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40 años con Rocky

Por Lucía Salas

Is not about how hard you can hit, is about how hard you can get hit and keep moving forward.

Rocky Balboa

Hasta hace unos meses (en una visita al staff de esta revista que coincidió con que Creed estaba en cartelera) nunca jamás había visto una película de Rocky. En mi casa eran un tanto intelectuales y el poco cine de acción que se veía era McTiernan, Tony Scott o muy de vez en cuando Spielberg. A veces, como quien se deja decir una pavada, veíamos alguna de Steven Segal por una fascinación que teníamos con ese arte marcial minimalista cuya precisión parecía basarse en la habilidad de conservar el peinado intacto. En mi casa Stallone era un bobo, un yanqui republicano que se dedicaba a hacer propaganda durante la guerra fría, un aparato hípernacionalista al que no se le perdonaba nada porque las películas eran malas. En ese momento no sabía de qué se trataban las Rocky, ni mucho menos que Stallone había escrito la primera película en pocos días basándose en sus fracasos como actor incipiente que había terminado en el porno soft por hambre (y quizás porque su padre le decía que ya que no tenía mucho cerebro, se dedicara a cultivar el cuerpo), ni que su ambición era escribir bien para poder actuar (cuenta la leyenda que la única razón por la cual se hizo famoso fue por insistir en actuar él su propio guión, lo cual hizo que el estudio pusiera la mitad de plata y que los productores tuvieran que hipotecar sus casas), ni que las Rocky eran 7 y se repartían en casi 40 años. O que Stallone está tan obsesionado con Edgar Allan Poe que hace años prepara un proyecto sobre su vida que también quería protagonizar pero decidió dejar de insistir con ese aspecto por carencia de phisique-du-rol, o que tiene varios libros escritos, entre ellos Paradise Alley, una novela de boxeo (o mejor dicho peleas) sobre tres hermanos proletarios que sobreviven un verano en Hell’s Kitchen un año después de terminada la segunda guerra mundial y que ese libro, cambiado verano por invierno, iba a ser la historia de la primera de varias películas en las que trabajó como director (y en la que él iba a interpretar no el papel del hermano mayor boxeador que uno imagina cuando lee la novela, sino el del hermano menor, chanta y adorable perdedor, Cosmo), o que un nacimiento complicado con fórceps es lo que le dejó la mitad de la cara paralizada y por lo tanto el que hizo que Rocky arrastrara la sh en esa muletilla suya que es decir appreciate it, que todas las Rocky suceden en invierno en Filadelfia y que Bill Conti es una cosa impresionante, o que hacia las últimas películas Rocky se iba a transformar en ese viejo que todo lo ve, lo sabe y más o menos lo arregla conversando las cosas en una silla que guarda en el cementerio frente a la tumba de su esposa. Tampoco sabía que después del estreno de Rocky 2 Roger Ebert, Muhammad Ali y su familia y amigos se juntaron a verla y a charlar, y que el boxeador le explicó al crítico punto por punto qué tipo de cosas son buenas para la película pero imposibles para el boxeo, cosas imposibles que yo vea porque jamás vi media pelea de boxeo profesional, pero sí me gustan mucho esas cosas que poco se le parecen que son las películas de boxeadores.

