Por Lautaro Garcia Candela
La escena ya forma parte de la cultura popular: Ethan Hunt cuelga de un hilo en el salón donde se encuentra la computadora más importante del mundo (o de la CIA, para la película es lo mismo). Ya pasó una hora y media de Misión imposible y la trama tuvo idas, vueltas, desvíos, falsificaciones. Es casi imposible prever quiénes están de un lado y quiénes del otro. Sin embargo, toda la atención está puesta en un espacio minúsculo. En el salón (todo blanco, futurismo retro) hace calor y Hunt está transpirando. Una gota de sudor se desliza lentamente de su frente a los anteojos y de allí recorre toda la superficie vidriada, a punto de caer al suelo. La consecuencia sería que (empezar a leer sin respirar en el medio) suenen todas las alarmas y no poder conseguir el diskette que tiene que venderle a una vendedora de armas que tiene el contacto del topo que se infiltró en la CIA y mató a todos sus compañeros y lo dejó en un limbo legal en el cual ya no forma parte de ninguna institución estatal (ahora sí, respiración). En ese momento el universo se condensa en una gota de sudor. Un elemento, dispuesto azarosamente, expresado en el plano físico, con la posibilidad de derrumbar todos los planes previamente pensados y ejecutados. Las imágenes se suceden y dan cuenta de la soledad del personaje, de su desamparo vital. Todo depende de ello y lo demás en ese momento se borronea. Hunt logra estirar la mano para retener la gota y finalmente cumplir su misión.
La saga de M:I abunda en situaciones así y no es casualidad. Cada una de las películas logra suspender el argumento -entendido como carga, lastre, obligación- para dedicarse a una tarea abstracta como lo es simplemente desplazarse de un lugar a otro (o impedir ese desplazamiento). ¿Qué otra(s) película(s) logran balancear todo un aparato de dramaturgia pesadísimo y un poco banal con la aparente levedad del gag cómico/físico y artesanal? ¿Cómo hacen estas películas para cambiar de director, de guionista, de personajes secundarios y seguir manteniendo esa delicada relación entre la convención (Cruise tiene las one-liners, tienen que sonar la melodía de Lalo Schifrin, todo debería resolverse con uno o dos segundos de margen) y la novedad?
La primera Misión imposible se estrenó en 1996 y tuvo una suerte dispar. Fue un éxito descomunal de taquilla y gracias a ello De Palma pudo seguir filmando, pero su recepción crítica fue bastante mala. Parece que había desconfianza en los blockbusters y en su director, que todavía no era un auteur más allá del bien y del mal.
La película está estructurada en tres actos/misiones bien delineados geográficamente (cada uno en una ciudad distinta), algo que se mantuvo en todas las secuelas siguientes; lo mismo sucedió con varios temas depalmianos: la puesta en escena dentro de la película, el engaño, el asesinato que los personajes pueden ver sin la posibilidad de impedirlo. Ethan Hunt ve morir a todo su equipo en la primera misión y sobre esos momentos se vuelve todo el tiempo para tratar de entender la naturaleza del hecho.
De Palma en esta primera película (pero podría decirse de John Woo, de Brad Bird y de Christopher McQuarrie) logra la contracción y la expansión del mundo a su antojo, privilegiando el fenómeno físico sobre la psicología de los personajes. No hace juegos con la percepción del espectador, tratando de ser lo más honesto posible en su trabajo: el movimiento (y su adrenalina) es algo que puede inferirse a partir de un fenómeno físico que sucede frente a nosotros y no a partir de la confusión que provoca un movimiento frenético de cámara. Cocteau decía: “¿Por qué seguir con la dolly un caballo en movimiento si eso lo hace parecer quieto?”. Como ejemplo ver la escena final, la del helicóptero dentro del túnel persiguiendo un tren.
Me doy cuenta que no tiene sentido describir las minucias de la historia sino las constantes y las variables de la película con sus anteriores. Así que seguimos. En la segunda entrega, dirigida por John Woo, año 2000, vemos por primera vez a Ethan Hunt sintiendo algo, aunque la relación con su compañera espía-ladrona parece ser fría y canchera, casi una competencia por ver quién se luce más. Hay una trama un tanto más melodramática y un enemigo que es análogo al protagonista, no sólo por el parecido físico y actitudinal, sino simplemente porque quiere a la misma chica. Aquí es todo excesivo: movimientos circulares de cámara, nu-metal al palo, palomas en todos lados, ralentis eternos.
