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Una luz revelada – Introducción. Un pacto con el procedimiento

Por Pablo Marín

La escena transcurre casi un siglo atrás en una habitación pequeña. Un hombre duerme sobre una mesa. La cámara lo registra desde arriba, por momentos desde una altura que lo hace ver como un insecto a través de un microscopio. Yace recostado sobre sus brazos entre restos de lo que parece haber sido una comida: hay media docena de huevos rotos, un pedazo de pan, un cuchillo, un cenicero lleno, un vaso y una botella. Un puñado de golpes abruptos de montaje muestran una partitura musical con la foto de una mujer entre sus páginas, una billetera que se abre y cierra sola para descubrir un billete y un armario con dos sombreros en su interior (una galera y un bombín). Todos estos objetos eventualmente hallan su sitio en la mesa para interactuar con el hombre dormido. Por último, aparece un duplicado del hombre durmiente que roba el billete y la foto de la mujer antes de darse a la fuga. Ya despierto, el hombre que dormía persigue –llevando puesto el sombrero bombín– al ladrón por un campo abierto hasta que logra derribarle su galera con una pelota de playa (sic), lo que le permite recuperar su dinero y a la mujer de la foto, ahora corporeizada y a su lado. La escena concluye con la pareja despareciendo en el horizonte del paisaje natural.

En Traum, la primera película experimental argentina, realizada por Horacio Coppola en 1933, un hombre se queda dormido, sueña y despierta. El suceso dura apenas dos minutos. Excepto que, lección aprendida del surrealismo (traum es “sueño” en alemán), nada es lo mismo después de atravesar el umbral del inconsciente. El mundo es, de ahí en adelante, un territorio extraño habitado por dobles de cuerpo, sombreros voladores, pelotas de playa y mujeres misteriosas. Más importante aún, a partir de este pequeño film el cine se vuelve sinónimo de un instrumento de desorientación. No una ventana cristalina al mundo, sino una trampa a los sentidos. Que la mera enumeración de lo visto en la pantalla sea la mejor manera de describir el tipo de experiencia narrativa construida por Coppola deja al descubierto la idea de un relato concebido como un artefacto irregular y caprichoso, a medio construir, que persigue y abraza conscientemente el misterio en pantalla.

¿De eso trata el cine experimental, acaso? ¿De cosas a medio construir? Tal vez sí; al menos si aceptáramos aquellas generalizaciones tan reconfortantes desperdigadas a lo largo de la historia del cine que aseguran que las películas experi- mentales no cuentan una historia, no creen en el realismo y no están interesadas en el entretenimiento de su público. Aunque, en realidad, más sencillo que definirlo como un cine destripado de sus artilugios más industriales sería comprenderlo como un cine en el que el mismo medio aparece reconfigurado en respuesta a otros tipos de interrogantes creativos. Podría decirse que lo que no existe en la mayoría del cine experimental es la necesidad pautada de antemano (es decir, la exigencia) de tener que moverse alrededor de esos ejes, ni siquiera de tener que tomar partido –de manera activa o consciente– en el debate sobre qué es necesario para que una película sea considerada “cine”; lo que no es otra cosa que la construcción plena de una subjetividad sin limitaciones. Una sencillez complicada, esta presencia dominante de un individualismo cinematográfico marca la diferencia, en palabras del cineasta Raúl Ruiz, “entre un enfoque industrial y otro más artesanal o, como se habría dicho en otros tiempos, entre ciencia y brujería”. Entre la estandarización y “la experimentación, la exploración; (…) los poderes mágicos, el vértigo” (1).

De esta forma, el carácter heterogéneo y cambiante del cine experimental exige verlo con frecuencia como una práctica ondulante (vertiginosa) cuya esencia reside en los procedimientos más que en sus efectos. Si realmente es contradictorio hablar de lo experimental como género, como un sistema cerrado de representación en donde los resultados se parecen entre sí, esto se debe a que las variaciones en el proceso de realización dirigen la atención hacia la riqueza de las distintas articulaciones de un posible “lenguaje cinematográfico”. Ese cambio ligero de interés de la obra final hacia su proceso creativo –entendido como una suerte de pacto inquebrantable con operaciones técnicas muy complejas, pero también demasiado sencillas– permite insistir en las infinitas maneras de hacer cine que quedan al descubierto al observar la historia del cine experimental. A través del protagonismo de la sustancia por lo general oculta del cine, arraigada en los confines del trabajo de la cámara y el montaje, las películas experimentales subvierten todo tipo de postura ilusionista para presentarse, en última instancia, como construcciones manifiestas atribuibles a una presencia marcada detrás de cámara.

