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Il Cinema Ritrovato 2023 (04) – Macario / Bushman

En nuestra cuarta entrega Daniela Delgado Viteri piensa dos de nuestras películas favoritas del festival, dos de las más sorprendentes: Macario, de Roberto Gavaldón, y Bushman, de David Schickele. Mientras tanto sigue la preventa del número 6 de la revista en papel dedicado a la historia del cine argentino. 

Por Daniela Delgado Viteri

Cada sesión suele empezar con una presentación que destaca el recorrido de la copia que se está a punto de proyectar. Las copias que vienen a este festival suelen tener una historia marcada por el azar y por el paso del tiempo, que condiciona de alguna forma la película que estamos por ver. A veces se trata de copias que han sido recientemente restauradas después de un largo proceso que puede durar años, y que no solo involucra una serie de destrezas técnicas excepcionales, sino también un gran talento para recaudar fondos y un buen ojo de detective para encontrar los rollos perdidos por el mundo. Otras veces se trata de copias en mal estado que aún no han sido restauradas, pero que como tales, en su agonía, son proyectadas en este festival para celebrar la historia que guarda cada ralladura y empalme defectuoso.

Estas presentaciones suelen poner en evidencia, por un lado, el complejo recorrido que una película puede tener gracias al bello y apasionado trabajo que un equipo de personas ha realizado a su alrededor. Y por otro lado, la fragilidad de un proceso de preservación que, vinculado a los deseos más arbitrarios y coyunturales, resucita unas películas de entre los muertos, a  la vez que condena otras al olvido. Y es que si en la vida no somos iguales, en la muerte aún menos: una afirmación fuerte y dolorosa con la que empieza Macario (Roberto Gavaldón, 1960), la única película latinoamericana de esta edición del Cinema Ritrovato. Una adaptación de la novela del mismo nombre de Bruno Traven, Macario, lejos de ser un descubrimiento, fue presentada como una película ampliamente conocida y querida por el público mexicano, porque como explicó su presentador, Hector Orozco, investigador de la colección de la Fundación Televisa, habla de la muerte, específicamente de la celebración del día de los muertos; y esta es una fiesta a la que se le tiene mucho respeto porque, parafraseando al panadero del pueblo en una de las primeras escenas de la película: a la muerte hay que tratarla bien ya en esta vida pasamos más tiempo muertos que vivos.

Macario, personaje principal de la película, interpretado por el actor Ignacio Lopez Tarso, es un tipo que no es bueno ni malo porque el hambre no entiende de esas cosas. Macario trabaja cortando y cargando leña todo el día. Su compañera, la actriz Pina Pellicer, trabaja lavando y almidonando las enaguas de las mujeres ricas del pueblo. La dificultad que enfrentan para alimentarse y alimentar a sus cinco hijos los ha hecho construir una dinámica familiar que encuentra su máxima expresión de amor en el entendimiento del hambre del otro. Es así como Macario decide sostener el hambre para que sus hijos no tengan que sostener la suya, y les cede sus frijoles y tortilla. 

Los muertos, que tampoco son iguales, se alimentan de las ofrendas que les dejan sus vivos. En este caso, la familia de Macario, a su pesar, tampoco puede ofrecerles gran cosa. Una pena que se intensifica por comparación con la familia del adinerado Don Ramiro, que no sabe lo que es tener que negociar con el hambre. La dinámica familiar de Macario, que para bien o para mal, se ha construido alrededor del hambre, se pone en crisis cuando el azar lo enfrenta a uno de los jugosos pavos que se están horneando para el banquete de día de muertos de Don Ramiro. Macario se desborda de deseo por probar bocado de pavo, y sólo de pavo. Deseo que a lo largo de los días se transforma en rabia. Macario, entonces, se rehúsa a comer,  y en un arranque le dice a su compañera que no volverá a probar bocado hasta que pueda comerse un pavo, uno para él solo, uno que no tenga que compartir con nadie. Su compañera, que entiende bien lo que es desear algo para ella sola, se roba un pavo y lo esconde entre las enaguas de la mujer rica. Lo lleva a su casa, tratando de ocultarlo de sus hijos y de los perros hambrientos, para matarlo y entregárselo como ofrenda a Macario. 

Macario, en éxtasis ante el gesto de su compañera, toma el pavo y sale corriendo al bosque para comérselo. Entonces se le aparece el diablo, como un hombre rico vestido de negro para pedirle bocado a cambio de monedas de oro. Macario se rehúsa a negociar con él porque no es tonto, el dinero no le vale a un tipo como él. Luego, se le aparece dios como un hombre canoso y bien alimentado; a quién Macario trata con amabilidad, pero con la distancia que implica tratar con el dueño de todo. Le dice: dios, no te quiero dar bocado porque tú eres el dueño de todo y para ti esto es tan sólo un gesto, pero para mí este pavo lo es todo. Finalmente se le aparece la muerte, como un tipo flaco y ojeroso, un tipo como él, hambriento desde quien sabe cuando. Macario, entonces, que no ha logrado reconocerse ni en el mal ni en el bien, se reconoce en la muerte y le ofrece medio pavo. 

Alguien me describió este festival como una gran celebración, una suerte de “viva el cine”. Pero al encontrarme con una única película de nuestra región, que además nos recuerda que pasamos más tiempo muertos que vivos, no puedo dejar de pensar en un montón de cine latinoamericano que no está aquí porque no sobrevivió a las buenas intenciones, el interés, ni el contexto. Me ha parecido importante recordar una obviedad y, en medio de esta celebración de películas resucitadas, pensar un poco en las que todavía están muertas. 

Bushman (1971), dirigida por David Schickele y editada por Jennifer Chinlund es una película que logró sobrevivir en los Estados Unidos de Norteamérica, contra todo pronóstico. La película sigue a Gabriel, un estudiante nigeriano en California, interpretado por Paul Eyam Nzie Okpokam, que también ha llegado a Estados Unidos desde Nigeria para vincularse a la Universidad de San Francisco. 

La permanencia de Gabriel, como un hombre extranjero, viene a agitar una sociedad que se encuentra en medio de un proceso continuo y doloroso de autorreflexión sobre la violencia racial. Gabriel es obligado a pensarse como un cuerpo cultural para enfrentar y dialogar con una generación de norteamericanos que intentan buscar una respuesta al devenir de una identidad marcada por el color de la piel. 

Paul Eyam Nzie Okpokam es deportado en el medio del rodaje, y su historia real, que como dice David Schickele: se le adelanta a la ficción; pasa a ser parte de la película como manifiesto de la complejidad de un personaje cuyo retrato debe transitar y controvertir códigos.

La cámara de Bushman tiene una misión clara, serle fiel a Paul, cosa que no es fácil, porque Paul es una persona arrebatada que va por ahí como si estuviera bailando todo el tiempo, tambaleándose y caminando de un lado al otro. Pero el director de fotografía, David Myers, se entrega de lleno a esta misión y lo sigue con esa entrega con la que Paul también se abandona a sus deseos en los momentos menos esperados, como cuando decide cantarle una canción nigeriana al paisaje californiano.

Paul es una persona que sabe lo que quiere, podrá tambalearse, pero su mirada siempre se mantiene fija. Él escucha a su interlocutor con todo lo que tiene, y en este caso, su interlocutor es la sociedad norteamericana, que lo hace oscilar, enfurecerse, cantar o reírse. Paul permite que Bushman sea una película en donde, en menos de un minuto, puedan convivir el humor con la amargura.

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