo y el espacio parecen detenidos. Recorremos obsesivamente las mismas calles que vimos en otras películas, ahora en rollers y con gopro. Las escenas transcurren en un ritmo chicloso, no se encadenan ni se llaman unas a otras sino simplemente se suceden, con un leve nudo narrativo en el medio: uno de los pibes tiene una tía rica a la que parece que es fácil robarle. 

Aunque pareciera que la forma y la manera de hacer avanzar la narración le debe más a la vanguardia o a la modernidad, en realidad la película retoma esa mirada cálida y amorosa de una cierta variedad de películas hechas en los años 30, ya sea en Estados Unidos (Borzage, Wellman) o en Argentina (Ferreyra sobre todo). Películas de gente pobre que se las rebusca y en sus aventuras encuentra texturas y detalles muy particulares, que se parecen a la poesía. Acá hay algunos de esos momentos. Los pibes suelen parar en un bar feo tipo Bonafide, de grandes espejos, luz fría y sillones forrados de blanco; aprovechan para tomar de su petaquita, para disfrazarse y charlar, y hay uno que se cuelga haciendo castillos como de cartas pero con sobrecitos de azúcar: un poco de ingenio para pasar el tiempo en la precariedad. Ese esfuerzo, esa tensión, es el que rodea y subyace a la película. 

Al presentar su nueva película, Territorio, José Campusano comentó que se trataba de un relato hecho a partir de las experiencias que su hermano mayor le había contado desde pequeño. Es decir, una película que surge directamente desde su hábitat, que respira un aire familiar, y que sale de las entrañas mismas de su cinebrutismo primordial. Su hermano (que efecto raro produce que, al comenzar la película, el primer diálogo sea “¡Campusano!”) es un boxeador retirado que ahora se dedica a entrenar a chicos del barrio, al mismo tiempo que integra el fango de un partido político que quiere tener el dominio del pueblo (no decimos “barrio” porque, aunque se trate de Berazategui, los personajes se refieren a la zona como “el pueblo”, un guiño genial al western que merece nuestro respeto). Tiene un hijo que le trae muchos problemas, una mujer de la que sigue enamorado -aunque ella no quiere saber nada con él- y un padre que siempre lo espera en la puerta de la casa para escuchar sus problemas y aconsejarlo con parquedad y sin sentimentalismos. Los conflictos surgen por todos lados porque no hay una sola zona en la vida de este personaje que no contenga la posibilidad de un estallido. Todos en algún momento lo quieren engañar, lo atacan, lo tienen en la mira. La principal razón de sus problemas es que es un hombre de códigos en un mundo que ya nos los tiene. Incluso ni siquiera puede hacer que su hijo comprenda esa pequeña pero vital enseñanza. La filiación es un tema claro de la película, y esta imposibilidad de transmisión de sabidurías de generación en generación revela la degradación de las relaciones en una comunidad en la que ya no existe el respeto. La política, el deporte, la amistad, el amor: todo se ha vuelto una excusa para el egoísmo y un campo de batalla en el que solo sobreviven los peores. 

El relato de Territorio alberga todo estos mundos como si se tratrata de una de esas subtramas gordas de The Wire. Además de sus lazos con el western, la película contiene algo del desencanto característico de cierto cine americano de los ‘70, que tenía de protagonistas a algún personaje que ya no estaban en sintonía con su tiempo. Pienso, por ejemplo, en el policía retirado de The New Centurions, de Richard Fleischer, cuya percepción del mundo lo dejaba completamente fuera de los nuevos códigos que se manejan en las calles. Pero este Campusano que protagoniza Territorio no se deja caer por el pesimismo reinante. De vez en cuando tiene alguna alegría, se hace nuevos amigos y hasta encuentra el apoyo del hijo que no tuvo pero le hubiera gustado tener, ese joven boxeador que se tienta por el mal, pero es lo suficientemente valiente como para pedir perdón y reconocer su equívoco. En esos lazos débiles se aferra este personaje, resistiendo con sus mejores golpes para evitar el knock out. (Hablando de boxeo, Campusano filma las peleas con un gran sentido del espectáculo. En un momento hasta prueba un extraño dispositivo, muy deudor de Toro Salvaje, que le brinda a Territorio una particular ambición que venía faltando en sus películas anteriores). 

Por lo general, en su cine las conclusiones no existen. Los relatos suelen quedar abiertos, acercándose así a una idea de realidad sin condicionamientos. Aquí, sin embargo, ese final se siente, por primera vez, premeditado y con una certera sensación de cierre. La escena final se debe encontrar entre lo mejor de su filmografía. Los hijos y los padres, unidos finalmente, sentados en la puerta de su casa, compartiendo un mate, esperando un nuevo round mientras el pueblo, frente a sus ojos, les entrega un extraño momento de calma.

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