En La flecha y un compás, otro de los ejemplos más tempranos de la experimentación local, realizado por David José Kohon en 1950, ocurre algo parecido a lo visto en Traum. De hecho, podría decirse que la película es una suerte de actualización y prolongación del microrrelato onírico de Coppola. Escrita de manera improvisada y automática –Kohon tomó como disparador una frase de Suzanne Muzard: “Si la sombra de tu sombra visitara una galería de espejos”, perteneciente a un cadáver exquisito de 1938–, la película de poco más de diez minutos de duración sigue a un personaje errante en la ciudad de Buenos Aires a lo largo de un relato laberíntico puntuado por una serie de elementos afines al imaginario surrealista. Espejos rotos, círculos concéntricos, refracciones distorsionadas, falsos raccords, objetos que se metamorfosean y sangran: todo en ella sugiere a un protagonista que, si bien nunca se lo muestra dormido como en Traum, se comporta según la lógica fracturada del inconsciente.

Un film que invita a la confusión, La flecha y un compás lleva esa opacidad del relato desprovisto de contexto o motivaciones que alimentaba la película de Coppola hacia un territorio más áspero y oscuro en el que es virtualmente imposible saber qué es cierto y qué imaginado, mucho menos qué vendrá a continuación. En una de las primeras escenas de la película, el protagonista se acerca a cámara e introduce el dedo en el lente hasta que ya no es posible ver nada. Como referencia directa al ojo tajeado de Buñuel y Dalí en Un perro andaluz (1929), la imagen se transforma en una metáfora de una nueva forma de ver el mundo. Ese punto de inflexión, esa suerte de ruptura narrativa en la que un actor deja ciego a su espectador es lo que marca el pasaje de una historia a medio construir (desde el punto de vista de una película tradicional) a un nuevo tipo de construcción cinematográfica en la que las intervenciones de su creador o creadora son parte esencial del relato.

Entre las múltiples definiciones del cine experimental, las más certeras parecen ser aquellas que dan cuenta de esta operación autoconsciente en la que una forma libre se complementa con una subjetividad en primer plano. Tal vez por eso, en vez de preguntarse de qué trata el cine experimental, sea mejor preguntarse si es necesario llegar a una respuesta precisa. Porque, a casi cien años de los comienzos del cine experimental argentino, lo cierto es que hay suficientes respuestas posibles como para hacer estallar toda posibilidad de consenso. A juzgar por los casos analizados en las páginas de este libro, podría decirse que de algún modo existen tantas respuestas como aproximaciones a los procedimientos empleados en busca de esa esencia capaz de transformar el cine en un medio de expresión personal sin reglas ni caminos seguros.

Tras los pasos de una definición de la poesía a la altura de su historia al costado de la literatura en mayúsculas, la poeta María Negroni se acercó tal vez más que nadie a una descripción que bien podría incluir dentro de sus fronteras al cine experimental. “Hay que decirlo una vez más –afirma Negroni en su volumen Pequeño mundo ilustrado, de 2011–. No hay más prerrogativa en el poema que el desaprendizaje y la intuición. No hay más asunto que la habitación del abismo, más privilegio que la posibilidad –única– de encontrar nuevos enigmas. En esa cacería, incansable y fallida, el poema se debate entre lo que es y lo que podría ser, si no tuviera que pasar por la distracción de las palabras. De ahí que no se consuele sino con lo absoluto, que no es sino la dicha de encarnar una primera persona, cada vez más imbuida de su propia ausencia, cada vez más dueña de sus zonas negras.” En cierta forma, el film iniciático de Coppola (y también el de Kohon) trata precisamente sobre la materialización de ese universo poético, de procedimientos intuitivos y enigmáticos, capaz de devolver una imagen imperfecta pero acaso más auténtica del mundo a su alrededor.

“Ha llegado el momento, creo, de oír nuestra canción en silencio, de intentar expresar nuestra visión personal, de definir nuestra sensibilidad y trazar nuestro camino. Sepamos cómo observar, cómo ver, cómo sentir. Cómo tener algo que decir y los ojos, los ojos siempre abiertos ante la vida misma y no sus reflejos. Mirémonos, hallémonos… no copiemos más, creemos.” (2) Con este llamado a la acción terminaba Germaine Dulac uno de sus tantos escritos visionarios, en 1919. En la Argentina, de una manera austera y silenciosa, la tradición del cine experimental aprovechó las limitaciones de su entorno para acercarse lo más posible a esa nueva sensibilidad fundante propuesta por la cineasta francesa. De la lucha local entre la determinación para crear nuevas formas de ver y el impedimento de las condiciones de producción adversas surgieron no solo procesos creativos de resistencia y oposición al estándar cinematográfico, sino también una multiplicidad de estéticas comprometidas con la materialización de una subjetividad al poder. 

