Por José Miccio, Lucía Salas y Ramiro Sonzini
I
Sonzini
Empecemos sin vueltas. Como dice el propio Llinás en el prólogo en el que explica un poco irónicamente la totalidad de La flor, la primera historia es “casi una película de la serie B, de esas que los americanos antes filmaban con los ojos cerrados y ahora ya no saben o no pueden hacer más”. Es interesante pensar cuál es la versión que pone en práctica Llinás. Lo “B” de la película funciona en dos niveles. Por un lado, el género en el que se inscribe: en una excavación arqueológica en la precordillera sanjuanina (en la zona del Rodeo), aparece una misteriosa momia que zombifica a cualquier ser vivo que entre en contacto con ella. Una de terror con muñecos de goma espuma y plastilina, adaptada a las coordenadas geoculturales del oeste argentino, donde la dimensión esotérica se mezcla con las tradiciones de los pueblos originarios de la zona. Por el otro, la cuestión del dinero: una de las claves que definía la serie “B” era el reducidísimo presupuesto que llevaba a filmar las películas en muy poco tiempo, en pocas locaciones, con muy poco margen de error (lo que implicaba un alto nivel de fallos), y obligando a los directores a explotar su creatividad formal para compensar la falta de recursos. El sistema de producción de El Pampero podría pensarse como una adaptación de esta filosofía a un contexto radicalmente distinto, filtrado a su vez por la reinterpretación de la serie B que orquestaron los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague en sus primeras películas, que producirían un eco muy potente en todas las nuevas olas del mundo, y que los cineastas formados en la FUC en los 90 aprendieron a admirar y venerar por la vía de Hugo Santiago. Las películas de la serie B americana eran películas moldeadas al gusto del gran público, sin ningún tipo de pretensión artística y con el único objetivo de recaudar en la taquilla. Debían reducir sus costos para aumentar las posibilidades de obtener una ganancia. Las películas de El Pampero no están hechas para ganar dinero y mucho menos para las salas comerciales (especialmente La flor, que dura catorce horas), y tampoco están moldeadas al gusto del gran público, aunque su constante sentido del humor y su voluntad de contar historias atractivas y sorprendentes las emparenta con cierta tradición de cine popular. Lo que definitivamente sí comparten es la creatividad para vencer la falta de recursos.
Luego de los créditos iniciales viene una gran escena en la que se presenta a las protagonistas y los secundarios, el lugar donde trabajan, la actividad que realizan y se enuncia el conflicto. Básicamente todo el primer acto resuelto en un solo plano secuencia de ocho minutos que comienza con Elisa Carricajo, la arqueóloga argentina, entrando al instituto visiblemente acongojada y lidiando con un montón de problemas que no puede resolver. Finalmente rompe en llanto cuando le avisan que ha llegado una carga sin autorización. En ese momento llega Laura Paredes, la investigadora catalana, y con una actitud opuesta recorre el mismo itinerario que su colega y resuelve cada inconveniente con una sencillez y convicción que transforma lo que antes parecía una tragedia en una comedia. La escena finaliza con la revelación del contenido de la carga: una misteriosa momia con los ojos vendados. Este movimiento espejado que corrige su trayectoria es un ejemplo de economía narrativa y de creatividad formal. Un movimiento que, mientras desarrolla el universo de la ficción, describe el vínculo entre las protagonistas mediante una duplicación. Es hacer mucho con poco.
En esta misma secuencia se puede apreciar una constante llamativa de la puesta en escena que continuará durante todo el capítulo (y más allá): la cámara permanece demasiado cerca del rostro de las actrices, de tal manera que impide ver el lugar en el que están y las acciones que se realizan. La cercanía de la cámara produce una gran falta de profundidad de campo, un desenfoque radical de todo lo que no esté a la altura del rostro y por lo tanto, y paradójicamente, impide que el espectador se identifique con el personaje, que experimente las cualidades del espacio en el que transcurre la acción. Mientras la acumulación de primeros planos vuelve visualmente monótona la película, la profusión de relatos en on y en off con distintas tonadas de castellano (porteño, sanjuanino, español), sumados a una estridente musicalización que conduce las emociones, hace de la banda sonora una dimensión de gran riqueza. Como si cumpliera la función de orquesta y proscenio al mismo tiempo: está bien adelante, cerca del espectador, aportando el marco a la escena. La gran mayoría de los encuadres son una especie de retrato que funciona como una página en blanco en la que se puede escribir cualquier historia valiéndose de la banda sonora, algunos raccords de mirada y un poco de efecto Kuleshov. Esta constante formal hace que todo el capítulo adquiera una fuerte impronta abstracta. Si en la clase B de los 30 y los 40 se utilizaba la banda sonora para expandir el cuadro aludiendo al fuera de campo, aquí pareciera que la utilización de primeros planos y de fondos desenfocados sirve para restringir el área visual. No se trata de expandir lo que se ve sugiriendo lo que no se ve sino de reducir lo que se ve recortándolo, mediante un zoom aplicado a la imagen, a su expresión más elemental. Podríamos pensar que la digitalización del gesto de la clase B hace que esta pierda su encanto porque la artesanía que implicaba ahorrar dinero en la época analógica hacía que las manos dejaran su huella en la materia, y en la era digital esas huellas ya no existen.
II
Miccio
En el prólogo que menciona Ramiro, Llinás aparece en un parque al borde de alguna ruta bonaerense acompañado por su perro, se sienta en una mesa y con la ayuda de un cuaderno, un fibrón negro y la voz en off presenta La flor. En las primeras palabras hay algo curioso. No me refiero a la frase: “Voy a tratar de explicar la película” (que le permite dibujar la flor del título) sino a esta otra: “Tal vez la mayoría ya lo sepa pero…”. Por su duración (y no solo por ello), La flor es una película-acontecimiento. Por sus múltiples idiomas y géneros, una película sin fronteras. Pero por su estricto conocimiento del círculo en el que se va a mover es una película de pago chico. Solo en un ámbito muy restringido de Argentina tiene sentido que empiece así, con la presunción de que los espectadores estamos tan informados sobre lo que vamos a ver que podemos jugar el juego de los sobreentendidos, y quién sabe, tal vez sentirnos parte de un club. Es curioso. Con las torsiones propias de la modernidad, las historias que Llinás cuenta cumplen con el viejo pacto: acá empieza un mundo con reglas propias, independientes de aquellas que conocemos en nuestra vida cotidiana, y para entrar en él solo hace falta suspender la incredulidad. La película que contiene esas historias funciona al revés: es un objeto destinado a moverse en territorio conocido. La mayoría de la que habla Llinás, la que tal vez sepa, es obviamente la inmensa minoría interesada en cosas como una película de catorce horas hecha en un montón de lados y en un montón de idiomas por el tipo que hace más de una década filmó Historias extraordinarias. La flor está amonestada al mismo tiempo por los adverbios apenas y demasiado. Es como si Llinás se dirigiera a sus amigos (muchos de los cuales aparecen en la película) y enemigos, por un lado, y por el otro se dirigiera a la Historia. A aquellos de quienes sabe el nombre y presupone el modo en que reaccionarán y a aquellos que ni siquiera están en los planes de sus padres. Es un reto chico y una apuesta total. En lo inmediato, cuenta con el seguro interés de los interesados, que son indispensables pero no bastan, entre otras cosas porque su propia condición los obliga a cambiar de objeto a una velocidad que no es la del arte. En el futuro, quién sabe. Perder no va a perder. Eso está claro. Si triunfa, le dará al porvenir una obligación y algunas claves de lectura. Si se queda a mitad de camino -que es lo que hoy sospecho-, será presa del tironeo más convencional. No habrá hecho Invasión, por recurrir a un título al que él mismo gusta referirse. Habrá hecho alguna de las otras de Hugo Santiago. Mientras tanto, todavía al borde de la ruta, Llinás dice: “La película, esto sí ya lo deben saber todos, se llama La flor”.
En fin.
Como dice Ramiro, Llinás presenta el episodio de la momia como una de esas películas de clase B que en un tiempo (no dice cuál, pero seguramente piensa en los 40 de Val Lewton, no en los 70 de Larry Cohen o en los 80 de Stuart Gordon, porque su enciclopedia es bastante convencional, después de todo) Hollywood hacía de taquito y ahora ya no sabe hacer. Hay que decir que él tampoco sabe, aunque por otras razones. Digamos que el Hollywood de hoy no puede hacer esas películas cortas, baratas y muy a menudo notables por una tara industrial. Llinás no puede hacerlas por la mediación que le impone el cine moderno. Basta pensar en este juego: la cruz de la que se habla en un momento, para resolver una posesión, resulta ser la Cruz, es decir, una mujer con ese apellido. No la creencia: la alusión a la creencia. No la cosa: el nombre de la cosa. O más sencillamente: no la clase B, la memoria de la clase B.
