1. Hay muchos detalles, hechos y factos que pueden ayudar a situar el festival Punto de Vista. Es un festival internacional, de cine documental, y de Navarra. También es un festival que se celebra principalmente en un edificio llamado Baluarte, al lado de una fortaleza medio ruinosa, ahora convertida en parque, donde hay animalillos sueltos como gallinas, ciervos, patos y los seres más viles de la creación: las ocas. Esto quiere decir que si uno se cansa de ver películas siempre es factible ir a pegar unos berridos con los animales (1). Pero quizás un hecho constitutivo del festival y de su personalidad es que la «dirección artística” (términos del propio festival) se renueva cada 4 años. Así, y del mismo modo que una misma edición de Punto de Vista está formada por varios festivales en más o menos (mejor o peor) sincronía/sintonía, también existe la misma experiencia de forma diacrónica. La edición de 2025 coincide con uno de estos finales de etapa y por este motivo este texto es un apunte sobre la última edición como valoración de cierta idea de documental que el festival ha desplegado a lo largo de estos últimos años.
2. En los últimos cuatro años, en la selección oficial hemos visto documentales de observación rigurosa, ensayos poéticos, piezas autobiográficas, muchos intercambios epistolares, trabajos que exploran el found footage, cine experimental que juega con la materialidad de la imagen, híbridos entre ficción y no ficción. Nada es nuevo. La sombra de las décadas del cine de “lo real” es extensa. Este concepto, tremendo mamotreto salido de las profundidades de Europa, ha servido como dispositivo mediante el cual una entente de programadores, festivales y cineastas pueden patrimonializar algo consustancial al cine: su relación con la realidad (un poco así). Lo que primaba en aquella ola de cineastas de “lo real” era la intervención sobre la realidad como una forma de autorizarla, no solo en el sentido de conferir validez, sino también de inscribir dentro de una subjetividad autoral. Un proceso de auteur-ización que se convirtió en una condición sine qua non para su reconocimiento dentro del mercado de valores del cine contemporáneo. De todas las estrategias que estos cines híbridos (palabra entonces de moda, al igual que el uso de los plurales) importó de la ficción, la principal fue la figura de autor como ente generador de “valor añadido”. Así nos encontramos con documentales que pueden ser más o menos autorales, más o menos creativos, más o menos personales, más o menos artísticos según los miligramos de autor presentes en ellos.
3. A los márgenes, o en las grietas de estas placas tectónicas, emerge un cine que no busca legitimarse a través de una firma autoral, sino que es el resultado directo de sus condiciones materiales de producción. Si bien es cierto que todo cine es, en última instancia, una expresión de dichas condiciones, las películas que hemos podido ver en Punto de Vista en los últimos años han puesto este aspecto en el centro de su propuesta estética y conceptual. Este es un cine frágil, pequeño o, como diría Asín, modesto. Un cine que asume su precariedad no como un obstáculo, sino como un punto de partida, manteniéndose honesto consigo mismo y con el espectador. Si hay un sincretismo de formas audiovisuales este no va tanto por el camino de una hibridación como del acercamiento al cine desde prácticas menos industrializadas (la escritura, la pintura, la performance) y donde se puede trabajar –porque al final se trata de eso, de trabajar– de una manera menos constreñida por la necesidad de estilemas. En este contexto, lo documental deja en segundo término la cuestión ontológica sobre la naturaleza de las imágenes para convertirse en una interrogación sobre su economía política. Como bien lo expresa la cineasta Elena Duque refiriéndose a su propia práctica, se trata de un cine que no se deja paralizar por lo precario, sino que lo convierte en generador de su propia existencia. Duque estuvo presente en el festival con su última película, Portales, una suerte de road movie acuática (una river movie si se quiere) que recorre el río Guadalete desde su nacimiento en la Sierra de Grazalema hasta su desembocadura en El Puerto de Santa María. Como sus películas anteriores, está rodada en 16mm y sus imágenes están constantemente intervenidas por mecanismos de la animación experimental (fotogramas pintados a mano, collage…) donde cada plano, cada meandro del río, presenta la oportunidad de ser un punto de fuga hacia otro lugar, real o imaginado, componiendo una suerte de sinfonía donde conviven (y se dan un meneo a ritmo de Antoñita Peñuela) el paisaje y sus representaciones. También, es una película que nos recuerda que en algún momento los recuerdos tuvieron la dimensión táctil y a la vez frágil de los aparatos de la memoria: fotos, postales, souvenirs y dibujos.