Es que Rocky Balboa no es particularmente bueno peleando, lo que tenía eran muchas ganas de hacer algo y es tan bueno y está tan solo que duele. Al principio de todo, hace 40 años, Rocky vive en un cuartucho horrible y con olor que comparte con un pez (Moby Dick) y dos tortugas (Cuff y Link) que le alimentan esa costumbre de combatir la falta de contacto con humanos sustituyéndola por una mezcla entre conversación y monólogo con animales y objetos inanimados (lámparas, jaulas, lo que sea). Trabaja de matón en el puerto y después de eso, si tiene tiempo, oportunidad y plata (porque esos del gimnasio cuando no paga le embargan el casillero) entrena en un tugurio un poco mejor que el suyo, pero un poco nomás. Está enamorado de la chica de la veterinaria que no habla al punto que todos creen que tiene problemas de entendimiento porque todo el tiempo tiene clavados los ojos en el piso mientras él la visita todos los días para contarle el chiste que estuvo pensando para ella todo el día. Cada vez que se cruza a un conocido le cuenta de su última pelea seguido de un automático “deberías haberme visto”, porque nadie va a verlo nunca. Rocky es un Borzage de los ‘30, tiene sólo su buen humor y dos o tres cosas de las cuales la más importante, el boxeo, no le reporta casi alegrías, y salta al estrellato por el capricho de un campeón que necesita una pieza de espectáculo. En los 40 años que pasan desde que Rocky comienza a entrenar para la pelea de su vida y termina entrenando al hijo de ese contrincante histórico como si fuera su propio hijo, el cuerpo se le transforma. El primer Rocky modelo ‘76 es flaco y fibroso, torpe y ágil, musculoso dentro de lo humanamente posible, usa un sweater y una campera (y nada más de abrigo en la ciudad más fría del mundo), unos guantes sin dedos y una boina que le dura un par de películas. Cada película que pasa Rocky se va haciendo más enorme y cada pelea nueva encuentra un contrincante más duro y pesado. Si la voluntad era retomar cada película donde había terminado la anterior, el tiempo no lo hizo posible: Rocky no sólo crece sino que como cualquier humano, envejece. Ya para Rocky III (Stallone, 1982) comienza peleando contra Hulk Hogan, el hombre más gigante del mundo, que en ese momento pesaba unas 360 libras que son algo así como 165 kilos contra los 92 de Rocky. Mientras Stallone se infla la piel de Rocky se tensa, se afina y se llena de venas. El aumento de volumen no retrasa el envejecimiento y su cara cada vez más inflada y alisada por medios quirúrgicos no permite absorber que para cuando Rocky entrena a Adonis Creed en 2015 tiene exactamente la misma edad que tenía Mickey (Burgess Meredith) cuando comenzó a entrenarlo a él (69 años). Conforme Stallone crece, se infla, entra al podio de los héroes de acción (y hace películas sobre ese viejo podio), experimenta con volúmenes y fuerzas en su cuerpo de actor, Rocky sufre heridas y traumas óseos y musculares en su cuerpo de boxeador que de a poco van poniendo en peligro su vida y la posibilidad de seguirse dedicando a lo que le gusta: intentar ser campeón de pesos pesados a los 60 años, según las sugerencias de una máquina que lo pone a pelear hipotéticamente con el joven Mason Dixon. Ese cuerpo mutante pasó 40 años reales en inviernos fríos de Filadelfia, corriendo a la primerísima madrugada, metiéndose huevos crudos licuados y en algún momento enfrentando el paso a la vejez y a la enfermedad (el deterioro de un ser amado por todos).

A diferencia del cuerpo del actor, el cuerpo de Rocky es duro pero no sobrenatural y depende del boxeo. Sus primeras peleas (las dos oficiales con Apollo) cuentan con la fuerza de quien las pasó todas y cierta astucia de la insistencia, pero no son los movimientos de un gran boxeador. En contra de que es mejor maña que fuerza, Rocky reduce al mejor peleador de su tiempo (y al más refinado) a un animal de pelea que lucha contra otro para sobrevivir, que en este caso es mantenerse en pie dos segundos más que el otro, completamente tomado por el dolor y el cansancio. Cuando la máquina de perseverancia Balboa saca a Apollo de circulación comienzan los problemas más complejos hacia el interior de su boxeo: el próximo contrincante que aparece en una pelea es Thunderlips (que se hace llamar algo así como la máxima máquina de deseo, un Hulk Hogan increíble) en un evento de caridad bochornoso en el que Balboa iba a buscar unas vueltitas por el ring y casi se lleva una columna partida. La primera pelea de Rocky III es fundamental para la técnica de boxeo de Rocky, mucho más que Mr. T, que Drago, que Mason Dixon o las corridas en la playa con Apollo. Lo pone completamente en evidencia: no sabe pelear y se durmió en los laureles de su puño demoledor de mitos. A esa pelea tiene que entrar su cuñado Paulie con una silla para romperle a Thunderlips en la espalda cuando está a punto de ahorcar a Rocky. Aunque termine levantando esos 165 kilos por el aire y sacando su fotito para el diario, Rocky comienza a tener un miedo nuevo: ya va a llegar un oponente verdaderamente loco, verdaderamente desalmado. Y cuando Mr. T le robe su título y la muerte le robe su Mickey, ese miedo se va a volver enorme. El proceso de Rocky como boxeador, si bien viene de un duro entrenamiento físico, comienza como una hoja en blanco que va llenando y borroneando durante la pelea hasta que termina con mucho sufrimiento sacando algo con forma. Pero estos tipos no le dan tiempo para la reescritura y en el boxeo parece algo en lo que no se puede zafar sino una disciplina que requiere de aún más entrenamiento, más sofisticación y mejor técnica. Lo de corretear gallinas estaba bien pero ahora hay que ir a la universidad del boxeo, la que dirige Apollo en la playa en esa secuencia de entrenamiento en la que afina el cuerpo de Rocky como si fuese un piano nuevo pero hecho un desastre, que se celebra con decenas de planos de ellos dos corriendo juntos mientras el mar salpica sus piernas de agua salada, travellings, música y una versión del cuerpo masculino que es 98% músculo y 2% tejido graso. Ahí se consolida una forma de pelear que lo va a acompañar hasta Rocky Balboa (Stallone, 2006): el refinamiento de Apollo, la astucia proletaria de Mickey y su bestialidad empírica, que hace que haya una parte de técnica que se construye ahí mismo en el ring pero como algo controlado, haciendo que su estilo nunca sea estático porque va a ir avanzando con los rounds. Es un boxeo narrativo, que termina siempre en emoción profunda y llanto. Rocky III es quizás la última de las Rockys en las que el cuerpo de Stallone interviene un poco en la creencia en el cuerpo de Rocky: aun parece humano, un poco desmedido pero que puesto junto a esos contrincantes parece natural. Pero al año siguiente, cuando esa máquina de matar soviética le robe a su hermano en una integrante de la saga que ya es una película de ciencia ficción, la diferencia entre los cuerpos ya es fantástica: Iván Drago tiene acero bajo ese disfraz de carne y hueso y esos cuerpos son tan imposibles como esas alegorías e ideas de reconciliación ridículas dichas en voz alta. Cuando el cuerpo de Rocky comienza a ser una figura extrahumana el salvajismo que implica ver a dos hombres golpearse hasta casi matarse (y terminar saliendo del rodaje al hospital por una inflamación de tórax) comienza a hacerse más visible que la ficción del boxeo. Es extraño, porque si bien los cuerpos son más fantásticos, el dolor es asible y espantoso.