Como la práctica a medio establecer que siempre fue (puesto que continúa sistemáticamente alejada de todo tipo de respaldo institucional), una aproximación inicial al cine experimental argentino encuentra su delineación más precisa a través de juegos de opuestos y contradicciones. Mediante encuentros a mitad de camino entre situaciones desfavorables y resultados extraordinarios, entre arrinconamientos y territorios ilimitados. Entre oscuridad y luz. De esta intermitencia surgen las pistas de una historia que atraviesa las décadas oculta bajo el camuflaje de un ritmo episódico, con varios finales y nuevos comienzos. Una sucesión de períodos históricos donde cada capítulo parece interceptar al anterior al mismo tiempo que prolonga una cierta sensibilidad frente al medio cinematográfico desde una perspectiva nueva, complementaria. Es debido a estas diferencias de abordaje que el avance zigzagueante desde el siglo pasado hasta la actualidad parece- ría no resistir un análisis (o siquiera una interpretación) bajo un criterio unificado e integrador más allá del de compartir una intención frente al medio cinematográfico. Será precisamente a causa de estos saltos en la continuidad del cine experimental argentino que su historia alcanzará su forma más justa, en definitiva, como compendio de narrativas múltiples y heterogéneas.

Esa búsqueda utópica de un cine liberado de todos los accesorios ajenos a su lenguaje parece asomarse tempranamente en el plano local a comienzos de los años treinta con las películas del célebre fotógrafo Horacio Coppola (1906-2012). Iniciada en Europa durante sus estudios en el departamento de fotografía de la Bauhaus, su breve pero referencial obra cinematográfica oscila entre las inquietudes vanguardistas del surrealismo de los años veinte y la mirada poética del documental urbano de la década siguiente. Situado en la bisagra de ambas tradiciones, Coppola realizó una trilogía suelta de cortometrajes en 16mm –iniciada con Traum y seguida con Un Quai de la Seine (1934) y A Sunday in Hampstead Heath (1935)– que no sería errado considerar el puntapié inicial del experimentalismo argentino. Construidos por fuera de todo libreto o temática concreta, los films pueden ser vistos en la actualidad como los precursores de una concepción cinematográfica apoyada en el poder revelador de una visión directa, en primera persona, dirigida por intereses argumentales indefinidos y nebulosos.

Podría decirse que Horacio Coppola trajo de afuera el cine experimental. Como cineasta, principalmente, pero también como uno de los fundadores del Cine Club Buenos Aires, entidad responsable de las primeras exhibiciones de films de vanguardia en la Argentina a fines de los años veinte. Un rol que en los años setenta y ochenta desempeñaría de manera similar la artista devenida en cineasta Narcisa Hirsch mediante su filmoteca de cine experimental y sus gestiones culturales –junto a su colega Marie Louise Alemann– en el Instituto Goethe de Buenos Aires. Sin embargo, lo cierto es que Coppola filmó su trilogía en el exterior y una vez vuelto al país se dedicó de lleno a la fotografía, retomando el cine solo esporádicamente a través de films por encargo que poco tenían que ver con sus films de los años treinta. Recién años más tarde, la práctica experimental argentina se reanudaría hasta alcanzar cierta continuidad mediante una serie de trabajos interesados en la exploración del cine como construcción abstracta. Se tratará en su mayoría de films basados en conceptos provenientes del mundo del arte, en donde la naturaleza cinematográfica es empleada como instrumento de superación de ciertas inquietudes plásticas imposibles de llevar a cabo mediante otros medios. 

De la música visual y el cine animado directamente sobre celuloide a los collages no figurativos y los films de artistas, todas estas indagaciones de los años cincuenta se distinguen por una concepción gráfica y débilmente argumental de la imagen en movimiento. Ya sea mediante el trabajo con imágenes abstractas y cortes abruptos, como también con la manipulación de la tira misma de película y el proyector de cine (quitando del medio la presencia avasallante de la cámara filmadora), estos films representan los esfuerzos característicos de la época por la búsqueda de una esencia cinematográfica en línea directa con un minimalismo material sin concesiones. En su apuesta por un “cine puro”, influenciadas por nada excepto el movimiento de un nuevo tipo de imagen moderna, estas películas prefiguran en su proceso de distanciamiento gran parte del cine estructural que surgirá a fines de los sesenta. Es también en este período comprendido entre inicios y fines de los cincuenta que el cortometraje vuelve a cobrar fuerza y autonomía frente a la dominancia del largometraje y con él aparece una nueva generación de jóvenes cineastas independientes que en su afán por acercarse a la realización ensayan todo tipo de formas y estilos, en algunos casos dejando a su paso films emparentados con los intereses vanguardistas del pasado (aunque sea de manera pasajera, como en Kohon).

