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Punto de Vista 2023 (01) – Lejos de los árboles, primera sesión

Por Astrid Villanueva Zaldo

“¿Qué vamos a producir?” y “¿Cómo vamos a producirlo?”, se preguntó Miriam Martín en la sesión inaugural de la retrospectiva que organizó bajo el título Lejos de los árboles. 16 filmes producidos entre 1910 y 2009 organizados en seis sesiones. La primera estuvo compuesta por Moana (1926) de Robert J. y Frances H. Flaherty y Mosori Monika (1970) de Chick Strand. 

Para producir Moana los Flaherty vivieron una temporada en Samoa –una isla polinesia entonces dominada por Nueva Zelanda– y construyeron una historia alrededor de un personaje joven en transición hacia la vida adulta. Interpretados por aldeanos, Moana y su familia cazan, recolectan, fabrican sus herramientas y sus ropas como solían hacer los antiguos samoanos, es decir que las actividades y ceremonias representadas en el documental no constituían la cotidianidad en los años veinte, cuando se filmó la película. Pero los Flaherty admiraban el mundo que restituyeron. En él, las herramientas eran un instrumento de relación, los arpones mantenían a los cazadores en estrecha proximidad con los animales que cazaban y la fabricación de las ropas los vinculaba a la corteza de las plantas. Lo que es más, esa forma de producción permitía a Moana y a su familia complacerse con el mar, con la vegetación y con los animales. 

Al observar el paraíso de Moana es sencillo escucharse a una misma pensar, no solo porque la película carece de sonido, sino porque la cámara no tiene prisa y permanece estable ante las acciones de los personajes. Pero siempre existe la posibilidad de quebrar el paraíso. Hacia la mitad de la película Moana, su padre y su hermano menor capturan una tortuga. En los intertítulos se advierte que el caparazón del reptil se usa para fabricar adornos. Me fue imposible perdonar el derroche; capturar una tortuga para producir adornos me pareció propio del mundo que habitamos hoy, no del mundo filmado por los Flaherty. 

Hacia el final de la película se aproxima el rito de entrada a la adultez: Moana es tatuado en la espalda baja y en una pierna. Previendo que los espectadores juzgarán la ceremonia, un texto señala: “Through this pattern of the flesh, to you perhaps no more than cruel, useless ornament, the Samoan wins the dignity, the character and fibre which keep his race alive”. Por un momento el silencio de Moana invadió el ambiente de la sala 5 de los cines Golem Yamaguchi; esa calma subrayó el sonido de Mosori Monika (1970), el documental de Chick Strand que vino a continuación. 

¿Son tan dominantes las dos voces que narran, en inglés, el testimonio de la monja española llegada a Venezuela y el de la indígena warao? El relato sonoro da cuenta de las modificaciones de la vida de las comunidades indígenas a partir de la llegada de las misiones a las proximidades del río Orinoco. El sonido narra el pasado; el presente se construye a través de la cámara. Por un lado, vemos a la indígena recorrer el nuevo mundo instalado en el delta del río y, aunque nació ahí, su cuerpo parece el de una mujer extraviada. La monja española, por otro lado, nos guía a través de los aspectos visuales y los beneficios morales de las misiones: casas de concreto, distribución de medicamentos, la disminución de la mortalidad de mujeres en labor de parto. 

Quizá no sea la única, pero la reunión que recuerdo entre la monja y la indigena ocurre en la misión San Francisco de Guayo: la mujer warao va a buscar alimento, recibe un trozo de pan y una banana. En el documental no se aclara por qué la yuruma, la pulpa extraída de un tipo de palmera endémica de Venezuela, dejó de ser la base de la alimentación de los warao, pero en él sí se traduce la memoria que la indígena tiene del antiguo alimento. Esta reunión entre las protagonistas ocurre porque los waraos han dejado de producir la materia prima que los alimentaba. 

Cuando concluyó la sesión no hubo tiempo para charlar en la sala, así que la conversación ocurrió de camino hacia el Palacio de Congresos Baluarte en que se celebró la inauguración de la 17ª edición del Festival Punto de Vista. Mientras recorrimos la calle de la Rioja sembrada de árboles cuyo nombre desconozco, reparé en el hecho de haber visto ambas películas, una seguida de otra. Pensé en esto: los Flaherty abren el paraíso, nos dan oportunidad de sentir goce, admiración y nostalgia; Strand, para comunicarnos el mundo de los setenta en las proximidades del Orinoco, traduce a su lengua las memorias de las mujeres a las que entrevista, pero ese espacio colonizado le produce rechazo,  y ese rechazo lo hereda al espectador. 

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