Hacia el final, después de mucha persecución, el bizarro Ethan Hunt e Ethan Hunt están a punto de chocar frente a frente, cada uno en una moto increíble. Este tipo de situaciones son clásicas en el así llamado cine de acción y son una prueba de constancia, de inconsciencia: gana el que más aguanta arriba del vehículo. El que, asustado ante la perspectiva de chocar, salta, es el perdedor. De alguna manera la película se ocupa de castigarlo. Pero aquí, como en todo el reino de M:I no importa tanto quién es más valiente sino que todo está en función de la explosión, del efecto que sin ser inmediato (vacío, caprichoso) es a todas luces voluptuoso. Ambos saltan de sus motos y ellas siguen su camino, sin conductor y explotan arriba de los agentes, que chocan en el aire para seguir su pelea. Es la síntesis perfecta entre el fuego artificial y el avance narrativo (de la persecución a la pelea final).
La tercera, dirigida por J.J. Abrams, año 2006, es la más convencional. Le adosa motivaciones a Ethan Hunt por duplicado: el malo, interpretado por Philip Seymour Hoffman, mata a su aprendiz y secuestra a su novia. Eso le aporta a la película una cuota de sentimentalismo que las anteriores desconocían. “Ahora es algo personal”, parece decir Hunt, presentado como un buenazo que quiere una vida normal con su nueva esposa. Abrams, debutante en la dirección de cine después de haberla pegado con Lost, hace algo totalmente imperdonable: una elipsis en medio de una misión. Hay que entrar a un edificio en China que tiene lo que ellos buscan. Lo más lógico en esta saga es siempre entrar por arriba, con alguna acrobacia. Cuando Hunt, gracias a unas distracciones, y luego de patinar por la superficie vidriada de un edificio arquitectónicamente ultra-moderno, logra entrar, no vemos lo que sucede adentro. Lo siguiente que vemos es cómo sale. Quizás apremiado por el tiempo, Abrams prefirió suprimir esa parte, pero el mayor desafío hubiese sido superar el tedio que supone ver otra persecución/misión. ¿Cómo? Subiendo la exigencia, haciendo todo aún más difícil y más imposible. Su mayor descubrimiento fue el haberse quedado a observar detenidamente cómo corre desesperado Tom Cruise por las calles de China.
Ésta es la última película que echa mano a subtextos más complejos para impulsar la investigación. En la primera fue un enigma bíblico, en la segunda un mito griego y ahora es una superstición popular, la de la pata de conejo. Las siguientes entran en otro terreno, uno en el que la propia simbología de la saga alcanza para explicar y llenar el universo en el que viven los personajes. Misión: imposible se vuelve autosuficiente.
Brad Bird también era un rookie. En realidad había dirigido películas de animación: Los Increíbles y Ratatouille. En Misión imposible: Protocolo fantasma (sin el número) hay cierta alegría e inventiva que podría desprenderse de la libertad que supone el cine de animación. Las misiones son delirantes y todas salen un poco mal. Es como si ante un problema buscaran la solución más difícil, es decir, la más vistosa. O la más musical, incluso, reconociendo la filiación (más poética que de método) con el cine de Busby Berkeley: la película comienza con el escape de Ethan Hunt de una cárcel rusa y en un momento, porque sí, empieza a sonar “Ain’t That a Kick in the Head” de Dean Martin (estamos a un grado de separación de Jerry Lewis y el súper set de The Ladies Man, pero ya me estoy enrulando mucho). Los presos, a las piñas contra los guardias por su libertad, parecen estar bailando la canción.
En otra misión, en el Kremlin, para avanzar por un pasillo y evitar la mirada del guardia que está en uno de sus extremos, Benji y Ethan Hunt extienden una pantalla que ocupa todo su campo visible, cubriendo del techo hasta el piso. Con ella van avanzando mientras una máquina escanea en tiempo real el movimiento de su iris para proyectar lo que él vería, en perspectiva, mientras ellos van avanzando con la pantalla delante hasta llegar a la puerta que tienen que abrir. Todo funciona bien pero cuando se suman más espectadores (más guardias despistados) la máquina se vuelve loca. Podría ser una metáfora sobre el cine y su puesta en escena, pero no hay nada más impermeable a esas figuras retóricas que Misión imposible. La tecnología se pone al servicio de la magia: una distracción, una simulación de que no pasa nada, mientras por debajo algo se está gestando. Hay que ser un poco espectacular pero también discreto, siempre en función del efecto final.