Considerado como el período de mayor radicalidad formal, el rango de años que va desde las experimentaciones conceptuales llevadas adelante por artistas integrantes del Instituto Di Tella y el Centro de Arte y Comunicación hasta el modelo de producción colectiva y underground de ciertos nombres nucleados alrededor del estudio Filmoteca y el Instituto Goethe compone el núcleo duro de la experimentación audiovisual argentina. A esta explosión creativa comprendida entre 1965 y 1985 se le debe, entre otras cosas, el afianzamiento de un cine personal complejo y múltiple nutrido de tradiciones como el lirismo, la performance y el happening, el minimalismo estructural, el simbolismo y el ensayismo audiovisual. Visto a la distancia, se trata también de un corpus de obras inusitado por su volumen. Si hasta comienzos de los sesenta el cine experimental había sido realizado en su mayoría por cineastas esporádicos u ocasionales, esta etapa se caracterizará por una producción prolífica y, más importante aún, retroalimentada por el diálogo y la colaboración entre cineastas. Este boom de películas puede explicarse, por último, a través de la aparición de un factor deerminante: el cine en Super 8.

Lanzado al mercado en 1965 pero popularizado hacia principios de la década siguiente, el Super 8 constituyó un antes y después en la historia del cine experimental argentino; al punto de que pareciera que todo intento de aproximarse a una reflexión sobre el experimentalismo local desemboca inevitablemente en una apreciación del pequeño formato. Los films realizados en la década que va de 1973 a 1983 componen un panorama sobresaliente en su cantidad y versatilidad, posibilitado por las características inherentes a la novedosa herramienta emblemática del amateurismo. La mayor de las revoluciones generadas por la accesibilidad y la naturaleza ubicua del Super 8, sin embargo, fue la abundancia de festivales y espacios de exhibición que supondrían una vidriera asombrosa –aunque no precisamente amable– de público y crítica impensada para el cine experimental de las décadas anteriores.

Al menos hasta el resurgimiento del Super 8 y el 16mm a comienzos del nuevo milenio, donde otra generación prolífica de cineastas intentaría empujar las posibilidades de los diferentes formatos fílmicos hacia un nuevo salto evolutivo, el cine experimental atravesó la mayoría de los años ochenta y noventa en estado de reposo. Los motivos de esta inactividad fueron tanto contextuales, debido a la desaparición de la película Super 8 y los altos costos del 16mm, como voluntarios, dado que una gran parte de los cineastas de ese período abandonaría la creación cinematográfica para trasladar sus inquietudes artísticas al incipiente video analógico y posteriormente digital. A décadas ya de la polémica histórica del cine versus el video, y en las supuestas vísperas de la desaparición del soporte analógico, la producción actual de cine experimental parece nutrirse de todas las herramientas a su alcance, como así también de la creciente visibilidad y reflexión sobre lo producido en el pasado para expandir las nociones de lo que una película puede ser. A su vez, tras esa búsqueda, un porcentaje importante de los y las cineastas del presente pa- recen igual de interesadas en la experimentación formal como también en el rescate y la preservación de todos los aspectos de una tradición cada vez más costosa en su anacronismo.

A lo largo de las siguientes páginas, la agrupación de cineastas y estéticas a primera vista sin conexión –con la intención de poner en valor experiencias invisibles a los ojos de la historia más o menos establecida del cine argentino– se afianza fundamentalmente sobre la discusión de los films realizados alrededor de esos momentos destacados. Contrarios a la tendencia recurrente de la escasa bibliografía dedicada a este fenómeno –caracterizada por un punto de vista histórico demasiado esquemático e impreciso–, los siguientes ensayos se adentran en el territorio del análisis cinematográfico con el objetivo de no solo sugerir una posible lectura orgánica del cine experimental argentino, sino también de ofrecer un estudio de los films capaz de volver visible la estructura de algunos estilos radicales sin descuidar la poética íntima que fundamenta dichas elecciones formales dentro de sus contextos históricos determinados. Precisamente allí, en esa suerte de comunión entre técnica y subjetividad, es donde se instala el empuje determinante de los procedimientos (de los “hechizos”, diría Ruiz) que operan como principal sustento de esta a menudo misteriosa constelación de películas.

“Las manchas del tiempo tenían un contenido”, dijo una vez Horacio Coppola al recordar la inspiración de gran parte de su obra visual. Es una idea esclarecedora: como si toda imagen, incluso la más oscura y enigmática, contuviera las claves para comprender su propia historia. Sería justo decir que el impulso detrás de este libro no es otro que la iluminación de esa suerte de intrigante oscuridad llamada cine experimental argentino.

(1). “Por un cine chamánico”, incluido en Raúl Ruiz, Poética del cine, Ed. Sudamericana, Santiago de Chile, 2000, p. 92.

(2). “Let us have faith”, incluido en Germaine Dulac, Writings on Cinema, Paris Expérimental, París, 2020, p. 43.

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