Por Iván Zgaib
I.
Si tuviera que definir la obra de Alejo Moguillansky en una línea, elegiría ésta: una celebración babilónica y profana, montada sin tapujos para rendir culto a la ficción. Pero por supuesto, no se trata de una ficción cualquiera. Lo que importa verdaderamente es el cómo, el procedimiento que marca el paso en aquel festejo. ¿Cómo son los trucos y las hechicerías que arrancan un aliento al mundo para de-volverlo ficción? ¿Cómo son los engranajes económicos (ahorros propios, chequeras de terceros, oficiales de los Festivales Benefactores del Primer Mundo) que regulan los rodajes y las formas del cine? La ficción y la economía, siempre al borde de la implosión. Entre esas dos fuerzas se conjuran las piezas de Moguillansky.
II.
Sus (anti)héroes entregan todo lo que tienen: lo que sea por emprender las caravanas creativas que irrumpen como augurios en sus sueños. Algunas veces quieren dar hasta lo que les falta. O sea, dinero, que por sus trabajos corrosivos y sus ambiciones de titanio habrán de conseguirlo con tácticas poco ortodoxas (como emprender excursiones en busca de tesoros perdidos o sucumbir a atracos de medio pelo). Cada tribulación convierte a los personajes en una suerte de sub-clase social, un proletariado que se ubica en los bajos fondos más mohosos del estrato artístico. Y esa imagen, patrona de cierto encanto ligero, raya también el romanticismo y en consecuencia una ridiculez transitoria: como en La vendedora de fósforos, cuando el personaje de María Villar se envalentona leyendo cartas sobre viejos anarquistas que denuncian las injusticias maquinadas por poderosos (los jueces, los matones, los fascistas, “los tarados complacidos con su propia alienación”). Ella lee y se emociona con esos fantasmas: una resistencia legendaria en Frankfurt o el recuerdo distante de las células rojas en el ‘68. Pero cada vez que se alzan los trabajadores de Buenos Aires en el 2018, María y su esposo ven todo desde lejos. A lo sumo, los paros de transporte son un pequeño obstáculo para buscar a su hija en la otra punta de la ciudad. Y allí, la liviandad de la mirada política mete su cola (lo quiera o no, su propio lapsus de clase escurridizo).
Por el dinero equilibra esos deslices románticos con un giro absurdo que se alimenta y crece de manera envolvente. La mirada de la película oscila, sin por eso vacilar contradictoriamente: enaltece y a la vez caricaturiza a esos protagonistas, llenos de ideales rotos. Elige un punto prismático para narrar retrospectivamente: un francés que pasa de bailar en una compañía europea a ensayar una obra en una sala porteña (con butacas de plástico, con bombillas de colores que hacen cortocircuito, con tules y tutus andrajosos que los actores probablemente sacaron del fondo de sus roperos sucios). “Todos vivían de otra cosa. Era una aberración que ellos tenían naturalizada. Eran soldados que ya no saben por qué ni para quién luchan”, dice el francés con acento solemne. Un tono que ridiculiza al teatro independiente, pero también a él mismo: el artista europeo que naufraga en orillas desconocidas. Indomables y perturbadoras, estas tierras lo encantan como un llamado de-otro-mundo, para después escupirlo afuera. El colonialismo siempre asoma la cabeza. Es una tragedia que Moguillansky trastoca bajo las vestiduras de una comedia estrafalaria, aunque algún que otro detractor cierre los ojos para nublar esos matices.
Pero además hay otra capa. Mientras el francés relata los hechos con su voz aplastada, la forma que elige el director pone en crisis ese desencanto con el teatro independiente. La cámara recorre los distintos rincones de la sala. Los personajes se cruzan con preparaciones simultáneas. Mueven luces y bombos. Agrupan vestimentas. Patinan por los pasillos con una electricidad dulce y atolondrada que los hace ver como los actores de un slapstick arqueológico. Se arrastran con mulitas de carga, como si fueran niños tomando los carros de un supermercado por la noche. Todas las fuerzas que componen la escena (ritmo y movimiento) nos inducen una sensación excitada, despabilada, vertiginosa. Esa corriente eléctrica es la pulsión que siempre está amenazada por el dinero. Es decir, por la necesidad de trabajar para ganarse el dinero. Pero también, por el peligro de entregarse a un mundo donde el dinero moldea al trabajo y donde el trabajo deforma al arte: lo vuelve mecánico, utilitario, servicial. Lo vuelve algo aplastado, como la voz del bailarín melancólico que recuerda sus días danzando con calzas elásticas, nuevas y francesas, en una compañía del otro lado del océano.
III.
Por el dinero vuelve a exhibir a Moguillansky como un cazador. Su presa es la vida real y no por enjaular hechos verídicos en corsets dramáticos, sino por explorar (o explotar) imágenes tangibles que se arrebatan al torrente de lo real. Son pequeñas parcelas de mundo. En este caso, los ensayos teatrales que montan Moguillansky y toda su troupe de actores. Ellos son los porteños con los que se topa el francés: una versión pomposa del director y sus amigos, interpretándose a sí mismos. Y desde ahí se desprenden las ramificaciones; los focos potenciales donde la ficción puede derramarse como una marea negra.
Están los trabajos asalariados de cada artista: vidas paralelas que se inventan para raspar monedas de la pared.
