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BAFICI 2024 – Al final de la escapada (07)

Por Lucas Granero y Maui Alena

Buenos días. Hoy les proponemos alejarnos de lo nuevo y descubrir algunos rescates de películas argentinas que se estuvieron proyectando (incluso por primera vez en décadas) en esta edición del festival. 

En los tres cortos de Eva Landeck que se mostraron por primera vez desde su estreno en esta edición del BAFICI, se prefigura claramente a la cineasta que en poco tiempo estrenaría su obra maestra, Gente en Buenos Aires. Hay en todos ellos una temprana preocupación por retratar los miedos y frustraciones de jóvenes que circulan por la ciudad llevando una carga de expectativas incumplidas sobre sus hombros, todos ellos queriendo alcanzar algún tipo de meta que puede ser tan simple como superar los celos o más difíciles como buscar trabajo. Es notable como la complejidad temática va creciendo corto a corto, acompañada de una ambición formal que se torna cada vez más personal. 

Entremés, el primero de ellos, de 1966, es tal vez el que menos logra escapar de su espíritu de ejercicio. Es la historia de un hombre inseguro, que cela a su pareja actriz, quien participa en una obra en la que debe besar a su coprotagonista. El hombre no puede tolerar ese momento, lo atormenta en secreto. Maneja sus impulsos como puede, pero su incomodidad es notoria. El hallazgo del corto es que contiene lo que debe ser una de las primeras representaciones de una pareja homosexual en el cine argentino, porque los celos del hombre se ven infundados cuando se entera de que el actor que comparte escenario con su novia también tiene en la sala alguien que lo espera: su novio, del que sale del teatro abrazado. El corto tiene algo de didactismo en su revelación final, como si se tratara de un cuento moral con enseñanza. 

El segundo ya propone algunos desafíos interesantes. Horas extras es la historia de un joven (de vuelta Arturo Maly, que ya hacía del novio celoso en el anterior), que trabaja en una estación de servicio arreglando autos. No parece tener vida por fuera de esas ocho horas. Termina la jornada y vuelve a su casa, donde lo espera un panorama impávido de su futuro próximo: un padre a punto de jubilarse, totalmente vencido, y una madre que le reclama su llegada tarde a la casa, que le pide que cene, que le dice que salga, que mejor se vaya al bar a tomar algo con sus amigos. Y así lo hace, más con ganas de escapar de ahí que por tener una genuina necesidad de relajarse. Pero la fuga de esa realidad va a llevarlo hacia caminos impensados. Unos amigos lo obligan a participar de un robo que termina saliendo mal, con él siendo perseguido por la policía. Aquí Landeck utiliza por primera vez un método que será extremado en su obra siguiente: la fantasía como evasión de la realidad, dispersiones que terminan atacando la lógica cotidiana que retratan sus historias y que aluden a una urgencia que tienen sus personajes por hacer un tajo en el medio del paisaje alienante que son sus vidas. Por eso, cuando el personaje finalmente se despierta de su sueño criminal y su vida deja de ser una película, la desazón es brutal, palpable. La ciudad, ese fondo gris lleno de gente que va de acá para allá, funciona como paisaje ideal para la digna tristeza de los seres de Landeck, que se pasean por las calles de Buenos Aires con sus emociones encima. Uno tiene la sensación de que su cámara podría ubicarse en cualquiera de ellos y regalarles el don de una breve fantasía, un espacio en el que pueden ser aquello que no se animan a ser. 

Todo esto se expande en el último corto del programa, y tal vez una obra maestra secreta de este BAFICI, El empleo, de 1968. Aquí ya aparece Irene Morack, hija de Landeck y protagonista de Gente en Buenos Aires, por lo que las similitudes con aquella son muy evidentes, a punto tal que podemos llegar a pensar a este corto como una suerte de precuela de su ópera prima. Inés se queda sin trabajo y debe encontrar uno con urgencia, porque el miedo de tener que dejar la ciudad y volver a su pueblo es constante y le pesa a todas horas. Una amiga le avisa sobre la posibilidad de uno, pero nada es tan sencillo. Un viaje en subte se transforma en una procesión por las profundidades de Buenos Aires que no tendrá buenos resultados. Esa secuencia, algo único en el cine argentino (¡y lo desconocíamos hasta hace días!), puede tomarse como una pequeña desviación del relato original y hasta asumirse como otro corto totalmente independiente dentro del que ya estamos viendo, tantas son las posibilidades que contiene. El subte se para entre estaciones y ella, apremiada por el apuro, decide ir caminando hasta la próxima estación en compañía de una pequeña brigada de hombres. “Cinco cuadras”, dice el empleado del subterráneo, cuando le preguntan cuál es la distancia hasta la salida. El desafío parece sencillo. Sólo hay que caminar por el costado de las vías, a paso lento, e ir tanteando la pared en la cuasi oscuridad. Cada uno de este pequeño grupo de exploradores se toma la aventura a su modo. Uno asume el papel de capitán, otro canta un tango, otro se enamora de Inés. Se forma un mundo en esas cinco cuadras, y nos da la sensación de que podríamos estar viéndolos caminar hasta la última estación de subte y más. Pero la realidad, como siempre, hace su ruinosa aparición. Nada del esfuerzo que Inés hizo para ganarse ese puesto tiene su mérito. No hay chance. La imagen de sus padres despidiéndola en la estación de tren del pueblo del que proviene aparece como una puñalada, el poder de síntesis de Landeck para el armado emocional de sus personajes es contundente, preciso. No hace falta nada más para entender la desazón que sacude a su personaje. No solo es la posibilidad del retorno sino la angustia del fracaso y tener que mirar sus padres a los ojos sabiéndose perdedora. Por eso, una vez más, es mejor darle rienda suelta a la proyección fantasiosa. El final de El empleo es tan violento como esperanzador. No le regala a su protagonista la mentira de un final feliz pero si puede obsequiarle la tranquilidad de la huida hacia zonas menos crueles. En un mundo que se torna cada vez más denso e inhumano, no parece poca cosa.

