Por Lucas Granero
La enumeración que sigue la hace la propia María Villar al inicio de La vendedora de fósforos pero bien vale la pena repetirla, aunque quizás algunos elementos falten o otros se sumen (perdón, la memoria de estos días se presta a estas confusiones): el burro de Al azar Balthazar, la pianista argentina Margarita Rodríguez, el compositor de música concreta alemán Helmut Lachenmann, un paro de transportes, el montaje de una ópera basada en el cuento de Hans-Christian Andersen de la que la película toma su nombre, una mujer que trabaja como asistente de la pianista, un hombre que se encarga de dirigir la puesta de la ópera y, finalmente, la hija de estos dos últimos componentes del combo, que será el verdadero nexo entre todo lo anteriormente nombrado. Es una lista larga a la que no cualquiera se le animaría. Pero Alejo Moguillansky, como ya lo demostró en El loro y el cisne, cuenta con la valentía necesaria para sacar de toda esa red de películas posibles una obra única que las incluya a todas y, aún así, no cerrarle la puerta a ninguna. Lo suyo es de un oficio extraño y casi en peligro de extinción, uno que piensa al acto de hacer películas como el resultado de miles de circunstancias que se van presentando en la vida, una vida, justamente, a la que no se la puede separar del cine porque ya están unidas en una simbiosis imposible de despegar.
El trabajo de Moguillansky con esa lista de materiales tan heterogéneos es el corazón de La vendedora de fósforos. Todo se va sumando y en esa acumulación constante la película encuentra siempre nuevas formas de invención. La naturaleza de las imágenes responden siempre a la urgencia del momento del que fueron arrebatadas y por ello nunca aparecen disfrazadas sino que más bien quedan expuestas en su más valiente fragilidad. Del registro de los ensayos de la ópera en el Teatro Colón, de la que el relato se empapa de una actualidad demasiado ruidosa para evitarla (la música de la resistencia es el nombre de uno de los tres capítulos que la componen), se toman elementos que afectarán definitivamente el devenir de los personajes de Maria Villar y Walter Jakob. El paro de transportes, sin ir más lejos, servirá como una excusa ideal para la unión entre todos los personajes en una última escena brillante que contiene el que tal vez sea el diálogo más hermoso que escucharemos durante todo este BAFICI. Se trata de la conversación que Margarita y Helmut, ambos músicos, desarrollan en torno al alcance de sus trabajos y las implicancias del arte en la vida de las personas. Preocupado por la forma en la que su obra fue comprendida en el contexto de la RAF (sumar a la lista: cartas de un pasado guerrillero), Helmut recuerda que sus compañeros de lucha cuestionaban la utilidad práctica de su trabajo. ‘Yo creo que mi música es provocadora’ le dirá el compositor a Margarita, quien le responderá diciendo que no, que lo suyo no es más que un juego de niños. En ese debate algo trasnochado se encuentra la que acaso sea la verdadera preocupación de Moguillansky: ¿qué sentido tiene hacer películas en un mundo que se cae a pedazos? ¿cuál es la posibilidad de encontrar algo de belleza en un contexto en el que hay demasiadas preocupaciones? Probablemente la respuesta se encuentre en algo que los personajes no ven pero que la pequeña Cleo, mantiene como un tesoro bien guardado: cosas tan felices como La Vendedora de Fósforos sirven, al menos, para que los niños sueñen con Al azar Balthazar.
Algo similar es la tarea que Rita Azevedo Gomes lleva a cabo en su magistral película Correspondencias. Que lo suyo es siempre una tarea fina ya lo sabemos: cualquiera que haya visto algunas de sus películas en la retrospectiva que el festival le dedicó hace unos años sabrá que lo de la directora portuguesa es de otro orden. Correspondencias, sin embargo, no se parece en nada al resto de su obra. La vitalidad de esta película es tal que no estaría mal pensar que se trata de un nuevo punto de partida en su trabajo. Tomando como base las cartas que los poetas portugueses Jorge de Sena y Sophia de Mello Breyner Andresen se enviaron asiduamente durante casi veinte años, Azevedo Gomes construye una película que también se nutre de una materialidad heterogénea, mezclando diversos formatos de video, fílmico y superponiendo planos y personas que están siempre acompañados (aunque tal vez sería mejor hablar de posesión) por la omnipresente voz de los poetas, cuyas palabras replican en pequeñas escenas que se van acumulando sin ninguna relación particular excepto la de traerlas del más allá, que acaso no sea otra cosa que ese exilio que De Sena experimentó durante toda su vida.
Una pequeña niña preguntará al comienzo de la película ¿dónde queda exilio? Una lectura posible de Correspondencias podría ser la de la imposibilidad de poner en escena esa ausencia. En efecto, la película vuelve evidente su intención de mostrar diversas formas del desarraigo y sus efectos implacables, en los que se mezclan evocaciones y nostalgias varias. Las palabras de los poetas se transforman así en una guía ineludible y la tarea de Azevedo Gomes es poder trasladar la potencia de las mismas a imágenes igualmente potentes. Así, muchas veces las imágenes se vuelven textos y los textos, imágenes. Cualquiera que haya visto la película recordará especialmente un momento en el que los reflejos de un vidrio funcionan como un lienzo natural sobre el que dos imágenes se superponen sin necesidad de montaje alguno hasta que convergen en una sola. Es un reverso particular de una operación similar que se repite constantemente en el que varias imágenes se posicionan una encima de la otra de la misma manera en que lo hacen en la última película filmada por Nicholas Ray, We can’t go home again.
Pero no se trata de una operación de traducción, sino más bien de una que intenta trasladar la experiencia múltiple de la lectura de esas cartas y todo lo que de ella deviene: los subrayados sobre el texto, las notas al margen que habilitan la posibilidad de digresiones, las ideas que aparecen y se van…Es como si Correspondencias se basará no en un libro, sino en las ideas que muchas personas dejaron plasmadas sobre ese libro y por eso mismo la presencia de varios amigos de la realizadora se vuelve fundamental para comprender la naturaleza del proyecto, que más que tratarse de una obra personal busca celebrar la construcción colectiva del cine.
Casualmente, en una de las introducciones que Rita Azevedo Gomes y Álvaro Arroba hicieron antes de la proyección, el crítico español sugirió que Correspondencias no tenía tanto que ver con la obra previa de la realizadora sino que se relacionaba mejor con los libros que ella se dedica a editar. Desconocía que ella tuviera que ver con esas ediciones tan cuidadosamente elaboradas que la cinemateca portuguesa pública, pero al ver algunas páginas en internet queda claro que la comparación es válida: calcos que se superponen uno sobre otros develando nuevos significados, imágenes que hablan encima de otras imágenes, todo un mundo que se revela expandido, agrandado en todas sus implicancias. Un cine que se reinventa a cada vuelta de página.
En uno de los tantos arrebatos que se manifiestan en ORG, la mítica película de Fernando Birri que volvió a la luz en esta edición del festival, aparece Jonas Mekas diciendo que el cine se hace poniendo la cámara en tus amigos y en las cosas que amás. 50 años después es esa misma idea la que le da un sentido a todo esto.