4. Quizás esta idea de un cine que pone en el centro y trabaja con su propio andamiaje, aún precario, se encuentra en el corazón de la película ganadora del certamen de este año, Cuadro Negro, de los cineastas chilenos Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda. La película empieza con la grabación de unas maniobras militares. Vemos a unos jóvenes vestidos de camuflaje, armados con fusiles, moviéndose en formación a través de un campo. Les vemos realizar acciones que nos son de sobra conocidas: recorren el terreno resguardándose detrás de parapetos, se cubren unos a otros, hacen gestos con las manos para indicar el movimiento y dirección de la marcha. Pero a medida que la escena progresa, una sensación de malestar se apodera del espectador. La ropa que visten los soldados parece un poco fuera de lugar, como si se tratara más de un disfraz que de un uniforme real del ejército, algo sacado de los guardarropas de una compañía de teatro. Los fusiles parecen de mentira y la cámara se sitúa en un espacio que sería imposible en unas maniobras reales, ya que entorpecería la marcha normal del ejercicio, estando demasiado encima y sobre el eje de la marcha de los soldados. ¿Qué estamos viendo exactamente? Una pequeña trama introduce un desvío en el cauce de los acontecimientos. Algunos soldados parecen querer desertar del grupo y escapan de la maniobra. El resto de su unidad sale en su búsqueda. Cuando los encuentran, los retienen, se burlan de ellos, los acusan de traidores. Finalmente forman un pelotón de fusilamiento y ejecutan a los desertores. De nuevo ¿qué hemos visto? Si el entrenamiento militar ya es una simulación de algo (la guerra), ¿hemos visto la simulación de una simulación?
El retrato que Adriazola y Sepúlveda hacen del ejército chileno parece partir de esta misma idea: la de que el ejército es un aparato que ejerce la violencia sobre todo a través de su simulación. Por un lado, las propias maniobras, destinadas a disciplinar a la tropa de cara a una guerra futura mediante su escenificación, y por otro, la representación del pasado glorioso (pinochetista), que también es una forma de ficción, esta vez histórica.
Pero, ¿cómo documentar algo que de por sí ya identificamos como ficción? ¿Cómo puede el cine realmente subvertir las narrativas oficiales sin acabar reproduciendo sus mismas estrategias? La propuesta de los cineastas es confrontar esta ficción con otra. Así, la película sigue a una cineasta, interpretada por Sofía Gómez, en su intento por rodar un documental «creativo» (como ella lo describe varias veces) sobre el ejército chileno. En este juego de espejos, la presencia del cine dentro del cine se convierte en una herramienta para evidenciar las estructuras que rigen el poder y sus representaciones.
De pronto, la construcción cinematográfica puede hacer emerger y trastocar, aunque sea momentáneamente, las leyes que rigen ese lugar. La documentalista creativa da órdenes sobre cómo tienen que desfilar los soldados para que salgan mejor ante la cámara, pide que se repitan acciones porque no se han rodado del todo bien, hace castings entre la tropa y elige a una mujer para representar a un héroe nacional. Este juego de ficciones dentro de ficciones abre un espacio de duda, un pliegue en la realidad donde el poder, por un instante, pierde su control absoluto sobre la imagen. Una puesta en abismo donde la simulación se pliega sobre sí misma hasta revelar sus propias grietas. En Cuadro Negro, el ejército no es solo retratado como un ente violento, sino como un dispositivo de teatralidad, un organismo que se mantiene vivo a través de la repetición de gestos aprendidos, de ritos coreografiados, de discursos ensayados, construidos sobre una historia que requiere de su constante puesta en escena.
Pero Adriazola y Sepúlveda no son naifs respecto a su dispositivo y también ofrecen espacio a su revés dialéctico: la transformación de la cineasta en un mando más del ejército. En este proceso, la supuesta autonomía del cine se ve absorbida por la lógica militar, y el ejercicio de documentar se convierte en un acto de poder sobre los cuerpos representados. La directora, en su intento por subvertir las narrativas oficiales, termina reproduciendo dinámicas de control y autoridad, revelando así la paradoja de su posición. El entramado se densifica, los espejos se curvan y de nuevo nos preguntamos ¿qué estamos viendo?.
El documental da una vuelta de tuerca crucial cuando desplaza su foco desde la institución militar hacia la esfera personal de los adherentes al pinochetismo. En una serie de escenas cada vez más delirantes, la documentalista interactúa con un grupo de mujeres mayores que defienden con fervor la figura de Pinochet. Aquí no hay armas ni uniformes pero la violencia y el malestar son mayores. Al menos en el ejército hay cierta idea del decoro y la oficialidad de los rituales donde la cineasta tiene cierto poder; al fin y al cabo la tropa está para obedecer, ya sea ante el oficial de turno o la cámara. Pero las viejas están en su casa y escupen sus argumentos con la desnudez y la impunidad del que se sabe en su casa.