A contramano de lo que Llinás dice en el prólogo, en el que sin problemas ubica sus historias en distintos géneros, una de las primeras cosas que aparecen en la película es una dificultad clasificatoria: un científico no sabe cómo rotular la muestra que tiene en el microscopio, y hasta que no interviene una autoridad firme, es incapaz de hacerlo. Esta autoridad es la doctora Lucía Conti (Laura Paredes), que soluciona en un santiamén todos los problemas que aturden a su colega y amiga Marcela (Elisa Carricajo), a quien vimos hacer el mismo recorrido unos minutos antes. Mujer débil-mujer fuerte. La cuestión de género que importa es esta, no la de la clase B. La historia de la momia es una historia de fortalezas femeninas, algunas ya conseguidas antes de que empiece y otras logradas en su desarrollo. Lucía y la Cruz (Pilar Gamboa) forman el primer grupo. El segundo lo forman Marcela y Yanina (Valeria Correa). Las referencias al machismo que hace Lucía en los primeros minutos -que los hombres no están cómodos si a las mujeres les va mejor que a ellos, básicamente- funcionan como prólogo para la aparición del villano del capítulo, un tal Márzico, que resulta una caricatura del varón rancio. Márzico -capataz en una minera, lo que le da una experiencia con el poder chico- se hace el gato diciendo cosas como: “¿Se van a quedar solitas en el instituto?”, pide que lo llamen como si las mujeres no pudieran cuidarse solas y se comporta como un idiota hecho y derecho, a cada paso y a cada palabra. Es el primero de los hombres puestos a pagar alguna culpa en la película (este es uno de sus motivos recurrentes) y el más torpemente diseñado, un garabato precostumbrista que está ahí para llenar un casillero social y servir como contraste a otros dos hombres: Giardina, tonto pero no jodido, y Claudio, agradable, interesado en Marcela, que hace lo que no hace Márzico: habla con respeto, se comporta educadamente y cuando la mujer con la que está le pide que la lleve a la casa, la lleva a la casa. Lucía y la Cruz no cambian. Yanina sí, por la momia, bajo cuya influencia mata a golpes a Márzico en una escena sin fuerza catártica (en este caso puntual, entiendo que es un problema), que funciona como vindicación de género. Marcela se vuelve progresivamente más segura. Al comienzo, se bloquea cuando los besos que se da con Claudio se ponen más calientes, repite: “Otra vez no, otra vez no” como si un trauma sexual la acosara, llora en el baño y no puede resolver nada. Más adelante, enfrenta a Giardina. Al final, sonríe como si las cosas tomaran un camino nuevo. Cuando el episodio termina (aunque no termine la historia) todas las mujeres conocen el poder, y la momia aparece como una fuerza al mismo tiempo peligrosa y vital. Los epígrafes suelen revelar su sentido una vez que concluyen las historias que encabezan. El que utiliza Llinás, de René Char, dice: “Mi hermana furiosa / llama al combate”.
El problema de Márzico -el de la mímesis maltrecha- acecha a Llinás en otros aspectos. Fundamentalmente en los diálogos. El episodio de la momia incluye una ilustrativa discusión entre Giardina y Marcela. Lo que dice el hombre está lleno de marcas de oralidad: “Lo que pasa es que yo todo el tema(aaa) que es paranormal, estoy medio ciego. Toco de oído. Para meterse con esas cuestiones hay que saber. Son cosas que, muy delicadas”. La respuesta de la científica, que interrumpe a Lucía y deja de lado su inseguridad inicial, se desarrolla entre respiraciones acusadas y está exageradamente escrita, lo que obviamente produce un efecto humorístico, como todo cruce de registros. Cito una parte:
“El tema es que la cosa se complicó, y acá está en juego la vida de una persona, y usted se tiene que hacer cargo del material que usted trajo, y con los fenómenos derivados de ese material, porque si algo llegara a suceder, y lo más probable es que suceda, usted puede llegar a tener un problema más grave de lo que usted cree, y no le estoy hablando de que le retiren la licencia sino de un juicio sumario por manejo irresponsable de patrimonio arqueológico, e incluso como cómplice de un homicidio. Así que yo si soy usted voy desempolvando todos los manualcitos donde aprendió los trucos de magia y hago lo imposible por ver qué es lo que está pasando con ese cuerpo y por qué está actuando sobre una pobre inocente que no tiene nada que ver y que ahora mismo está agonizando por culpa de sus errores y su falta total de consideración, Giardina”.
El hombre dice lento, con licencias gramaticales. La mujer contesta a toda velocidad, con apenas unos pronombres insistentes, consecuencia obvia de la presencia del interlocutor y de su voluntad acusatoria. La extensión de uno y otro parlamento dice algo importante. Llinás desconfía de los diálogos. Por lo menos de sus modos más obvios, que tan naturales nos resultan en la vida y tan mal suelen ser transpuestos al cine, en general por exceso de confianza en la mímesis. Y si no desconfía, les teme. Por eso, ya desde este primer episodio -que, por cierto, no tiene textos en off, como para decir de entrada, después de Balnearios e Historias extraordinarias: también puedo probarme en estas lides- la película está repleta de extrañamientos lingüísticos, que es una de las obligaciones a las que elige someterse. De ahí tantas lenguas y dialectos. Una vez que La flor haya terminado, habremos escuchado ruso, inglés, francés, italiano, chino, catalán, alemán, quechua y castellano de acá y de allá, para que tampoco el idioma propio nos resulte dócil (en el episodio de las espías, un interrogatorio incluye la traducción de varias palabras del español al español). Los recursos para huir del mimetismo oral son variados. En algún momento, alguien empieza un parlamento en español y lo termina en italiano. En otro, alguien mezcla la gramática y el vocabulario de un idioma con la fonética de otro.
La mejor manera de señalar algo es buscar una y otra vez estrategias para no decirlo. Llinás puede medirse con el mudo (y perder, como en el quinto episodio, remake de Une partie de campagne) y puede medirse con la escritura (y ganar, empatar o hacer partido, como en todos los otros). Con lo que no puede es con la oralidad dialogada. Se siente cómodo en la lengua, no en el habla. Por eso el peor momento de La flor es la crisis que enfrenta a director y actrices al comienzo del cuarto capítulo, en la que es inevitable la muletilla, la reiteración y todo lo propio de la palabra dicha, y no alcanza la voz impostada para llevar el discurso a los ámbitos que podrían haberlo contenido: la artificialidad de la escritura y el arte de la fluidez oral (después está Rejtman, pero su especie tiene un solo ejemplar). No es un tema menor. Un acierto de este primer episodio es el relato de la mamá de Yanina. Un relato oral. Lo que muestra que el problema es bien específico. Llinás es un gran narrador. Lo que no encontró aún es una solución para el diálogo. Ni con la ayuda de cuatro actrices venidas del teatro.
Dicho esto, y rogándoles que no me juzguen falto de razón, agrego: mi momento preferido de La flor, y ya una gloria del cine argentino, es justamente un diálogo. Pero claro, hay un detalle: es un diálogo-canción.
III
Salas
Retomo lo que dice José sobre La flor como película-acontecimiento. Si La flor es un acontecimiento primero y después una película (o un grupo de episodios que forman un acontecimiento), ¿cuál es la naturaleza del acontecimiento? Durante estos primeros años de circulación la mayoría de sus recepciones hablan del fenómeno del tiempo. Una película de catorce horas, un ejercicio de duración y, sobre todo, un documento del paso del tiempo en el cuerpo de cuatro mujeres. Pero, ¿cuándo es La flor? Algunos episodios están más ubicados que otros. “Las espías” sucede hacia el fin de la Guerra Fría. La mayoría parece estar situado en un presente que funciona como una casa sin cimientos. El tiempo es presente, pero todas las marcas del tiempo resultan extrañas: las computadoras son viejas pero no tanto (podrían rastrearse los años buscando las versiones de word que aparecen en “Las brujas”) o la ropa en “Los Pimpinella”, sobre todo esas botas de media caña y campera de jean blanca que usa Andrea Nigro, la que más lleva la marca de la época en ese episodio. Gran parte del tiempo de La flor es un tiempo sin historia, quizás porque funciona como otras ideas de la película: no la serie B sino la idea de lo B, no una película de espías sino la idea de hacer una película de espías, no el tiempo sino una idea del tiempo. Esto funciona de manera tal que esos años, esos diez años que llevó hacer la película se ven vaciados de historia y llenados de ficciones.