El sentimentalismo para Brad Bird se resuelve en un plano-contraplano, más acorde al laconismo de Hunt/Cruise. Al final de la película, en la clásica cerveza de despedida del team luego de la misión, vemos que Julia, su mujer, no había sido asesinada, y que era toda una maquinación de Cruise para que no la molesten. Se miran, se sonríen, y siguen sus vidas.
Las dos siguientes con Christopher McQuarrie podrían ser vistas en tándem. Avanzan con la cautela y la angustia de alguien que está a oscuras pero obligado a llegar a un lugar en particular. Tienen una elegancia plebeya, de novela negra. De alguna manera funcionan como síntesis entre la imaginación desbocada en la puesta en escena (De Palma y Brad Bird) y el ligero humanismo dulzón (Abrams y Woo). No son colorinches ni muy contrastadas, son simplemente sombrías. Están ausentes las set-pieces, escenas que sobresalgan por sobre las demás, pero eso sucede porque todo funciona: en Misión imposible: Repercusión hay por lo menos tres secuencias memorables (el salto HALO, la corrida a través de París, la persecución de helicópteros). Todos parecen estar en la sintonía de Tom Cruise, apesadumbrados, un cambio más abajo.
Lo novedoso en estas dos películas es la repetición de los adversarios: una organización secreta, hijo descarriado de un programa cancelado de los servicios ingleses de inteligencia, llamada El Sindicato. El cabecilla es Solomon Lane, un anarquista trasnochado que considera que estamos muy cómodos en el mundo así como está y que si genera catástrofes naturales (epidemias) y guerras entre naciones, la raza humana se fortalecerá. De todas maneras, nadie parece muy interesado por sus ideas.
¿Cuál es la esencia de la saga? ¿Es posible pensar en avance y retroceso película a película? Sería necio, incluso mezquino, pensar que hay una esencia única. Cada una de las películas expresa cierta poética personal verificable en la carrera anterior/posterior de cada director. Es en vano encontrar un resto identitario que esté por debajo de toda la serie porque implicaría trazar una línea: ésta sí, ésta no. Ese esencialismo incluye una cierta dosis de fascismo. En cambio, cada uno podría armar su propio cóctel. En vez de pensar las películas como excluyentes entre sí, todas forman un aparato complejo, vivo, contradictorio, que es el cine contemporáneo.
Al verlas todas juntas, se puede hacer una pequeña historia ilustrada de la tecnología, y con ella, del correspondiente fetichismo que trae aparejada. Las primeras películas tenían la obligación de ser ultra-tecnológicas para imponer respeto y expandir el verosímil. Es la fuerza del dinero: mientras más importante sea la IMF (la organización para la que trabaja Ethan Hunt) más importantes van a parecer sus misiones. Pero pronto los gadgets decantaron de lo físico, más aproximados al trabajo de un ingeniero, a todo lo contrario: procesos digitales que son más propios de un programador. Es como si la imaginación se nos hubiese acabado en 1996, con las videollamadas, la geolocalización y los hackeos a distancia. Una costumbre en las M:I es que la misión llegue a Hunt mediante un artefacto inesperado, un tanto inverosímil, y se autodestruya después de 5 segundos. Después de la segunda o la tercera, ese ritual no puede ser sino bajo el signo de la autoconsciencia, que McQuarrie asimiló con cierta elegancia. De hecho, la última de la saga podría pensarse como vintage: la misión llega en forma de un rollo de Súper 8. Incluso el principal McGuffin es una bomba atómica (!).
