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¿Qué hacemos con Cuatreros?

Por Lautaro Garcia Candela
Publicado originalmente en Revista Pulsión

La madre y el hijo miran,
desde el lado de la patria,
el río que es argentino
todo el ancho de una pampa.
Del niño que aprendió a nadar, Héctor Viel Temperley.

Debería volver a ver Cuatreros. Es agotadora, tiene un ritmo demencial: no por su rapidez, sino por todo lo que acumula. A la manera de Jack Kerouac -que no tenía plata y entonces escribía todo de un tirón, en un largo aliento, poniendo en la máquina de escribir un rollo de papel interminable sin márgenes ni párrafos-, Albertina Carri tarda mucho tiempo en escribir pero nunca para: cada pelusa que atraviese su ombligo es pasible de ser escrita y transmitida (viajes al norte, a Cuba, maternidad/paternidad, algunos chismes de la FUC). El ombligo es interminable, oceánico. Nosotros cabemos ahí.

Adentro, también están D y M, compañeros cinéfilos, que me comieron la cabeza a la salida, hablándome de la poca relación entre las imágenes y la interminable voz en off de la película de Albertina Carri. Miraba la curiosa arquitectura de ese museo que va a pérdida, fumaba y escuchaba: Cuatreros es una película pretendidamente ‘de ensayo’ que se hace muy pocas preguntas por su forma. Clásico reclamo que a veces desestimo para hacerme el intuitivo, el inocente. La película repite el mismo procedimiento en toda su duración. Carri habla -a veces más, a veces menos- y lo que vemos es material de archivo desordenado y fragmentario, relacionándose entre sí y con el relato oral. Varias pantallas al mismo tiempo recuerdan al origen de la película, pensada como una instalación. El argumento, si es que existe, es difícil de seguir como los pasillos del Malba. Da vueltas alrededor de los intentos por adaptar Isidro Velázquez: formas prerrevolucionarias de la violencia, un texto sociológico escrito por su padre. De esas aproximaciones fallidas surge la voz el relato.

Lo que hace la película, a nivel de la imagen, es poner en escena “lo otro” que sucedía paralelamente a los padres de Carri proletarizándose (pasarse a la clandestinidad y mudarse a un barrio de los suburbios). El relato mediático, Mirtha Legrand, propagandas promilitares, incomprensión en los noticieros. La imagen se organiza de manera casi autónoma, sin necesidad de dialogar concienzudamente con el texto. Las pantallas funcionan como un zapping voluntario que puede hacer quien mire. El oído y el ojo quedan irreconciliables.

En el monólogo de Carri no hay glitch, no hay nada que rompa la cadena: se encabalga todo muy fácil. En ningún momento quien habla se aproxima al trauma, al límite de la forma, en donde el lenguaje por definición debe retraerse. La experiencia vivida parece ser siempre absorbida por el verbo. Defecto transgeneracional: la teleología. El archivo fílmico, incluso su textura, no permite la interrupción o la discontinuidad. Lo que se ve, esas pantallas, tienen como beneficio el proveer un beat indulgente sobre el que Carri puede rapear indiscrimidamente y su defecto es, justamente, que son sólo eso: un comentario servil.

Pareciera que no hay velo para correr, que la película se vuelve totalmente transparente para nosotros. En ese estado de las cosas, las preguntas que se plantean no son tales. La pregunta asertiva o el falso defecto (“mi defecto es que soy muy puntual”, apunta D, irónico y preciso) sirve como pose, apariencia grave de algo que no va más allá. Hay algunos desvaríos que cuanto más desenfrenados son, cuanto más lejos van, más bellos son. Sólo por su gratuidad. Si se considera que la película llega lejos en su cometido -sea cual fuere- es porque es insistente en sus prerrogativas.

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Hoy la casa de mi infancia ya no existe ni hace falta
yo la llevo bien adentro en mis entrañas
toda llena de colores y de desapariciones
muy tempranas, muy profundas, muy amargas.
La casa desaparecida, Fito Paez

Volví a ver Cuatreros. Para escribir sobre la película, me convenzo, hay dos caminos: diseccionar cada parlamento y tratar de iluminar o agregar capas de oscuridad, relatos encontrados, sobreinterpretaciones. Enturbiar las aguas, ponerse definitivamente barrocos. Algo que los padres de Carri, en su prosa o en sus actividades, por elección política no se permitían. Y allí surge la distancia con su hija, que es esencialmente barroca, elija playmobils o proyectores.

