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Wonder Wheel – Adiós, Coney Island

Por Martín Emilio Campos

De 1977 es Annie Hall, quizás realmente la película más memorable de Woody Allen. Haber crecido debajo de una montaña rusa en Coney Island -nos cuenta al comienzo Alvy, aunque advirtiendo que su analista cree que exagera sus recuerdos de la infancia- probablemente haya influido en su personalidad nerviosa. El chiste que lo ilustra es bastante divertido: en la casa (un ex hotel que realmente existió debajo de la famosa montaña rusa Thunderbolt) el joven Alvy no puede tomar la sopa por el temblor que provoca el pequeño tren que pasa sobre su techo y por su ventana. Su padre, al fondo, lee el diario en el sillón sin inmutarse. A continuación Alvy rememora y Allen muestra alguna aventura, catártica, en los autitos chocadores. Estamos, no olvidemos, en un parque de diversiones, donde la gente se divierte.

La recreación que Allen propone del Coney Island de los 50, cuarenta años y cuarenta películas después, parece desde el vamos mucho más ambiciosa. Se le ha sacado rédito a los dólares de Amazon para otorgarle (digitalmente, claro) a los legendarios parques de diversiones de la zona una grandiosidad que, al menos al comienzo, apabulla. Terminados los créditos de siempre, un lento travelling hacia adelante elevado sobre una playa repleta de bañistas nos ofrece, en el horizonte, con unos colores que jamás les hemos visto, a la torre de paracaídas, la fastuosa entrada al parque Steeplechase, los locales de comidas sobre el paseo entablado, las montañas rusas y, por supuesto, la Wonder Wheel. Es un plano impactante. Pero a esta altura es notorio todo lo que se ha perdido de la modestia formal en la que se inscribían los grandes momentos del cine de Allen. Es como si ciertas fantasías visuales ya hubieran relegado lo íntimo; es una filmografía que pareciera haber perdido definitivamente el rumbo con los cambios de tecnología.

De todos modos si hay algo de emoción congénita en la visión de este paisaje es porque Coney Island, para los amantes del cine, nos resulta absolutamente familiar. Es un rincón que ha fascinado a la cámara desde sus mismísimos comienzos: apenas germinaba el siglo XX cuando Edwin S. Porter empezó a retratarla en varios cortometrajes rudimentarios (el más interesante, por supuesto, filmado de noche). Hemos visto a “Fatty” Arbuckle, a Buster Keaton, a Harold Lloyd deambulando incesantemente por sus atracciones, encontrando un gag en cada paso. O las atracciones solitarias abandonadas bajo la luz de un amanecer sobrecogedor en The Warriors, de Walter Hill (1979). Afortunadamente la historia del cine nos ha legado cineastas mucho más interesados en lo que hace único a este encantador lugar (el trajín incesante de gente de todo tipo y toda clase, los acontecimientos técnicos y mecánicos que se escondían detrás de cada atracción novedosa, la emoción siempre nueva frente a cada desafío, el placer genuino, infantil, de simplemente jugar; y no sólo la iluminación tan peculiar que propone cada atracción individualmente y en conjunto, la profusión de colores, lo pintoresco de sus playas…) que Allen, para quien semejante locación no tiene mayor función que la de ser un mero decorado (salvo quizás fugazmente como escondite). Wonder Wheel, en definitiva, es un estudio de personajes que podría haberse llevado a cabo en cualquier lugar que haya conocido mejor presente en Nueva York; alguna estación de trenes, por ejemplo.

En fin, al minuto y medio nos llega la advertencia, como si necesitara aliviar una confesión que pesara: es un melodrama. Que resulta ser una tragedia, con hamartia final y todo, de personajes que jamás lograrán escapar del encierro que el destino les tiene reservados, por más que cruelmente y a los tumbos Allen se permita llenar a todos de ilusiones y borrarlas de un sopetón. Aún no comprendo qué es exactamente lo que obtienen los autores al arruinar deliberadamente la vida de los personajes con los que nos han encariñado. Humpty no logrará reconciliarse con su Carolina, su hija, con la que vivió años distanciado por su matrimonio con un mafioso. Carolina no podrá mejorar su perspectiva de ser sólo una camarera completando sus estudios porque, al final, principalmente, tampoco podrá escapar de ese círculo criminal espeluznante. Su nuevo enamorado, Mickey, no podrá compartir sus días con ella, y ya no más con su amante Ginny, la mujer de Humpty (en el romance que hace avanzar la historia), porque sabe muy bien lo que por celos ésta ha hecho… Y Ginny…

Mencionaba la hamartia del héroe en las tragedias, el error fatal que lleva a que todos confirmen su destino. Kate Winslet como Ginny, camarera, frustrada por su pasado trunco como actriz, hastiada de su trabajo actual, con un hijo de un romance previo, atascada en un matrimonio con un ex alcohólico violento, harta de vivir en pleno parque de diversiones (aunque los ruidos molestos disminuyen apenas se los menciona), ilusionada por el romance con Mickey y sus promesas implícitas de dejar todo para empezar de nuevo en un lugar paradisíaco, venía siendo para mi sorpresa (jamás le prendería una vela) la figura descollante de la película; pero a medida que su personaje se vuelve más patético, Winslet empieza a caer como acostumbra en gestos cada vez más artificiales. En Ginny la tragedia alcanza toda su dimensión, por ser, en su omisión consciente, quien desencadena el funesto final. Y nos obliga a tomar una decisión, que es moral: jus

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