La única tecnología que se repite en todas las películas y es a fin de cuentas la más icónica es la que permite construir máscaras para suplantar la identidad de cualquier persona. Mediante una especie de impresora 3D es posible reconstruir otro rostro, con las cuerdas vocales incluidas. Esto pone en cuestión cualquier estatuto de la imagen, incluso antes de lo digital y la pérdida total de la indicialidad: este personaje que estamos viendo puede ser ese o cualquier otro. Es una ayuda indudable para el guionista que quiere dar un plot twist, pero lo más interesante sucede cuando esa impresora se rompe y los agentes tienen que salir directamente a actuar, confiando que las personas que van a encontrarse no hayan conocido personalmente al reemplazado. Ahí, en Misión imposible: Protocolo fantasma y Misión imposible: Repercusión las misiones revelan su verdadera naturaleza, que no es la del plan trazado como un robo o como persecución, sino como obrita de teatro. Los agentes se sienten cómodos como actores.
Cambiando radicalmente de tema, hay algo realmente apasionante y para nada limpio en la organización del fútbol mundial: la elección de las sedes para la Copa del Mundo. Para los mundiales de 2018 (Rusia) y 2022 (Qatar) se probó que hubo incentivos económicos ilegales a algunos países para conseguir el voto. No es casual que estos países estén haciéndose un lugar entre los más poderosos del mundo. Organizar un evento así es una prueba de las propias capacidades y un lavado de cara a la vez. Alojar una aventura de Misión imposible puede ser algo análogo. Ethan Hunt va donde haya dinero y ahora las ciudades se pelean por recibirlo, a fuerza de facilidades para filmar y co-producciones. Es casi un commodity. Un poco de historia: Misión imposible 2 termina en Sidney, que al momento de su estreno era la sede de los Juegos Olímpicos; Misión imposible 3 pasa por Berlín (un año antes había asumido Ángela Merkel), el Vaticano (recién llegado Benedicto XVI), y termina en Shangai (coronando el crecimiento exponencial de los 90); Misión imposible: Protocolo fantasma pasa por el Kremlin, por Dubai (el nuevo rico) y termina en la India (otro país emergente). Los caminos del verosímil hay que seguirlos en la página de “internacionales” del diario.
Otra suerte de comentario geopolítico en la saga M:I es la organización de los villanos en cada una de las películas. Cada vez es más vaga, y Ethan Hunt está muy poco interesado en ellos. Ni escucha el “manifiesto” que tiene El Sindicato en Misión imposible: Repercusión, no intenta entender sus pretensiones (para eso están los villanos súper intrincados de las películas de superhéroes). Siempre hay un comentario en las películas del estilo: “Si no es éste, va a ser otro”. Son intercambiables. Ya no hay verdaderos enemigos externos en el mundo occidental: habría que buscar en la presidencia de Estados Unidos para encontrar uno.
Incluso podría pensarse que mientras más incorpóreo sea el enemigo mejor es la película. No hay que pensar en tal o cual idea política, porque eso distraería de lo que más importa: los mayores desafíos de la saga son físicos. Perseguir un helicóptero desde otro helicóptero. Correr por los techos de París en línea recta. Formar un péndulo entre un edificio y otro poniendo el eje en otro edificio, que está en el medio. Dependiendo de la arquitectura de los edificios (vidriada y lisa en Dubai y Shangai; o compleja y con recovecos como la ópera de Viena o la mansión de un magnate indio en Bombay), la forma de encarar la misión cambia. En el primer caso es necesario que Ethan Hunt se cuelgue de lugares imposibles, pase mucho tiempo en el aire y hasta cambie su eje para caminar de manera horizontal. En el segundo caso, en cambio, hay que privilegiar la discreción y la elegancia.
Y toda persecución pasa, en realidad, por una cuestión de escalas. ¿Cómo enfrentar a un tren con un helicóptero? ¿Un barco contra un camión blindado? ¿Una camioneta contra una moto? Es un desafío para alguien que combine saberes arquitectónicos, ingeniería, creatividad, imaginación visual y humor: un cineasta.
Ethan Hunt tiene una inteligencia de corto alcance, práctica antes que analítica. Cuando el plan se pone muy conceptual, sabe que improvisando algo se le va a ocurrir. Incorpora el imprevisto, lo disfruta. Lo que no era un problema en las primeras películas ahora empieza a serlo: desde arriba exigen planes más elaborados, mensurables, en los que esté todo controlado. La CIA, que depende del poder político (entrevistas con el presidente incluidas), está siempre al borde de disolver su área pero termina perdiendo por su corrupción intrínseca -causa de su segmentación-. En cambio nuestro agente es artesanal. Eso podría ser una idea política ante la híper-profesionalización del mundo post-capitalista. En el equipo de Ethan Hunt, todos hacen todo: Benji, originalmente hacker, nerd de las computadoras, ahora pasa al trabajo de campo. No existe tal cosa como un especialista.