Está el viaje a Cali, cuyo horizonte es a la vez sueño y pesadilla: presentar la obra de teatro en un Festival tal cual fue imaginada, o claudicar ante las presiones del dinero.
Está la hija de Moguillansky; un documental de su crecimiento que se afina y se acumula película tras película.
Por ese juego impuro, el vuelo de Moguillansky podría avistarse en una constelación colosal del cine contemporáneo, que traza figuras deformes entre el documental y la ficción. Desde Aquele Querido Mês de Agosto de Miguel Gomes hasta La academia de las musas de José Luis Guerin y La libertad de Lisandro Alonso (y que en Argentina se replica con derivaciones interminables, desde Criada de Matías Herrera Córdoba a Cuerpo de letra de Julián D’Angiolillo). Aunque para las películas de Moguillansky cabe hacer una salvación: en ellas, la hibridez se construye con los pies enterrados en la ficción, antes que en el documental. La cuestión es cómo se apropian las reglas de lo real para inventar algo sobre esos cimientos. Cuál es el método a través del cual aquellos elementos se arrebatan para luego intensificar el volumen de la ficción. Allí no hay línea argumental que se grafique académicamente ante la cámara. En cambio hay comedias (o tragedias, o ambas) que se descubren desde la cámara. En el choque punzante, en el encuentro cercano, en el lente-a-cuerpo. Con lo real, con las personas queridas, con el dinero infame, con los trabajadores de día y los artistas de noche. Desde allí, en esa materia prima que palpita y quema, burbujea un cine revoltoso. Es la ontología de la ficción, concebida por Moguillansky.
IV.
Después de ver Por el dinero, uno podría decir al menos dos cosas sobre su cine.
Uno: que el cine brota de lo real, pero lo excede. Lo desborda con una presencia misteriosa. En el caso de esta película, se infla hasta adquirir una apariencia disparatada (como la de un grupo de adultos huyendo de la policía, formando tribus e improvisando obras de Asterix en la playa).
Dos: que el cine emerge del mundo y a la vez se le separa por su puesta en escena. Ésta es central a esa misión, porque no finge un efecto camaleónico con el mundo y las personas. Más bien, les inyecta su propio aspecto y su propio pulso artificioso.
La película se comporta en ese sentido como una pieza musical, cuya partitura la definen las variaciones coreográficas de todos sus elementos. El timing de los diálogos, que se rematan como pelotas en un partido de tenis multitudinario (y en otros momentos, se superponen en un coro litúrgico de voces excitadas). La orquesta sinfónica, que se alza y luego cae en un silencio abrupto, trazando patrones cardíacos de un paciente. El vuelo de la cámara, que salta de personaje en personaje, abandonando y encontrando nuevas comedias dentro de un mismo espacio. Y el hormigueo de los protagonistas, cuyo ingreso o egreso define la vida del plano. Ese movimiento que se encarna en la corporalidad (del cuadro y de los actores) es también su propio gen cinematográfico: la reverberación de viejas comedias de enredos y puertas atravesando los años.
También por eso, por la naturaleza lúdica que guarda esta película, se vuelven curiosos los diálogos que mantiene con otros lenguajes. A su manera, en ese contacto también se van vislumbrando las definiciones que ensaya alrededor del cine. Y si bien la narración le otorga un rol protagónico al teatro (con su propia burocracia de éxitos administrados), lo que parece dar la punta es el lugar concedido a la televisión. Moguillansky y Luciana Acuña deciden pasear por las oficinas de un canal estatal en busca de apoyo económico. El trato es simple: ellos filmarán un docu-reality de su trabajo en el exterior y a cambio conseguirán dinero para ir a presentar la obra a un Festival en Cali. Cuando llegan a Colombia, hay dos escenas que parodian directamente las consecuencias de aquel acuerdo. Ambas tienen que ver con los modos de filmar la ciudad. El francés lo explica así: es la ley del “production value”. Se cuida el registro de las propias figuras, imprimiendolas sobre paisajes hermosos que los hacen ver hermosos (o “valiosos”, según un mercado de cotización de la mirada). Pero además, el secreto está en la vista panorámica. Habrá que filmar desde las alturas de un rascacielo, encarnando un ojo que lo ve todo, que conquista el territorio entero. La forma se formatea con el dinero. Ahí ya no hay lugar para ningún tipo de juego.
V.
¿Qué es la ficción para Moguillansky, sino una forma de trascendencia, un portal hacia un espacio virtual de creaciones rítmicas, pasionales, reparadoras? Es decir, un salto al abismo, más allá, por encima del dinero que pisotea a las personas.
En el transcurso de la película, los protagonistas ensayan, se endeudan, elucubran planes de supervivencia y escapan, con un premio escondido en el fondo de su guitarra. Solos en una isla desierta, sin rastros aparentes de otra civilización, los artistas que habían colapsado ante la fiebre dorada de los festivales y del dinero, parecen encontrar respiro. La escena más hermosa (y quizás, la más gratuita) acontece allí, cuando empiezan a improvisar pequeños números musicales sin ninguna presión externa. Pero el punto culminante ocurre más tarde, de manera desprevenida: una tormenta filmada de noche, oscura y embarrada, con los poros digitales haciendo ruido de grillo sobre el plano. La imagen es tan poco clara, tan rota, tan indefinida. Es el anti-production value: un plano desposeído que no puede transar en el mercado. Capta una fuerza de la naturaleza, pero no aparenta poseerla. Y allí, es cuando la película mejor encarna su promesa.