La serie B a la que refiere el episodio de las momias es probablemente la de Val Lewton, la Serie B con mayúsculas (¿se imaginan si alguien le hubiese dicho a Lewton o a Tourneur que ellos iban a ser la mayúscula de su serie…?). La anécdota fundacional de Lewton en RKO cuenta que, cuando le dieron el manejo del estudio, quebrado por el tornado Orson Welles, se sentó con Tourneur, Wise y Robson a estudiar el terror B de la década anterior (sobre todo las películas de monstruos de la Universal) ya que el terror vendía pero era difícil de lograr. Después de mirar un rato decidieron que tenían que hacer lo opuesto: en vez de construir todo para la presencia del monstruo, construir todo para su ausencia. Ese es el origen de la idea de lo B como el dominio total del fuera de campo, construido en ese espacio entre la síntesis y la pobreza como lo cuenta Santiago Fillol en Historias de la desaparición, donde pone a Tourneur y sus películas hechas en la RKO como el ideólogo de un uso del fuera de campo que no tiene que ver ni con el pudor ni con la sugerencia, sino con lo indefinido y lo indeterminado. Lo piensa como un eslabón entre lo clásico (un fuera de campo que siempre se actualiza) y lo moderno (la fuga del fuera de campo). ¿Qué queda fuera de campo en “Las momias”? Lo mismo que queda fuera de campo en “Los Pimpinela”, “Las espías” y “Las brujas”: el final. Una forma de pensar en esto es que estos finales, por ausentes, se vuelven imaginarios y por lo tanto infinitos. Otra forma de pensarlo es que estos finales están ausentes porque no importan, porque lo que importaba ya pasó. No quedan fuera de campo por ausentes sino por intrascendentes, porque una historia no es su final. Un fuera de campo según la lógica del deseo: si poseerlo sería destruirlo, una opción es la interrupción. Esta es una opción tramposa, y La flor es una película de trampas.
Fillol ensambla una historia del fuera de campo según lo que se puede mostrar y representar o no en cada época, y cómo esto genera convenciones en la forma. En nuestro espacio-tiempo, sin censura estatal ni religiosa que cree convenciones para esquivar el castigo, lo que regula lo que se puede y no se puede mostrar son la ética y/o las reglas del buen gusto, y en eso el episodio de las momias se aleja de la Serie B con mayúscula hacia otras, como la de una década más tarde, la serie B que vivía en los televisores, la del cine de aventuras y adaptaciones de novelas de H. Rider Haggard. En los primeros planos que pueblan los dos primeros episodios (y gran parte de la película) lo que queda afuera son las costuras más chiquitas: alguna cosa del decorado, la cantidad de gente que hay o no hay en el lugar (la falta material, digamos). Una puesta en escena sintética como pequeña defensa del buen gusto. Pero en el episodio de “Las momias”, casi como un choque, hay un gusto por mostrar las costuras grandes. La momia es un evidente muñeco cuyos elementos más nenucos se muestran con gusto: sus ojos, arrebatados. La otra gran costura que se muestra con gusto son los doblajes, de los cuales está plagada la película, cambios de voces entre las actrices que muestran el cuerpo pero no siempre la voz, así como también los cambios de idiomas, nada naturalizados. Creo que no hay forma placentera de ver La flor que no se permita compartir el gusto que la película tiene por mostrar las costuras grandes como esa, la voluntad de salir a jugar al cine de momias con un poco más de lo que hay a mano. El placer de armar maquetas y orquestar voces falsas de manera tal que armen estas historias fantásticas, inmensas, intrincadas, obviamente extraordinarias, que transforman las costuras grandes en grandes costuras. En este episodio una forma de lo B se levanta de la tumba y se envuelve en una pelea con la otra, dejando como resultado una película en la que coexisten las dos: hay grandes fueras de campo, tan grandes que son provocadores, y grandes momentos de artificio hipervisible. Es la coexistencia entre elegancia y falta total de buen gusto lo que hace a La flor algo tan extraño de ver.
La serie B de Lewton es también la serie de las mujeres. Panteras, zombies, aficionadas a la vida eterna son, ahora, el centro de la cuestión. Es un cambio total, tan total como el de Historias Extraordinarias a La Flor. Entre los primeros episodios hay una bisagra B en las tramas: el primero es de momias, el segundo tiene una trama musical pero también una trama de la búsqueda de la vida eterna. El personaje de Laura Paredes, la doctora en la primera, es la bisagra en la segunda: la asistente de la reina de la canción es también la mujer toxina. Flavia es en el episodio de los Pimpinelas una mujer B a la manera de La séptima víctima, o Yo caminé con un zombie, u otras. Es la mujer que puede lograr lo que la ciencia, una secta o la tradición no puede, pero no logra ver el alcance de lo que hizo y hace. Es una mujer-acción, que no puede tramar y entonces la trama se le cae encima. Una protagonista solo de una historia paralela, porque la trama principal es una historia de canciones que cuentan historias.
El segundo episodio de La flor parece ser una película de conversaciones en la que ningún diálogo es banal, toda línea está ahí para reconstruir un pasado o para provocar una acción en el futuro. Los diálogos, digamos, viven bajo la tiranía constante del relato. Un simple “Traeme un whisky” está ahí para definir al personaje de Gamboa (la cantante) y su relación con Flavia (la asistente). El casi único diálogo directo que es más forma que información es el del portero eléctrico, que es un gran chiste. Hay otro, la canción que finalmente los Siempreverde graban juntos en el clímax. Un diálogo-canción total hecho de la trama y dos personajes hablándose en la letra, es la escena donde quizás más funcione La flor como objeto. Tiene el típico cambio de registro que tanto puebla la película, que va del drama más serio a la comedia más absurda, con los agudos que tocan al personaje de Gamboa. La forma en que chocan esos registros, la forma en la que lo hecho y “mal hecho” importan y no importan, esa liviandad de la costura grande del doblaje chocando contra la intensidad dramática de la historia de amor que le da forma al episodio y que, aunque evidentemente cursi, evidentemente importa, produce uno de esos momentos en que La flor pierde cinismo, su otra tiranía -la necesidad del constante despliegue de inteligencia-, suelta los hilos (tensándolos) y se vuelve su forma total. Esa que pone la piel de gallina.
IV
Miccio
Suscribo ciento por ciento esto que dice Lucía al final, y es por eso que el episodio Pimpinela es para mí el punto más alto de La flor. Disfruto de algunas de las cosas que vienen luego, y hasta puedo admirarlas. Pero el amor es otra cosa. Una cosa medio berreta, mal afinada, desagradablemente sentimental.
¡Viva el amor!
Hay en Llinás una vocación de Historia. Tiene para aspirar a ella una imaginación fértil y un talento indiscutible para la narración. Le falta para conseguirla por lo menos una cosa: esa emoción contenida de la inteligencia que vuelve tan grandes a Borges y a Raúl Ruiz, que se encuentra también en César Aira, y que Llinás parece buscar en extensos parlamentos en off, como el de Siberia o el de las estrellas, ambos del largo episodio de las espías. Ahí donde la voluntad se nota menos, los resultados son mejores. Me refiero a este episodio dos, que prefiero por sobre todos los otros. Agregaría: por escándalo.
Hay dos historias. La primera trata sobre un dúo en el estilo Pimpinela que pasa por una crisis que tiene pinta de terminal: el hombre (Ricky) se fue con otra y la mujer (Victoria) no quiere grabar el tema nuevo. La segunda trata sobre mafias, escorpiones y especulación científica. Como el grupo musical se llama Siempreverde y el objetivo de los que experimentan con toxinas escorpiónidas es la eterna juventud, el tema común de las dos historias es la lucha contra el tiempo. En la ciencia, esa lucha se llama regeneración celular autónoma. En la música, se llama canción. Y es en la canción donde Llinás toca el cielo. No un cielo-Borges, como tal vez soñó tantas veces, practicando el símil y la enumeración.
Un cielo-Puig.
Las canciones (música de Gabriel Chwojnik, letras del propio Llinás) son cuatro: “Llueve”, “Como la hiedra”, “Las estrellas” y “Soy el fuego”, todas construidas con armonías, melodías y juegos de voces (desafinadas pero no burlonas) acordes al género y letras brillantes; las dos últimas, además, cuentan con una guitarra de impulso rockero que una vez puesto el cartel de “Continuará” se libera de la estructura de “Las estrellas” durante varios minutos, en un trance hendrixiano perfecto para demorar la salida de la sala o la toma del control remoto.
La canción más importante es “Yo soy el fuego”, porque (además de ser genial) carga con la mayor parte del peso dramático: el episodio empieza con Ricky grabando una parte de la letra, más adelante Victoria canta una estrofa, toca una versión al piano y finalmente, de nuevo en el estudio, los dos la interpretan entera, y las estrofas que no habíamos escuchado todavía producen un nuevo giro en la historia: una Victoria dominante decide por su cuenta un arreglo nuevo, se come todo con su mirada de loba ofendida y triunfa rindiéndose ante el tipo que vuelve por ella. “Aún te tengo”, canta él. Y ella consiente. Pero claro, horas antes le dijo a su asistenta: “Si yo no quiero que se vaya, no se va”. Victoria -que lleva bien el nombre- mueve los hilos de un barroco sentimental. Me tenés porque yo quiero que me tengas. Te tengo teniéndome. Esas cosas que hacen las mujeres. ¡Lo digo en broma!
