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Ritmo de la noche – Cuerpo de Letra

Por Martín Alvarez

Hace un par de años Julián D’Angiolillo vino al viejo y querido Cinéfilo Bar, como parte de una ambición extraña en nosotros de estrenar películas argentinas y con sus directores presentes. En aquella ocasión nos contó de un proyecto que tenía en mente de filmar espeleólogos, un plan que sonaba irresistible en su calidad de excusa para bajar a filmar en cuevas. Hay que esperar todavía para ver esa película, pero posiblemente una manera de empezar a describir Cuerpo de letra sea justamente invocando la imagen del cineasta que baja a la cueva. Tanto su ópera prima Hacerme feriante, documental sobre La Salada, como Cuerpo de letra, son películas cuya fuerza se origina en la pulsión tan adulta como infantil de mirar lo que no suele verse y la especial adrenalina que eso produce. En esta oportunidad, D’Angiolillo va tras esa emoción siguiendo a las brigadas de letristas del Conurbano, es decir a quienes se dedican a pintar la propaganda política en las paredes del espacio público. El protagonista es Eze, un chico junto al que despertamos y para el que la película esboza un cuento de iniciación: su reclutamiento como letrista, su aprendizaje y su evolución dentro del oficio. Eze es una especie de guía intermitente.

Hacerme feriante, la primera de D’Angiolillo, es una película que recuerdo particularmente por la excentricidad de un plano filmado con la cámara montada sobre una máquina de cortar tela. También que en su tramo medio (posiblemente aquello a lo que en la entrevista D’Angiolillo se refiere como “agotador” de su ópera prima), durante el desarrollo propiamente dicho de La Salada, era como si la construcción de la película se borrara completamente y se dejara en cambio llevar por el flujo de la Feria y su abrumadora variedad de comercios. Como si luego de recolectar una ridícula cantidad de cosas el director les hubiese dado cuerda y soltado en funcionamiento creando una especie de máquina autónoma que desfilaba delante del espectador. El efecto era absurdo, monstruoso, hipnótico. Ahora me dispara en la memoria el momento en Man’s Favorite Sport de Howard Hawks en que Rock Hudson prende un montón de máquinas y desata un ruido infernal bajo el cual puede confesarle su secreto a Prentiss. La imagen es representativa de algo que vuelve a insinuar en esta segunda película: que lo que le interesa no es sólo registrar una parte del mundo como independizarla suavemente dentro de su película mientras va recolectando sus formas y funcionamientos específicos. Lo nuevo es que Hacerme feriante era una película que se sostenía mayormente en un puro registro, con poca intervención sobre los materiales. En Cuerpo de letra más bien se mixturan dos tonos: el del registro puro y el de la alteración sensorial. Un trabajo del segundo sobre los materiales que le brinda el primero. Un espacio de observación que es un espacio creativo.

Una emoción muy rara que la película suscita es la de descubrirse intensamente concentrado mirando un cepillo o unos baldes y pensar algo al estilo de: ¿por qué este balde me resulta tan raro? Junto con cierto tono ominoso el efecto es una variedad muy peculiar del absurdo. En verdad, una de las claves en que se apoya la película es encontrar cierto humor mientras se interna en un mundo dominantemente frío. Hay una única panorámica en la que se ve a distancia cómo un montón de muñequitos arrasan un vasto conjunto de paredes mediante el viejo arte de intervenir malignamente las pintadas del adversario, convirtiendo una C por ejemplo en un monstruo que presiona un habano con los dientes (debo decir que ahora dudo de si no estoy delirando en mi recuerdo del bicho). D’Angiolillo deja la cámara a esa distancia de par de kilómetros y la funde con el mismo espacio filmado algunos minutos más tarde: el espacio ha sido definitivamente escrachado. D’Angiolillo logra en ese momento dos cosas: primero un plano de notable belleza de la ciudad de noche; segundo, congelar la curiosidad que le dispara el absurdo de decorados que se transforman radicalmente a sí mismos en cuestión de minutos. Es el contacto con esa experiencia vagamente ridícula, ligeramente espantosa de la fragilidad de la fachada urbana lo que hace difícil volver a ver con los mismos ojos espacios similares a los que explora la película.A esta altura del año, Cuerpo de letra también es en la crítica argentina una de las películas más elogiadas del año. Un malentendido que surge de ello es el de consagrarla como una forma acabada, como la realización perfecta y definitiva de un propósito absolutamente nítido. Por un lado algo que pasa con las películas perfectas es que tienden a estar muertas. Por otro, en buena medida la singularidad de Cuerpo de letra proviene de la inestabilidad formal que la recorre. D’Angiolillo tiene un talento y una intuición cinematográfica que salta a la vista en sus dos primeras películas. Una de las cosas de las que charlamos es de cómo la película empieza y termina con dos secuencias notables. Lo curioso es que así como la última, el episodio memorable de la veda que debería ir a las listas de 2015 como una de las pocas grandes secuencias de acción del cine argentino en muchísimos años, es plenamente documental, un mérito conjunto del registro, del pulso del montaje y de la tensión que aportan los eventos, mientras que la otra es puro invento. Pero esa primera a la vez es indisociable del conocimiento de cómo moverse en los bordes de un cruce de autopistas. Esta integración de la narración y la materialidad urbana es algo que el cine argentino frecuenta cada vez menos, y es uno de los mayores placeres del cine. En el transcurso medio de la película ocurre en cambio algo más extraño, donde el muy suave relato que la película cuenta a partir de Eze se siente como la opción encontrada para hilar lo que parece una serie de experimentos sobre la imagen, sobre la manipulación del espacio y el tiempo, y que se encuentra cada tanto con un momento intenso como esa panorámica del cruce de pistas. En D’Angiolillo se presiente una fruición distintiva por cierta cualidad única, deslizante, que anima las imágenes al dejarse llevar por la acción. En la escena del principio y en la del final hay también otra cosa: el logro de una unidad narrativa robusta que resulta de encontrar el espacio y el tiempo necesarios para desarrollarla plenamente. Es por último curioso contrastar la secuencia de la veda con una de las confesiones de D’Angiolillo en la entrevista que le hicimos para la revista: es prácticamente lo primero que filmó.


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