Para la Rocky V (Avildsen, 1990) Rocky ya es un padre de familia con su cuerpote escondido debajo de una polera que recién saldría del disfraz 16 años después (Rocky Balboa, dirigida por él como no lo hacía en 21 años), un cuerpo que ya pertenece a otro milenio y a unos estándares de volumen completamente descabellados. Cuando Rocky Balboa aparece al amanecer por la ventana y después sale de su casa y se cuelga de un caño que tiene afuera con total naturalidad a los 60 años ya no se ve la fibrosidad ágil de un boxeador bien entrenado sino una hinchazón tan descomunal que no entra debajo del sombrero. El boxeador de ficción se aleja completamente del boxeo, porque como le dice Ali a Ebert un boxeador jamás debería andar levantando semejantes pesas. Vuelve la ciencia ficción con una máquina que opone jugadores de todas las épocas en peleas hipotéticas y es como si Stallone no entrara en su propia piel y esa piel estirada parece ser lo que queda de Rocky en todo eso, como un alma enorme que puede tomar cualquier forma con tal de ser ese personaje que existe hace 30 años. No será hasta que se corra del protagonismo de su propia saga que Rocky volverá a parecer humano, cuando el deterioro haga pensar en la modificación como desmejoría (y no una mejoría que en realidad es una cosa inclasificable, o un reflejo de los usos y costumbres de las estrellas de acción que pasada una época dejaron de adaptarse a una idea de “tiempos que corren” y empezaron a inventar que lo que había que hacer era ser inmensos, Expendables pero Indestructibles), mientras los boxeadores jóvenes (Mason Dixon y Ricky Conlan) vuelven a ser delgados, fibrosos y ágiles no actores, boxeadores del otro mundo del boxeo, el deportivo.