Bueno, hasta ahí.
“Soy el fuego” vuelve a poner en el centro de la escena la cuestión de género, pero esta vez de manera más ambigua que en el episodio de la momia. En su versión de la historia de Siempreverde, Victoria dice que Ricky la conoció cuando ella tenía diecisiete años y él treinta y ocho, que ella no sabía nada del mundo, y en fin: que él se aprovechó. La versión de Ricky es diferente, pero su conducta (y nuestra actual sensibilidad, que obviamente Llinás tiene en cuenta) lo vuelve sospechoso; basta ver ese momento en el que ensaya una canción con Andrea Nigro, su nueva pareja: se exaspera, le grita, la corrige una y otra vez, hasta que ella le dice: lo que vos querés es que cante como Victoria. Una de las objeciones que Ricky pone a la interpretación de Andrea (por cierto, otro nombre motivado, contrario a Victoria, ya que expresa la preeminencia del varón) es esta: “El tema es simple, pero vos le estás haciendo un arrebol innecesario”. Además de alguna falta propiamente masculina, lo que Ricky tiene que pagar es este comentario, que tal vez acierte alguna vez pero que expresa un desprecio por el derroche y lo gratuito propio de quienes creen que filmar (o cantar) es ajustarse al medio tono o el buen gusto. Llinás disfruta de la proliferación, los desvíos y las frases de vocación brillante. Es todo adorno y pinturita. La flor, claro, está llena de arreboles. Lo bien que hace.
En un primer nivel, Llinás utiliza las canciones de dos maneras: como fuentes de información narrativa y como monólogos que dan cuenta del estado de ánimo de los personajes. En un sentido más amplio, las utiliza como criterio estético. Pimpinela le da a La flor teatralidad, maquillaje y orgullo grasa. Y es que Llinás -que curte en sus intervenciones públicas un gorilismo retórico, lo suficientemente asentado ya como para que Carri haga una broma al respecto en Cuatreros– sabe algo que no suelen saber sus amigos, y que difícilmente reconocerá sin tomar algún resguardo (¡como si importara!): que en esas melodías populares, sin aspiraciones, hay o puede haber más verdad que en las grandes obras en las que buscamos una sabiduría que sin dudas tienen, y que recurrir a lo que carece de prestigio para confirmarlo en su lugar es tarea de canallas, no de directores de cine. En ningún lugar de La flor queda tan en evidencia la relación del director con sus materiales. Una cosa es la clase B de los años 40 o las historias de espionaje con citas de Frtiz Lang, que ya están salvadas y condenadas por el prestigio. O los libros de Stevenson, que todavía más. Pero otra cosa, bien distinta, es aquello que no pasó aún por ningún bautismo de autoridad, y que seguramente no pasará nunca. El travelling es cosa de predicadores. Es la canción pimpinelesca la verdadera cuestión moral. En su segunda historia, Llinás se enfrenta por única vez a algo que le es ajeno. No hay Borges o Renoir que lo proteja. ¿Y qué hace? Lo que hace un cineasta: capturar la fuerza de una materia sin obligarla a ser lo que no es. Y sobre todo, en caso de que la materia con la que trabaja sea una materia degradada: sin replicar el modelo cultural que la desprecia, y menos que menos redimirla, como si la convocara no para exprimir su potencia sino para corregir su error. Llinás no pone un epígrafe de Velvet Underground (“Ten cuidado: el mundo anda tras de ti”, de “Sunday Morning”) para cubrirse de las canciones sentimentales (ni un comentario sobre Mozart para cubrirse de Velvet Underground, por si quedan melindrosos), sino que hace de las canciones sentimentales el idioma mismo de su historia. Esta es la clave. Llinás filma contra la tentación paródica y el guiño camp. Es cierto que la atmósfera que generan la música incidental y los rayos que estallan cada tanto en el cielo tienen una cualidad alusiva, como si ofrecieran un gótico de segundo grado. Y cierto que el plano -grasa, hermoso, pop- que presenta a Andrea Nigro en la cama contra una ventana de estrellas puede ser visto como una escultura de Cánova pasada por el filtro de Warhol o Roxy Music. Es cierto, en fin, que hay una y mil mediaciones. Pero no hay nada en el episodio que sea objeto de broma ni de interés culposo. Y menos que menos las canciones, cuya plenitud es absoluta y emocionan como ninguna otra cosa en La flor. Pimpinela soy yo, dice Llinás. Esa es su gloria.
V
Sonzini
Aunque estoy de acuerdo en que el final de “Los Pimpinela” es uno de los momentos emotivamente más altos de la película (personalmente tengo otro preferido, pero reconozco la grandeza de un hit cuando lo escucho), disiento en que el capítulo en su totalidad sea el mejor, y esto se debe a que aquí se acentúa aún más la monotonía de la puesta en escena: el cuadro casi no varía su composición durante las dos horas que dura el capítulo, alternando entre primeros planos de los personajes que conversan. Como se trata del movimiento de los sentimientos dentro de una historia de amor, y estos son fenómenos invisibles e inmateriales, no hace falta más que alguien relatándolos. Por eso puede pensarse como una película recitada, un radioteatro ilustrado. Sin embargo, en este episodio paradigmáticamente austero, es en donde más didácticamente se expresa lo que para mí es el tesoro de La Flor: la complejidad y creatividad de su dispositivo narrativo.
Primero Victoria le pregunta a Flavia si conoce su historia y le pide que se la cuente. Comenzamos con una perversión de una forma clásica: no es la protagonista del periplo quien lo relata sino un miembro de la audiencia, una especie de inversión de roles que carga las tintas y pone a Flavia casi en situación de examen. Aquí aparecen los flashbacks en blanco y negro (de un mal gusto encantador, que podrían ser parte de un video de fiesta de casamiento) que ilustran esta version absolutamente romántica e idílica. Cuando llega al momento del primer beso debajo de un nostálgico árbol, ante la mirada reprobatoria de Victoria, Flavia dice: “No sé… es lo que dice el libro”, y un plano detalle del libro al que alude interrumpe la narración como señalando el arma del crimen. La historia según la asistente se convierte en la Historia Oficial. Aquí toma la posta Victoria y por supuesto la cosa cambia. Toma la guitarra y, mientras arpegia una melodía, relata esa fatídica noche, varados en un alero en la vereda de un teatro de provincias, en la que se dio cuenta que el tipo que tenía al lado, al que creía “el rey”, era en realidad un inútil. “En ese momento él dejó de ser un hombre para mí, se convirtió en una causa, en un destino”. Ella misma vivió un desengaño, que no es otra cosa que la rectificación de una historia que se cree verdadera. Una nueva versión. En ese momento se detiene, le pregunta a Flavia si conoce el tema y le pide que lo cante. Es “Lluvia”, el hit que supuestamente compusieron esa mañana luego de enamorarse. Ambas cantan las primeras estrofas que son otra versión de la misma historia, una que oída a la luz del relato de Victoria, revela su costado sombrío. Finalmente Victoria le pide a Flavia que ponga el disco, el resultado final de esta tumultuosa y multiforme historia de amor.
La secuencia puede pensarse como una demostración paso a paso de cómo se construye una leyenda y cómo esta contiene muchas otras versiones que ponen en duda su veracidad. En este punto se para Llinás para trabajar: si cada leyenda es una falsa verdad instituida, la ficción es una herramienta que puede virtualmente subsanar esa injusticia elaborando tantas reversiones de esa historia como le sea posible imaginar. El interés no está en vengar la injusticia intrínseca a cualquier Historia Oficial (no es el final de Bastardos sin gloria) sino en las infinitas posibilidades que abre su negación (y en esto disiento con la lectura que hace José respecto de los distintos modos de encarar los materiales según su origen alto o bajo, creo que todas las referencias son puestas a la misma altura una vez absorbidas por la película, que desvincula de sus títulos y sus cargas todo lo que incorpora). La aventura que Llinás emprende no es la de los piratas, ni los exploradores, ni los antropólogos del siglo XIX que tanto ama, sino la de la imaginación y la evocación, la aventura del niño que construye castillos con sábanas y sillas en el living de la casa de sus padres. Y, como los padres cuando encuentran el despelote, los espectadores percibimos la tensión entre la virtual sensación de infinito chocando brutalmente con la naturaleza finita de la materia (las sábanas y las sillas o los sonidos y las imágenes). No nos sorprende que esa porquería amorfa de telas y adornos tirados se parezca a un castillo (que era lo que buscaba la clase B de los 40) sino que el demente de nuestro hijo convierta eso en un castillo mediante su imaginación. Lo fascinante de Llinás no es la materia de su cine sino lo que su cabeza (virtualizada por su prosa) puede proyectar en ella.