“Más importante que la crónica de los sucesos es la significación actual de los mismos”. Esa frase abre el prólogo del libro del papá de Carri y se repite en Cuatreros, también al principio. Podría ser la definición del barroco literario en algún manual escolar. A la vez, quizás sea la frase con más 678 del cine argentino. Sin embargo, a partir de ella la película va trabajando -trabajo de hormiga- en una dirección contraria: porque las verdades personales también son hechos, bien lejos de las interpretaciones. Es bastante precisa en los acontecimientos y la evolución de las escrituras. Es casi un catálogo de dolencias, quizás demasiado precisa. El diario (género barroco) se combina con el ensayo, sin fisuras.

Pero Carri ya había leído el libro de su padre (en ninguna de las críticas de Todas las críticas van a encontrar ese dato, básico para cualquier idea sobre la película). Bah, o al menos su doble en Los rubios, Analía Couceyro, lo había hecho. Martín Kohan, en un artículo bastante revulsivo, advirtió algunos gestos en esa escena en particular. No contenta con utilizar a una actriz para que actúe de ella -distancia brechtiana si se quiere-, elige uno de los pocos pasajes que no escribió el autor: ¡el epígrafe! Y el libro: ella tiene una primera edición manoseada y hermosa que aparece antes en la película; pero para esa escena prefiere utilizar una edición más nueva, de un año antes del inicio del rodaje. Doble o triple distancia que ahora se disuelve en un ¿llamado histórico? ¿culpa familiar? ¿el nacimiento de otra conciencia política? Trece años después, Carri se hace cargo y la diferencia es sustancial. Ésta es su manera de hacerle caso a esas voces que le llegaron. Tantos años de kirchnerismo no fueron en vano.

Me tiraron los muertos, dice Carri. En esa frase totalmente exenta de ironía se encierra algo por fuera de lo estrictamente cinematográfico. Más que negar los mandatos -eso declara en un momento de la película, lo que es un poco pose-, hace lo que puede con lo que hicieron de ella. En ese camino surge la tragedia familiar, que es la nuestra. La imposibilidad de hacer una película -más bien, la verificación de ella- es la misma imposibilidad, sintomática, de que podamos tener una vida más o menos normal en este país, lleno de corridas.

D y M dicen que prefieren esta última por sobre Los rubios: hace hablar al material, a veces lo deja ser.

Todo texto es, a la vez, un posicionamiento más o menos explícito sobre la literatura y la crítica. Los mejores son los que dejan sentada su posición sin decirlo. Intervienen sin tanto espamento. A mí no me sale tan bien eso, a Albertina Carri tampoco. Necesitamos enunciar la enunciación. Modernismo tardío: no podemos ver más que por un vidrio empañado de sobreinterpretaciones.

Cuando volví a ver Cuatreros, resultó notable cómo el horizonte de la película se revela demasiado corto, con la imposibilidad de asumir una voz más colectiva. Quizás esté pidiendo peras a los olmos. El problema no es la primera persona sino la imposibilidad de mostrar algún tipo de totalidad. Carri, en Los rubios y en Cuatreros, persigue -se aproxima- a lo incompleto como forma. Es válido pero demasiado visto. Necesitamos más paranoia, teorías conspirativas, manifiestos inútiles. Algo que atenace la realidad con la fuerza de más de una persona.

PD: Había encajonado este texto. Varias semanas después ya es otoño y me despierto confundido de la siesta. Soñé una escena con Albertina Carri sonriendo -feliz y malvada- cuando encuentra la escena del robo al local de pelucas, en un cuartito del Museo del Cine. Los proyectores hacen un ruido infernal, seguro hace calor, y ya está hace varias horas ahí. Ella mira esas imágenes proyectadas: incluso parece que el propio dueño del negocio, 40 años antes, tampoco puede creerlo. Miren ese gesto, ¿qué clase de reacción es esa? Una mirada cómplice surge. Ahí, mientras Carri ríe, entiendo un poco más. Las de ella son circunstancias especiales: ustedes no lo intenten en sus casas.

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