Quizás el mayor logro de la película es hacer emerger la obscenidad a través de este malestar del que hablaba en párrafos anteriores. El cuadro negro, aquello que no se puede figurar, es toda la violencia real sobre la que se asienta este sistema dramatúrgico y que solo puede ser aludida, tanto por el discurso oficial del ejército como por la cámara. Una violencia que no desapareció sino que quedó resguardada en este sistema de gestos sórdidos, como una potencialidad latente, un reservorio listo para desplegarse de nuevo. El enemigo quizás sea el mismo, quizás otro. Dará igual. Seguramente será acusado de desertor, de traidor a la patria por no querer prestar su cuerpo a esta coreografía. Será perseguido, encontrado, humillado y, finalmente, ejecutado. Quién lleve a cabo todo esto no tendrá que pensar en el porqué ni en el cómo, lo habrá ensayado centenares de veces delante de los oficiales o de las cámaras.

5. Siguiendo la idea omnívora de formas, otra característica del festival es la programación indistinta de cortos, medio y largometrajes en su sección oficial (aunque luego los premios traicionen un poco este gesto haciendo la típica distinción entre “mejor cortometraje” y “mejor película»). También es una forma de decir algo que puede parecer lógico pero que hace falta repetir a veces: la duración es forma. En este sentido, me gustaría detenerme en el corto La Balandra, del argentino Matías Lima. Si la programación del festival es representativa de algo, la exploración de un lugar y las formas de habitarlo parecen ser una preocupación capital del documental contemporáneo. De nuevo nos encontramos con un pequeño dispositivo de ficción: la llegada de un mensaje embotellado a la orilla de una playa del Rio de la Plata es el disparador de la documentación de la Balandra y sus alrededores. La estructura de la película es sinuosa, como si las imágenes, al igual que la botella con el mensaje, hubieran llegado a la orilla después de algún tipo de naufragio. Si la trama del Guadalete, aunque sinuosa, ofrecía a Portales cierta linealidad, aquí el paisaje es presentado como una serie de viñetas que aproximan, o quizás delimitan, el contorno de una figura que nunca llega a cerrarse; cada plano añadiendo una nueva tangente, una posible nueva trama o idea, casi siempre autoconclusivas y delimitadas por el corte al siguiente cuadro. La película está compuesta por planos fijos, estáticos, rodados con la cámara de un smartphone (se mencionó que era un Motorola, no recuerdo el modelo). Hay cierta vocación de encontrar un lenguaje en las imágenes pobres que produce este aparato que llevamos todos encima, especialmente en condiciones nocturnas, generando un proceso extraño de desfamiliarización. Cuando vemos estas imágenes, su textura es muy familiar, pero en su estado “natural” siempre las vemos dentro de un flujo inmediato y utilitario: videos casuales, registros de lo cotidiano, imágenes compartidas en redes sociales. En La Balandra, en cambio, esta misma textura es desplazada de su contexto habitual y puesta en un espacio de contemplación, lo que la transforma en algo más ajeno y evocador. Así, la película delimita una diferencia clave entre la imágen pobre y la imágen empobrecida.
6. Es interesante y a la vez extraño encontrarse con un festival que se obliga a sí mismo a pensarse cada cuatro años. Hay quién dirá que es una buena medida higiénica, airear la tienda cada cierto tiempo para evitar que proliferen las telarañas en forma, quizás, de lugares comunes, inercias y demás. Otros podrán argumentar que no todos los proyectos se despliegan a un ritmo uniforme de cuatro años y que hay algunos que tardan más en cuajar y requieren de más tiempo y paciencia (supongo que hay un secreto tercer grupo de gente que diría lo contrario, que es demasiado generoso dar cuatro años a según qué proyecto). Seguramente los dos tengan algo de razón. Independientemente de lo que uno piense, es una buena oportunidad para preguntarse por lo que queda de un festival. La propuesta de programación no es solo seleccionar una parte de la producción documental para que sea vista, también es crear las condiciones para que estas obras sean pensadas y discutidas (esto requiere de cierto equilibrio, no hay nada más extraño que sentir que la película que estás viendo ya ha sido pensada por otra persona). En muchas ocasiones, es esta dimensión, a veces obviada por ser más resbaladiza y ciertamente contingente, la que termina conformando el recuerdo persistente de un festival, más allá de que a uno le haya gustado tal o cual película. Leyendo el texto de Astrid uno se puede hacer una buena idea de cuál ha sido este pacto entre festival y audiencia en las últimas ediciones, la posibilidad de un pensamiento que se da en el presente, en la interacción más o menos espontánea entre espectadores, cineastas, críticos o simples curiosos que se aventuran a decir algo sin saber muy bien a dónde los llevará.
(1) El único festival al que he asistido donde se me ha ofrecido una posibilidad similar de ver películas y cloquear con gallinas es DocLisboa. Seguro que la movida del DocAlliance de este año va por ahí, una alianza secreta de documentales y gallinas urbanas.
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