VI
Salas
Llegamos a mi episodio favorito de La Flor, el de las espías. O mejor dicho, cuatro veces Lola Montès. Les refresco la historia: Lola Montès es una película de Ophüls sobre un personaje real cuyo nombre artístico de bailarina y cortesana era Lola Montez. La película comienza hacia el final de la vida de Lola, quien venida a menos trabaja ahora para un circo en el que interpreta momentos estelares de su pasado romántico. Entre el principio y el final del espectáculo se plantan flashbacks hacia esos momentos de la vida de Lola, que son también los rastros que responden a la pregunta ¿por qué está esta mujer en este circo? O sea, a través de estos viajes temporales hacia el pasado de Lola se amplía el tiempo de la película, que comienza a habitar más su pasado que su presente y se prepara para un posible futuro fatídico.
Ya que hablamos de momentos pico, el episodio de las espías tiene muchos, pero hay uno que es un centro posible del episodio, protagonizado por un personaje que no es una Lola, sino un acompañante opaco y silencioso, la excusa del episodio (aunque tiene su espacio en los flashbacks). Me refiero al monólogo del científico y las estrellas. Cuando vimos la película de nuevo en casa, Martín Alvarez tuvo la idea de que ese monólogo narra el efecto inverso de lo que le pasa al personaje de James Dean en la escena del observatorio de Rebelde sin causa. Frente a las estrellas falsas del auditorio circular de Griffith Observatory, el personaje de James Dean se enfrenta a su ínfimo tamaño en el universo y desespera. El científico en cambio, frente a la presencia del universo no se confunde ni se angustia, sino que se ubica. En realidad, ambos personajes se ubican, pero a Dean conocer su ubicación lo desorienta, mientras que al científico lo orienta. Será porque el científico se pasó la vida mirando hacia afuera, mientras James Dean todavía no pudo aprender a lidiar con los límites y correspondencias entre él mismo y todo lo demás. Este es un posible centro del episodio porque gira en torno a una función de la ficción que tiene que ver con inventar una vida en el espacio de dos segundos, el lugar del flashback total, una dinámica del relato que Ophüls parece heredar de Stefan Zweig, a quien adaptó muchas veces y quien escribía historias en las cuales un encuentro casual, casi siempre con un extraño o con un conocido que había sido olvidado, abría un túnel hacia un relato del pasado. Por eso Las espías son cuatro veces Lola Montès: son cuatro condenadas al ostracismo (que llevará eventualmente a la muerte, o peor, a una condena suspendida) por haber tenido más historia de la que tenían permitida.
Las cuatro espías que protagonizan el episodio son cuatro mujeres que llegaron alguna vez a lo máximo de su profesión y cometieron un error (a veces voluntario) que hizo que las expulsaran del paraíso. El tema es que el paraíso no es tal, porque la vida del espía es como la del soldado, la bala puede llegar en cualquier momento y, si no llega, quedan los traumas. Cuando empieza la película ya son un descarte de su propio sistema, ya están embarcadas en una misión falsa cuyo verdadero fin es eliminarlas. Si están al tanto o no de cual es su destino, no lo sabemos, quizá lo intuyen con el tiempo. Las vemos cumplir cada paso con total profesionalismo, hasta el punto que llegamos a dudar de si lograrán eliminarlas. En los gestos de cada pelea, encrucijada y decisión, todos efectivos, se encuentran inscritas las coordenadas de sus pasados dorados.
Esta estructura arma la paradoja del olvido. ¿Sirve la ficción para salvar a las cosas del olvido? Es una falsa pregunta, porque la ficción misma es la que inventa ese olvido, lo planta en su propia historia, crea los elementos para vencerlo y después se llama a sí misma perdedora (pobre observadora de la caída de la memoria), generando un efecto de doble final en el cual todo está perdido y a la vez lo hemos encontrado. Este tipo de historia se articula sobre la base de que al encontrarla nos olvidaremos que esto es una invención y lo calificaremos de milagro, la ilusión de que lo que acabo de ver sucedió sólo frente a mi y nadie más. Es una ficción que inventa la sensación de haberle ganado al tiempo, como si el tiempo y la ficción no hubiesen trabajado juntos para producir esta paradoja del olvido.
Si las estrellas ubican al científico en su espacio, su monólogo lo ubica para nosotros, lo vuelve alguien. Las historias que cuentan las voces en off del capítulo nos ubican en la importancia que tienen esos cuerpos que se mueven en la pantalla, les dan espesor. Como decían antes ustedes: la literatura vuelve a la vida, vidas. En el monólogo del científico, Llinás dice: las estrellas eran las mismas, pero dadas vuelta. ¿Dadas vueltas en cuanto a qué? Al lugar de donde él es. Argentina, para él, es allá, no acá. Igual que con la paradoja del olvido, la ficción es eso que dibuja en la nada un horizonte, decide qué cosa queda de un lado y qué del otro (qué es acá, qué es allá), y cuando importa lo que se ve (lo que está de este lado) y lo que no se ve. También, si lo que se quiere ver es lo que se tiene cerca, o si es lo que no se ve pero quisiera verse.
El género de espías es un género desechado por el tiempo. El mundo ya no aparece polarizado y la tecnología circula de otras formas, así como también la información. Un género desechado para cuatro mujeres desechadas. Casterman, el hombre que se dedica a desechar espías, tiene una voz un poco como la de Alpha 60 en Alphaville. Así que por qué no citar a Borges, citado por Alpha:
“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Alpha 60.”
de Borges, Nueva Refutación del Tiempo.
VII
Sonzini
Una semana atrás creía que este era mi episodio favorito. Hoy, luego de volver a verlo, ya no sé qué pensar, estoy confundido como cuando el enamoramiento empieza a ceder terreno y uno no sabe si eso que se aplaca es el amor que se asienta o el amor que desaparece. La flor es un objeto fascinante por su exuberancia, por su inconsistencia, por su imperfección. Cada vez creo menos que sea una obra maestra y cada vez me resulta más interesante como obra inacabada, como matriz de pensamiento.
“Las espías” es el centro, el torso de la criatura. No sólo por su duración (de casi seis horas) sino porque es en donde más explícitamente se despliegan las armas estilísticas de Llinás. Este episodio es el Historias extraordinarias de La flor. Como bien decía Lucía, un grupo de espías han sido enviadas a Sudamérica a una falsa misión cuya excusa es rescatar o secuestrar a un científico llamado Dreyfuss que se dedica a desarrollar cohetes, y cuyo verdadero objetivo es matarlas. Un agente de inteligencia de alto rango llamado Casterman, desde su oficina en Bruselas, envía a otro grupo de mujeres -que en los créditos aparecen como “las malas”- a encargarse de nuestras heroínas. Casterman encarna al narrador a través del cual vamos a conocer las historias de cada una de ellas en forma de flashbacks que irán interrumpiendo el desarrollo de la historia principal (denominada “Operación Hércules”). La totalidad del episodio está subdividido en diez capítulos, cada uno anunciado por una placa con su título, que operan como bifurcaciones, historias secundarias que se desprenden de la principal y luego vuelven a ella. Cuando una película narrativa tradicional incluye un flashback, en general sirve para explicar algo de la trama principal; un desvío que responde a una necesidad argumental. Es decir, un elemento secundario cuya existencia es absolutamente subsidiaria. En La Flor se invierte esta relación de fuerza: la historia principal es casi un McGuffin que habilita la posibilidad de una gran cantidad de desvíos; y estos son la verdadera razón de ser del capítulo. La bifurcación es el segundo gran movimiento de la película (el primero es la repetición con variaciones de la que hablamos a propósito de “Los Pimpinela”).
El resultado de tener el desvío como regla (y no como excepción) lleva al capítulo a desembarazarse de la necesidad de dar explicaciones. Como dice Llinás en el primer prólogo, “Estas historias comienzan, pero no terminan”, y esa regla heterodoxa le permite ejercer una libertad que usualmente está prohibida. La libertad de pasar de una cosa a otra sin tener que cerrar la anterior y sin tener que justificar el movimiento. Por otro lado, en esta estructura en donde se acumula una gran cantidad de historias distintas, protagonizadas por personajes distintos, en lugares distintos, en idiomas distintos, movidas por emociones distintas, lo que empieza a sedimentar como valor es justamente la variedad que produce esa acumulación. Ya no nos importa si la historia “tiene sentido” o “es verosímil”, la lógica que articula las partes con un todo, sino el placer estético que produce la acumulación de matices, de variaciones, en un mismo cuadro. Lo verdaderamente valioso es la cantidad de detalles que habitan este gran fresco, más allá de si es armónico u homogéneo.