El sábado pasado, como una plantita que nace en el medio de una catástrofe nuclear, el Museo del Cine de Buenos Aires tuvo su primera proyección pública en 35mm en el marco del festival. No puedo decir que fue un evento que pasó desapercibido porque la función fue a sala llena con entradas agotadas, pero me animo a asegurar que la noticia no tuvo ni por cerca la relevancia que merece: en un contexto donde todo es recorte, cierres y malas noticias (lo que nos lleva a pensar que el reclamo de una Cinemateca Nacional queda cada vez más lejos), una institución pública proyectó títulos de su acervo en 35mm por primera vez. 

Créditos: Marina Sapriza

La proyección en cuestión fue un doble programa dedicado a Rodolfo Kuhn, conformado por uno de sus primeros cortos titulado Pinamar (circa 1956) – proyectado en digital gracias a un escaneo 4K realizado en el museo con un scanner construido por el mismo equipo del Museo – y de la proyección en 35mm de Los inconstantes (1963), segunda película de Kuhn. Pinamar, un corto silente casi amateur de Kuhn que hasta muchas veces no es ni siquiera incluida dentro de su filmografía oficial, es una película que está hecha por imágenes libres y hermosas de la ciudad de Pinamar en lo que pareciera ser una vacaciones del director en los años 50s y que funciona perfecto como antesala de Los inconstantes que transcurre en Villa Gesell y con la que comparte muchas ideas estéticas y formales. Sobre los Los inconstantes sólo marcaré un par de cosas: primero valorar nuevamente el hecho de que se haya proyectado en una copia en un magnífico estado que a muchos nos dió la posibilidad de verla por primera vez ya que decidíamos pasar de las paupérrimas opciones que habia para verla; segundo, que es una película enorme con ideas visuales extraordinarias. De a ratos comedia social, de a ratos película de misterio adolescente con temática de aldea embrujada, cuenta un casting que va desde los chicos “bien” de zona norte a los que Kuhn nos tiene acostumbrados hasta primeros planos caras que nos remiten a trabajadores del campo de Ford o Dovzhenko, y que sirve a nivel temático y estético para completar la primera década de la filmografía de Kuhn (si me apuran con el entusiasmo que aún guardo, me animo a decir que es la mejor de esos años)

Créditos: Mariana Sapriza

No tengo duda alguna que si la sala del Museo existe hace un año, y está en constante crecimiento, se debe pura y exclusivamente al equipo de trabajo del Museo, que sin abandonar el reclamo por los constantes descalabros institucionales y escasez de recursos en la que se encuentran hace años, nunca deja de trabajar por el cine. Quizás ahí esté un futuro o camino posible a seguir, en una institución que se mantuvo viva y creció todos estos años gracias a las personas que la conforman y que no tengo duda que cuando vengan años mejores (que vendrán) estará preparada para pegar un salto. Por ahí entonces la respuesta a ¿qué hacer? está en el equipo del Museo, que vive como una familia que se protege, crece, y se forma mutuamente, que gracias literalmente a las manos que el sábado pasado enhebraron la película que vimos, el Museo no dejó ni de existir o de crecer en muchos años de contextos adversos. Un equipo que sin nunca dejar de reclamar las condiciones de trabajo e institucionales adecuadas, no deja de hacer cine y no convierte los motivos por los que no deberían poder hacer las cosas en excusas para no hacerlas. Por último (y más importante) remarcar que, debido al éxito de la proyección y las entradas agotadas, el Museo del Cine repetirá la función el sábado 11 de mayo con invitadxs especiales.

Esto es todo por hoy, amigxs. Les recordamos que mañana nos manifestamos en el INCAA, reclamando la reincorporación de todos los despidos y en contra del achique y cierre del Instituto.

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