La versión nociva de ese espectáculo que se los termina llevando a todos (y transformando cuerpos en cosas extrañas) es algo contra lo cual Rocky y los suyos viven luchando. Hay un salto de glamour entre ese tugurio en el que Rocky comienza su primera pelea y ese estadio con gigantografías en el que se enfrenta a Apollo. El segundo es enorme y luminoso. Mientras Rocky ingresa por primera vez a lo que él piensa es un momento que se reduce a él y a Apollo golpeándose sin piedad hasta que uno caiga (una lucha), Apollo entra a una verdadera pelea, vestido como George Washington con una peluca blanca y una capa que es la bandera de Estados Unidos tirando dólares al público ante la mirada atónita del equipo Balboa. La bata de Rocky tiene una publicidad que le dejó vender a Paulie para que se hiciera unos pesos y lo más glamouroso que trajeron es el sombrero que Adrian pierde en la primera escena. Aunque finalmente si van a ser dos hombres golpeándose, el espectáculo es una amenaza constante. Apollo termina cayendo bajo el peso de su propio circo después de caer a una especie de representación boxística del mundo del boxeo desde una plataforma en el techo mientras James Brown canta “Living America” y un séquito de bailarines y vedettes con plumas arengan al público para que muevan sus banderitas de los Estados Unidos de América. Como los soviéticos (con muy distintos gradientes), los Balboa se ven bastante incómodos con el circo. La respuesta acerca de qué de todo eso es parte de una comprensión del espectáculo alrededor del boxeo y qué es totalmente desubicado seguirá rondando los años. Cuando Rocky tenga su propia crisis (esa crisis de carrera que Apollo tiene en Rocky II [Stallone, 1979]), también habrá caído bajo el peso de la gilada. La pelea con Hulk Hogan, el entrenamiento circense para prepararse contra Mr. T la primera vez (ese que lo va a perseguir como Robert Mitchum en La noche del cazador [Laughton, 1955]), van a caer con su propio baldazo de agua fría contra el estrellato. Es que el espectáculo que rodea al boxeo a veces sin tocarlo también es una especie de anabólico en la película que hasta hace que todo se disperse: el gimnasio con cámaras, pinturas y gente. Y aunque logre probar (prueba y error) cuál de todas esas relaciones con el show quiere, cuando tenga un discípulo será un conocimiento que se va a presentar como no transferible por fuera de la experiencia personal. Tommy Gunn es a la pérdida de consciencia por fama lo que Rocky V es a la saga de Rocky, viene de la tumba a arrastrarlos a todos. Al final se establece que para destrozar al enemigo de la vida del boxeador (y darle una paliza a Tommy), hay que darle donde más le duele: en un callejón mugroso y húmedo debajo del tren, lejos de las luces y las cámaras. Recién con el cambio de milenio, cuando la televisión vuelva a buscarlo, el espectáculo le va a jugar una buena pasada. Será que los boxeadores de los 2000 en Rocky son más despiertos y menos maliciosos, o tal vez es haber inventado un mundo en el cual durante 30 años (1976-2006) Rocky Balboa es una verdadera leyenda del boxeo, una leyenda de Filadelfia, y ese mundo se fue expandiendo dentro y fuera de la saga entre países y generaciones, y así cuando Stallone quiso volver a dirigir una pelea suya y no encuentra lugar ni los recursos para la escenografía terminó usando una transmisión en vivo, real, desde Las Vegas en la cual con un look digital muy HBO PPV un montón de gente que fue a ver una pelea de verdad comience a gritarle “¡Rocky! ¡Rocky!”, como si los dos mundos no existieran, como si siempre hubieran sido el mismo. Cuesta imaginarse lo que debe ser para una persona de carne y hueso que inventó con su cuerpo y su vida una de ficción, encontrarse por primera vez verdaderamente poseído por 30 años de trabajo y a la vez saber que eso que inventó a 30 años, sin futuro aparente y con frío, para los 60 lo iban a transformar en eso: en Rocky.

Para Adonis el legado de su padre es una carga mediática, ya tiene a Rocky Balboa en su esquina y del otro lado a ese británico tenebroso que se lleva muy bien con el público. El boxeador de una generación posterior a Rocky retirado no entra con una capa, peluca y espada sino con las luces apagadas, un séquito que escupe fuego y con una mezcla de terror clásico y circo del horror. El verdadero miedo, el que hace que al equipo de Adonis se le hielen los huesos es el que causa la respuesta predeterminada del público: todos colaboran con Conlan activamente. Ese último episodio (¿o primero?) de la saga que inventó un mundo en el cual Rocky Balboa verdaderamente existe se vuelve directamente hacia el cine: un villano, un séquito, oscuridad, fuera de campo, velocidad, movimiento y una capucha. El problema no era el espectáculo, sino la frivolidad que puede colarse por ahí, que es una salida fácil. Lo que Adonis toma de los Balboa, aunque ahora la música la haga una chica sola con una computadora y una caja de ruidos y no a capella en una esquina alrededor de un tacho con fuego o que no sean chicos los que persiguen al que entrena por la calle sino decenas de motos y cuatriciclos, es esa falta de glamour externo, porque saben que lo espectacular y sobre todo lo emotivo se construye dentro del ring y de sus bordes, con mucho tiempo y sobre todo ese tiempo que ya pasó.