VIII
Miccio
Entonces, tenemos dos episodios: la momia que se quiere clase B y el musical Pimpinela. El episodio tres empieza con la exhibición de lo que no tiene. Como si dijera: “Miren, ustedes, que saben que soy Llinás, todo lo que soy capaz de hacer sin palabras”. Así durante un cuarto de hora, hasta que en un momento, cuando ya queda claro que con la cámara y el sonido puede narrar, hacer trucos y escalonar una y otra vez a las actrices en el cuadro, hace su aparición la estrella ausente. “Entonces”, dice Llinás. Y el relato en off arranca. Primero un poco, después bastante, hasta que en la historia de la espía Theresa a la voz de Llinás se suma la voz de Llinás (Verónica) y bueno, ahí vamos.
La aparición del relato en off no es un momento entre otros. Es el momento en el que La flor entra al territorio conocido. A lo probado. Al lugar donde Llinás se sabe ducho. Justo en el extremo opuesto del capítulo-Pimpinela. Primero lo que nunca, después lo de siempre. Hay una historia subterránea en esta organización. Una historia de viajeros. Dos episodios completos y catorce minutos del tercero tardó Llinás en decir “Entonces”. Unas cuatro horas. Como si para recurrir al procedimiento que lo distingue tuviera que haber pasado antes por una purificación. Le habrán dicho en su templo: “Volverás al relato en off solo después de demostrar que podés evitarlo. Solo una vez que a todos les quede claro que es una opción, no tu destino”. No deja de ser lógico. Siempre hay una cruz. La culpa, la reputación, el estilo. Llinás, que dice al final de Historias extraordinarias las únicas palabras en in de la película como quien dice un manifiesto (“Siempre viajando”), no puede volver a casa así como así. Un viajero accede a la seguridad solo si antes tuvo sus sirenas y su Circe, su Calipso y su Polifemo. Si no, no es un viajero: es un turista. Más que las historias de las cuatro espías, lo que me interesa de este tercer episodio de La flor es ese segundo -y todo lo que ese segundo abre- en el que queda expuesta la pelea de Llinás por ganar el derecho a un procedimiento que le es propio. Como si fuera necesario. Como si hubiera realmente algo que purgar. En esta entrega noble y dudosa (y por dudosa en verdad noble) veo al cineasta. Mucho más que en el científico Dreyfuss ante las estrellas. Y mucho más, definitivamente, que en el parlamento organizado en base al anafórico “vieron”, que al igual que el de Siberia deja muy en evidencia su condición de ejercicio de escritura. Imagino esta escena. Alguien lleva a un taller literario la enumeración de “El aleph” y una consigna para practicar el procedimiento. La consigna, en lugar del caos que sugiere Borges, nacido de la falta de una categoría ordenadora (“todo” no lo es, obviamente) pide cosas más específicas: lo que podría ver un niño en su primer día de clases, lo que podría ver un escritor ávido de fama en una ceremonia de premiación que tuvo la mala fe de ignorarlo, lo que podrían ver los extranjeros que viajan por las rutas bonaerenses. A Llinás le tocó la última opción. Escribió. Sonrió tal vez sin saberlo, convencido por alguna imagen. Finalmente leyó:
“Vieron lagunas, vieron manadas de vacas negras pastando a lo lejos, vieron casas muy antiguas pintadas de rosado o de rojo, vieron cercos de alambres y molinos como en Australia, vieron palmeras bajas y solitarias, vieron aves rapaces más grandes que un halcón y más pequeñas que un águila, vieron liebres cruzando a toda velocidad el camino, vieron portones de madera largos y bajos con palabras escritas en carteles (palabras incomprensibles), vieron perros que salieron corriendo a ladrarles y las persiguieron con insistencia durante varios metros, vieron torres de alta tensión alejándose hacia el horizonte como gigantes, vieron árboles secos y postes de luz o de teléfono en el que algún roedor o algún pájaro había construido extraños nidos de tierra. Alguna vez vieron algún hombre a caballo, y ese hombre las saludó, como si las conociera”.
Imagino que todos aplaudieron. ¿Y cómo no? Es Llinás siendo Llinás, hablando para los que tal vez sepan. De ahí, también, que en otra manifestación del par desconocido-seguro, después de su aventura-Puig, Llinás multiplique las referencias a Borges. El capítulo del que forma parte la enumeración que transcribí se llama “El otro duelo”, como uno de los cuentos de El informe de Brodie (ese, terrible, de la carrera de degollados). El color de las casas que se mencionan en un momento remite obviamente a “Hombre de la esquina rosada”. Y como todo esto nace de “El aleph”, hay también una referencia más fina: el “palabras escritas en carteles (palabras incomprensibles)”, que reproduce el corte rítmico del paréntesis borgeano: “vi un laberinto roto (era Londres)”.
La enumeración no está sola, por supuesto. Es parte de un discurso mayor, que trata de lo que sienten las espías al saber que van a morir ahí, “en algún lugar de Sudamérica”, y se escucha mientras la imagen nos muestra un árbol solitario, una tranquera, un camino de tierra y el dominio horizontal de la llanura. Pero todavía falta algo: el piano romántico y melodioso que se suma a la soledad de la pampa en el crepúsculo, al contenido del discurso, a la voz evocativa de Llinás y al ritmo letánico que la anáfora produce para dejar todo listo. No hay cosa que no lo señale: he aquí un momento poético.
El problema que encuentro en el episodio de las espías es este, precisamente. El “he aquí”. Aparece en diferentes grados. Nunca tan alto como en este ejemplo y el dilatado jardín de comparaciones con el que Siberia es adornada, y nunca tan bajo como en algunos momentos que quisiera mencionar: el sol de noche, que despierta el recuerdo de algunas férreas metáforas (y de las kenningar que investigó Borges), el gracioso Mack the Knife haciendo sus monerías, la música del final, que deja un aroma a western spaghetti, y sobre todo un cierto encanto del paisaje, algo que Llinás no había conseguido nunca, o por lo menos no tan claramente. La herramienta principal para producir este encanto, o revelarlo, es el trabajo conjunto de la panorámica y la banda sonora. Son muchos los ejemplos. Mi preferido -tal vez por su sabor italiano- tiene lugar en el Salado: mientras las malas esperan a las espías, hay una panorámica que imagino inspirada en el plano secuencia de Crónica de un amor en el que los amantes planifican el asesinato. (Antonioni y la llanura se llevan muy bien. Llinás no puede ignorar eso). La toma sigue un criterio que se repite otras veces: el de situar, en su origen, a una actriz en el borde del encuadre, abandonarla en el movimiento y detenerse luego de un largo recorrido al encontrar a otra o a la misma, en general también a un lado de la imagen, o con espacio suficiente como para que las demás puedan entrar, salir o posar. Durante el movimiento de la cámara, las gaviotas graznan en perfecta sintonía con el piano. (Este uso musical de lo que se percibe como sonido ambiente es otra virtud del episodio, que mezcla con inteligencia los instrumentos con mugidos, graznidos y gorjeos, en una pequeña sinfonía pampeana). Como tantas cosas en La flor, el recurso se repite y suma variaciones. La panorámica puede ser unipersonal, como la que presenta en el monte a la Juana de Arco guerrillera mientras Llinás cuenta su historia en off y una música de inspiración morriconesca se combina con el sonido de los helicópteros (ya no hay gaviotas). Puede comenzar sin actrices, descubrirlas en el movimiento y terminar con su reunión. O -en un notable esfuerzo de producción, como se decía antes- puede pasar de una actriz a un helicóptero, como sucede en la historia de la tercera espía, el día que mata al líder palestino y ve por última vez a su compañero Ángel. Lo más persistente es el juego de escalas: las panorámicas suelen empezar en un plano abierto, cuanto más general mejor, y terminar en un plano medio o un primer plano.
Eso por un lado.
Ahora me gustaría tratar de honrar la conversación y disentir con Lucía. O mejor dicho, ver a dónde me conduce un hilo en el que jamás habría pensado sin su intervención. Se trata de un tema menor que puede conducir a otro mayor. Básicamente: no alcanzo a ver a Ophüls en La flor. Ophüls es un sensualista. Sus películas llenas de dolor son fiestas de la forma, del movimiento y (en el último de los regalos que nos hizo) del color. La sensualidad de Llinás pasa por la palabra, y no alcanzan las pinturas de Manet para que los planos se vuelvan voluptuosos y den ganas de hundirse en sus colores y tocar la hierba o los vestidos de esas mujeres de labios inquietantes. Y sobre todo: el lazo entre piel y espíritu, que resplandece en Ophüls como en muy pocos cineastas, me parece que no existe en Llinás, que es un director que gira alrededor de la inteligencia, a la que honra y tal vez padece. Esta sería la cuestión mayor. Porque más allá de los vínculos que no supe percibir, la referencia de Lucía me hizo pensar en Mi experiencia, un texto de Ophüls que en un momento dice algo importante:
“Hay una corriente que arrastra la nave de nuestra vida, una embarcación inmensa en la que actores y director ofrecen un espectáculo. No es una corriente eléctrica, ni atómica, pero en sus orillas habitan los poetas. Es la corriente de la imaginación. Corre a través de todas las artes, y si de vez en cuando empapase un poco al cine, deberíamos sentir alegría y contento. En este momento la corriente está amenazada por un exceso de inteligencia”.