Azar, planificación y engaño se van intercalando en estas películas hasta uno o dos segundos antes de la resolución del problema. En ese momento hay muy pocas probabilidades de que todo termine bien y sin embargo es lo que sucede. Un poco más machucado, pero Hunt siempre sale victorioso, salvando el día, demostrándole al mundo que sigue siendo necesario. En ese camino suceden algunas casualidades que ponen en duda el verosímil. Ciertos clichés se hacen visibles: el cronómetro que aprieta pero no ahorca, los mil disparos que no llegan a ningún destino. Alguien podría notar el truco y los espectadores actuales están acostumbrados a detectarlos. No sienten el placer de ver balanceado lo esperable y lo sorprendente. Las películas llenas de guiños, referencias, metalenguajes han moldeado otro tipo de espectador. Que no se malinterprete: la nouvelle vague, por poner un ejemplo, también echaba mano a esos recursos. Pero ello iba en contra de la espectacularización del cine: obligaba a desautomatizar la mirada, a preguntarse por las formas preestablecidas, a buscar nuevos horizontes. Y la parodia era amorosa. Todo lo contrario a, digamos, Deadpool, que se pretende más inteligente que las demás películas de superhéroes. Sus miradas a cámara se presentan como desconfiadas y desafiantes, pero lo único que hacen es automatizar la des-automatización conseguida. Parodiándolo, afirman el horizonte de una película standard de Marvel.
M:I desanda ese camino, haciendo más sofisticada su narración película a película, pensando no de manera conceptual sino de manera pragmática. Vuelve a pensar en tiempo y espacio, materiales incorruptibles, en vez de perderse en una vaga intertextualidad. No reniega de ella, pero no es su principal recurso.
Y hay que llegar inevitablemente a la figura de Tom Cruise. Un dato personal: sus dos esposas y todas sus novias trabajaron con él al momento de la relación. De las más conocidas es Nicole Kidman, con la que adoptó dos hijos y de la que se separó apenas terminado el rodaje de Ojos bien cerrados, de otro obsesivo, Stanley Kubrick. No quiero entrar en interpretaciones psicológicas, pero podría decirse que es alguien que no separa bien el trabajo de su vida personal. Tampoco podemos dejar de decir que es principal financista y promotor de una religión, la Cienciología, que predica que los seres humanos somos inmortales, sólo que nos lo olvidamos y que hay que recuperar la memoria a base de estudio. Allí sus obsesiones: el trabajo (la imposibilidad de separarlo del ocio) y el paso del tiempo. ¿No se podría decir lo mismo de Ethan Hunt? Pese a esas obsesiones tan humanas (o gracias a ellas) no terminan de ser totalmente simpáticos ni el actor ni el personaje. Pareciera que no tiene sentido del humor y que se toma todo en serio; incluso en sus parodias (Austin Powers y Tropic Thunder) hay algo raro. Vean esos videos. Su rictus es siempre serio y su código de lealtad parece corresponder más al de una obligación del guion que a una preocupación verdadera. Todo eso tiene su sana contraparte: nada de demagogia. Todas las personas que trabajen con él tienen que tener el mismo nivel de auto-exigencia y constancia. Cruise tiene la edad de mi padre y se tira de un avión a siete kilómetros de altura para conseguir un plano que sea pregnante, novedoso. Parece haber encontrado en Christopher McQuarrie a su ladero fiel.
En 2005, Tom Cruise intentó refundar United Artists ante las perspectiva de seguir haciendo la saga Misión imposible. Luego las cosas no funcionaron por su relación ambivalente con los demás estudios. United Artists es la productora que fundaron Douglas Fairbanks, Charlie Chaplin, Mary Pickford y D.W. Griffith como un espacio de libertad frente a las exigencias de los grandes estudios. Quizás sea una exageración banal pero no me resulta alocado pensar que en algún momento ubicaremos a Tom Cruise cerca de esos nombres.