El verdadero secreto del espectáculo a la Balboa quizás esté en la dulzura áspera de la pareja de Adrian y Rocky. No es impacto lo que las Rocky buscan sino algo más ligado a un estado frontal de los sentimientos. Cuando le preguntan a Rocky qué hace con Adrian, él contesta: fill gaps… ella tiene vacíos, él tiene vacíos, juntos los trabajan. La saga es una historia de amor de 40 años en la cual el mundo va girando alrededor de eso en lo que se transforman los dos cuando después de pasar 10 minutos charlando en una pista de patinaje sobre hielo, jamás se separan. El amor es el que inventa a los personajes y el que va sumando integrantes a ese grupo heterogéneo de personas que gira alrededor de estos dos y que quizás a falta de otro nombre se llama familia. Lo que a ellos les pasa cuando empiezan a existir (viven y ganan las primeras peleas, se afianzan, pierden plata, tienen una vida familiar, problemas de maternidad/paternidad, pierden todo y sobre todo pasan por distintas formas de la madurez) es todo lo que pasa en las películas de Rocky. Rocky Balboa existe porque Rocky necesita cagar a patadas su duelo. Cuando Rocky tiene miedo, Adrian lo sabe antes. Cuando Adrian tiene miedo, le afecta a Rocky primero. Todos los personajes que permanecen en la película se unen a este amor como satélites de la pareja y los últimos son los que quizás tomen la posta: Donnie y Bianca. Como una de esas telenovelas infinitas que se transmiten todos los días desde 1960, cuando el viejo protagonista se corre del centro aparece otra historia con otro ritmo. La base que es estable e infinita es que esa soledad desgarradora del primer Rocky no va a volver a existir. De acá en adelante pueden pasar 40 años más de Creeds pero es dificil que algún Balboa se vuelva a quedar solo.

La otra historia de amor de la película es con Filadelfia. Después de esa escena de la primera en la que Rocky le grita de todo a Mickey, sale corriendo a buscarlo por la calle helada y cuando está por doblar la esquina lo alcanza. Es todo un plano general en el que no se escucha nada de diálogo pero se ve a Rocky agarrando a Mickey del brazo y, después de un rato de charla, se ve pasar un tren sobre sus cabezas en un puente. Los trenes, el mercado, un río, las casas de dos pisos un tanto maltrechas, los edificios bajos de departamentos, las famosas escaleras y ese frío atroz es lo que en las películas se ama de Filadelfia. Cuando Rocky logra por primera vez terminar su circuito de entrenamiento el primer lugar en el que se lo filma es al lado de los trenes. Hay lugares que quedan siempre parecidos (la casa de Paulie, los últimos escalones de las escaleras que llevan al museo) y alrededor, la ciudad muta. Se va volviendo más luminosa, más transitada, empieza a entenderse que es una ciudad enorme. Mientras Rocky gana o pierde peleas, enriquece y lo pierde todo, adopta hijos y sobrinos, Filadelfia acompaña. La gente de la Filadelfia real va a buscar a Rocky subiendo las escaleras corriendo y la gente de la Filadelfia de ficción va a comer a Adrian’s esperando encontrar algunas anécdotas, en ambos casos pasaron por la ciudad y su leyenda 40 años. Después de que Rocky sea tan grande que termina corriéndose al costado para dejar en el centro a ese hijo imposible entre él y Apollo (que no tiene madre biológica pero golpea alternadamente al cuerpo y a la cabeza como sus dos padres), suben las escaleras. Lo que sigue parece ser lúcido y sofisticado, con emoción y sentimiento. Si Rocky Balboa revisaba como una especie de memoria sutil viejos recuerdos de tiempos (películas) pasados, Creed es un viraje entre recuerdos-homenaje y nuevos posibles recuerdos populares. Que la película termine de nuevo en esos escalones es emocionante por el respeto y el cariño a un ser querido de 6 partes. Que vuelvan a esa ciudad increíble, a esa nobleza sin fin y a esa hora del día en que la luz de la tarde ya pasó el momento más dorado y ahora es azul apagado, como un fade-out de la naturaleza. En ese plano de Rocky y Adonis al borde de las escaleras en el que apenas es de día, está contenida la noche. Y al revés, en esa casi noche está presente el día. Será por eso que son tan buenas las películas de boxeadores: porque están siempre un poco a la intemperie. Fuerza bruta y poesía.

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