¿Qué significa este exceso de inteligencia, si tal cosa fuera posible? Proust da otra pista en el prólogo de Contra Saint Beuve. En el comienzo escribe: “Cada día valoro menos la inteligencia”. Y al final concluye:
Inferioridad de la inteligencia que, a pesar de todo, hay que pedirle a la inteligencia que establezca. Ya que, si bien la inteligencia no merece la corona suprema, es la única capaz de concederla. Y si bien no tiene en la jerarquía de virtudes más que el segundo lugar, nadie más que ella es capaz de proclamar que el instinto debe ocupar el primero.
De más está decir que dos tipos geniales como Ophüls y Proust no cultivan ningún desprecio por la inteligencia. Yo diría que al contrario: como tienen a la inteligencia en tan alta estima, entienden que hay algo que está más allá de ella, y de lo cual el arte no puede prescindir. O tal vez mejor: saben que una de las tareas fundamentales de la inteligencia es producir también aquello que la excede, lo sepa o no. Una cita de Borges (según Bioy), para seguir con la costumbre: “Los efectos de Shakespeare no son justificables por la inteligencia. Con pura inteligencia no se logran”. ¿Me permiten un desvío? Creo que viene a cuento. Tomemos una obra de arte que sea importante para nosotros. Cualquiera. Yo digo, hoy, Kamikaze. Puedo reconocer en esta canción una fuente musical, y en aquella otra la serie estética en la que puede inscribirse su letra; si no fuera tan sordo, encontraría cosas decisivas que ahora no sé comunicar. Pero Kamikaze no se puede desagregar como si fuera un compuesto químico ni es la síntesis de algunos elementos dispersos que otro podría haber reunido. Es algo de lo cual ni siquiera Spinetta puede decirlo todo, y eso es parte fundamental de su grandeza. No veo nada místico en esto, salvo tal vez la retórica. Hay un porqué. Los seres humanos aprendemos de otros seres humanos; cuando alguien muestra que lo que aprendió excede los límites que nos imaginamos posibles, para expresar lo admirable que eso nos resulta modificamos la fuente del aprendizaje. No hay que ser creyente para decir: a Kamikaze lo dictó Dios, ni un romántico para decir: Kamikaze es la obra de un genio. Basta entender que con Kamikaze (o con la obra que cada uno elija) sentimos algo que no habríamos sido capaces de sentir sin su influencia, y que eso que produce es tan importante que nos exige un vocabulario que no sabemos manejar bien. Las obras de arte que nos importan no nos expresan: descubren para nosotros una vida que ignorábamos. Nos fundan. Nos ofrecen no la identidad sino un fuego que la chamusca o la quema. Por eso una de las frases que más se reiteran cuando alguien quiere comunicar la importancia que tiene en su vida una obra de arte es “No fui el mismo después de…” Me importan estas cosas. Sé que Bourdieu tiene razón cuando dice que eso que llamamos sensibilidad artística participa del fenómeno social de la distinción. Pero también sé que no hay experiencia estética que no funcione como un “y sin embargo” a la interpretación sociológica. En su serie televisiva Modos de ver John Berger explica el funcionamiento social de la pintura al óleo, establece vínculos con la publicidad, pone la lupa sobre la representación de las mujeres y sobre cómo la reproducción técnica modifica la historia entera del arte. Y también dice: pero miren este Rembrandt viejo, como si ahí ya no funcionara su propio discurso. Como si, después de todo, Berger tuviera que aceptar que hay cosas ante las que ya no puede seguir hablando sin descubrir que lo que dice es también cháchara, como la de los profesionales con los que varias veces polemiza. Ese límite de la explicación hace que la explicación sea legítima. Discutible, como todas las cosas de este mundo excepto Bochini y la muerte. Pero legítima. Para lo que Berger llama “Rembrandt viejo” tenemos un conjunto de palabras, por supuesto que históricas, que tratan de dar cuenta de aquello que se resiste al esfuerzo de la explicación. Elijamos la que nos guste más. Genio, sabiduría, gracia, misterio, instinto (es la palabra de Proust), encanto, poesía. Yo diría: emoción. Y agregaría: emoción estética, porque no es una mera cuestión de contenidos. Pensemos en Borges, ya que lo citamos tanto, un tipo que todavía hoy pasa por intelectual y por distante, pero cuya proverbial flema británica no esconde -yo diría que al contrario- las pasiones que lo trabajan y enaltecen. Borges, que en “Funes, el memorioso” cuenta que Ireneo mira hacia la oscuridad para descansar de esa maldición que es la memoria perfecta, una de las expresiones más hondas y conmovedoras de lo que pueden pesar los días. No es extraño que Bioy cuente en su diario que Borges se quejaba de quienes no encontraban emoción en su literatura. Tenía toda la razón del mundo. Basta pensar en “Everness”, en “Spinoza”, en “Límites”: esos poemas maravillosos, llenos de erudición y de lo que toda erudición sincera sabe: que el premio del conocimiento es la evidencia de su debilidad, y que cuando todo termina lo que nos despide es un temblor, no una idea. El cine dio de esta despedida algunas imágenes inolvidables. La amistad infantil en Érase una vez en América, Noches sin lunas ni soles y Novecento. Los caballos en Mientras la ciudad duerme. Y por supuesto, la más famosa de todas: el trineo de El ciudadano. Hay quienes le ponen nombre a un estilo o a una época. Welles fue tan grande que bautizó el temblor con el que termina el tiempo. ¿No se preguntaron nunca cuál será nuestro Rosebud? Así, contenida y vibrante, como la muerte de un tipo poderoso que solo tuvo un trineo, es la emoción borgeana. Como la de Raúl Ruíz. Como la de Un mal hijo, la inmensa película de Claude Sautet. Como la que Llinás todavía busca. Porque -y a esto quería llegar, pero necesitaba el desvío- Llinás parece saber que la inteligencia, que ha sido con él generosa, es indispensable pero insuficiente. Que sola, librada a sus trucos, corre el riesgo de ser igual de exitosa y de vana que el espía Mack the Knife: ganadora, pagada de sí, absolutamente infumable. El problema es que como no encuentra, Linás busca, y cuando intenta dar el salto tras eso que convierte el talento en genio queda atrapado en la inteligencia de la que hablan Ophüls y Proust, y que tal vez sea la misma a la que Lucía califica de tirana en su primera intervención.
Termino (ya sé: por fin).
No quiero ser injusto. Merece admiración Llinás. Es un inventor. ¡Nada menos! Soy escéptico ante el episodio de las espías no porque desconfíe de su valor sino porque vuelve muy evidente una voluntad de lucimiento que no alcanza el punto en el que se convierte en otra cosa. En la cosa que importa. En la que hace la diferencia. Los arreboles brillan cuando intensifican la sensualidad. Es lo que sucede en Ophüls, que hace maravillas que (primero) estremecen y (entonces) deslumbran: con la cámara en Caught, con el color en Lola Montes, con las miradas en El placer, con prodigios como el diálogo de bote a auto en La signora di tutti. Los arreboles de Llinás intensifican el ingenio. Lo muestran todavía como la estrella de algún taller, una cucarda pobre para un tipo que está detrás de algo grande. Llega un día -me parece- en el que la inteligencia entiende que no necesita señalarse una y otra vez, que tal vez la veleidad le quita chances de desplegarse libremente y de conquistarse a sí misma, al punto de olvidar sus trucos y mantener sus trampas a resguardo. Llinás está mucho más cerca de ese día en el episodio-Pimpinela que en el de las espías. ¡Es por abajo, Llinás!
IX
Salas
A favor de esta discusión. Es cierto que Ophüls es un sensualista y Llinás no lo es. Lo que les veo de parecido está más en la forma de orquestar el tiempo y sus historias, o sea, cómo funciona el olvido en cuanto a la narración. Hay en La flor un mecanismo similar a lo que decís, de encontrar lo que excede a la inteligencia, que son las cuatro actrices. La alianza con las chicas es la forma de completar lo que venía incompleto, y de sensualizar un poco lo insensualizado. La inteligencia de ellas cuatro es una inteligencia corporizada, hace material todo lo que de otra forma sería exceso de artilugios. Con sus gestos resuelven situaciones que son casi pruebas, como componer un personaje que llevará la voz de alguien más, o dar dinamismo a la sobreabundancia de primeros planos y cambios de foco, salvándolos de la muerte. Por eso el capítulo de las espías me sigue pareciendo el mejor, porque es una observación mucho más detallada de las posibilidades de esa inteligencia orgánica de las actrices, de su trabajo por un lado y de su apariencia por otro, del efecto que tienen en la superficie de la pantalla. El segmento de Laura Paredes en París, con los cuadros de Manet, trabaja con la inteligencia de su apariencia, de sus superficies, por dentro y por fuera del relato. La película revive a los cuadros en el espacio, buscando sus lugares (o haciendo como si los encontrara, nunca se sabe), a la vez que imprime también sobre esos espacios la presencia de la actriz, registrando los últimos momentos de la vida secreta de la espía en la ciudad. Los espacios, llenos de esas dos historias (la de los cuadros -o sea la de la historia de la pintura- y la de la película que vemos) son tocados por los rostros y por lo tanto nunca serán los mismos, son para siempre inolvidables. Me hace acordar a El amenazado, de Borges:
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
Una esquina es sólamente baldosas y edificios una sola vez. Después de eso ya es un recuerdo o un olvido. Para el enamorado del poema esa esquina es obviamente un recuerdo, quizás un recuerdo de amor de Borges, quizás una idea sobre cómo el amor puede atormentar un espacio, el amor como una presencia tan total que la falta del objeto de deseo hace que nada exista, que el tiempo no avance, que una habitación sea irreal. En la película eso se vuelve sensual por sus cualidades plásticas, porque un rostro encuadrado entre dos barrotes los vuelve otra cosa. El mundo se transforma, el recuerdo ahora lo hace dulce e insoportable. Antes simplemente era.
Todo esto después se explica en voz alta en el episodio de “Las Brujas”. La obsesión por unos árboles, por el espacio, por el paisaje, no puede durar mucho sin una figura humana sobre la cual, en primer lugar, construir una escala (para después romperla) y, en segundo lugar, una dimensión humana sobre la cual ensamblar una emoción. El episodio de las Brujas es el que menos me interesa, y por lo tanto me cuesta escribir sobre él.
Este es el último de los episodios truncos y me pregunto de nuevo qué queda fuera de campo en este caso, en el que la trama del episodio está organizada sobre la idea de hacer un episodio de La flor sin las chicas. Lo que sucede es el castigo por relegarlas: las brujas, traicionadas, hacen que los cineastas pierdan la razón. Después del episodio de las espías, en el que cuatro vidas dejan de ser anónimas a través de flashbacks, acá se cambia la estructura de manera tal que las secuencias fuera de la trama y el tiempo principal son más bien pocas y pertenecen a un pasaje de Casanova. En ella las cuatro actrices interpretan a cuatro mujeres que, pertenecientes a una sociedad secreta, se ponen de acuerdo para volverlo loco. Hasta entonces las cuatro habían sido poco vistas. Aludidas y evocadas, si, pero poco vistas. En realidad este episodio sí termina porque Casanova se reconoce un figurante en la historia de las mujeres (una analogía con Las brujas y La flor) y aparece una secuencia final hecha de momentos que podrían llamarse “descartes”, planos que parecen outtakes de las cuatro mujeres dándole un sentido a un paisaje que antes al parecer no lo tenía. Este es un final como no tiene ninguno de los episodios anteriores, una serie de retratos que no necesitan ser hilvanados por una narración. Una especie de entreacto hecho de retazos.
Este episodio en realidad tiene dos casanovas, uno que sale del relato de un segmento apócrifo y uno que es “real”, que convive en el manicomio con el equipo técnico del cineasta. Ambos casanovas poseen una sensualidad ficcionada, igual de ficcionada que la del personaje de Lamothe en el próximo episodio, una remake de Un día de campo de Jean Renoir, donde la sensualidad es casi grotesca, del chiste del tipo que se acaricia el bigote. ¿Es chabacanería o es pudor? Cualquiera de estas opciones podrían funcionar, pero lo que pasa se queda a medio camino entre las dos y da la sensación de no ser una decisión sino la única salida posible, la que salió. En Las Brujas la sensualidad de los Casanovas es algo que se dice y también que está hecho de acciones, pero aun así es una sensualidad poco atractiva de ver, que parece perteneciente a otra época -quizás a los 80-, es una sensualidad un poco de Rompeportones.
Sin embargo es sencillo ignorar el trazo grueso del episodio de Renoir porque, primero, para qué sufrir y, segundo, tiene una ternura que sobrepasa a los demás. El espacio donde empieza se parece mucho al lugar desde donde Llinás anuncia y explica su película: un parador de ruta en algún lugar de la provincia de Buenos Aires o aledaños. Es como si alguien hubiese mirado a un costado, hubiese visto a una madre y su hija viajando en auto y las hubiese seguido para ver qué pasa, ahí mismo, en vivo. Esta es la verdadera revancha entre la película y sus actrices, no “Las Brujas”. Es el único episodio en el que un tipo de vitalidad completamente diferente se filtra en la película bajo un subtítulo: la vida que pasa mientras seguimos haciendo grandes gestos. En esa línea desviada, es el episodio más “feo”: el blanco y negro intenta tapar una imagen demasiado plana y estridente; el silencio es una fantochada; el simulacro a medias es agotador. Y de repente, por segunda vez (o por primera, porque no me fío del todo de las imágenes del final del episodio anterior), algo de la realidad ajena a la estructura ellas/yo aparece y se impone. Volar, la mejor alianza entre las máquinas y las personas. La secuencia de los aviones a chorro haciendo formas entre las nubes toma la posta de la película. El mundo se detiene: hay algo que mirar.
X
Sonzini
El cuarto episodio parece una parodia de la propia película. Empieza con el personaje del director (Walter Jacob doblado jocosamente por Llinás) contando que llevan seis años filmando La araña, y que las cosas con las actrices no están tan bien. Esto lo dice en off mientras en cuadro vemos que también lo escribe en un cuaderno (uno parecido al que usa Llinás en el prólogo). Entre lo que dice la voz y lo que escribe la mano surgen pequeños desajustes: la mano escribe “hace seis años” y la voz dice “hace cinco”, como intentando mantener desde los detalles ese humor juguetón que se ríe de lo fallida que es la artesanía. Es en este capítulo, el de la autoconciencia, donde esas costuras, esos rebordes que aparecían con cierta ambigüedad en los otros tres, y que nos hacían dudar si esto era una genialidad o una porquería, se revelan como elementos de auto-parodia: “sabemos que nuestra artesanía no es alta costura, y nos reímos de ello”. Es una porquería ¡y nos encanta!. (El cuaderno será uno de los protagonistas de este capítulo. Es sorprendente la cantidad de minutos dedicados a filmarlo. Si en “Las espías” la literatura aparecía a través de la voz en off que sobrevolaba los paisajes y relataba cada una de las historias, aquí además encuentra la manera de apoderarse de la imagena a través de este cuaderno que el personaje del director utiliza para “mostrarnos” un sinfín de sucesos, pensamientos y reflexiones).
El prólogo del episodio transcurre en una casa utilizada como base para la producción de la película en donde, en medio de un caos, las actrices (disfrazadas de arquetipos canadienses sacados del oso Yogi) le reclaman al director un guión para saber qué van a filmar. Toda la escena transcurre en un solo plano medio fijo y es una especie de screwball comedy con las actrices -en campo- increpando al director -en fuera de campo- que trata de justificarse. Este busca cualquier excusa para no tener que filmarlas. Carricajo le dice: “¿Vos sos consciente de que nos estás diciendo que preferís filmar árboles antes que a nosotras?”. Entonces, la primera parte de este cuarto episodio contará el viaje del director y su equipo técnico (sin las actrices) por el interior del país buscando y filmando árboles.
Este pasaje es algo así como una ficción teórica, un dispositivo en el que Llinás crea una miniatura de su propia realidad (un equipo técnico filmando una película) cuyo argumento sirve para desarrollar algunas ideas sobre el cine que exceden a la propia película y al mismo tiempo son puestas a prueba por esta. Al comienzo de su viaje se detienen en una plaza de pueblo a filmar los árboles y descubren con sorpresa que estos tienen unas protuberancias parecidas a cabezas de criaturas de ciencia ficción. De repente los árboles tienen bocas, narices y ojos que observan a los cineastas mientras estos los filman. La voz en off monologa sobre cómo ven el mundo estas criaturas ancestrales que habitan la tierra desde mucho antes que nosotros, con una parsimonia que no podemos imaginar. El cineasta que, cansado de los problemas de filmar con actrices, huye hacia la naturaleza, al encontrarse con su mutismo, empieza a imaginar árboles-monstruos que conspiran de la misma forma que lo hacían sus actrices. ¿Las extraña?
En realidad, el verdadero objetivo del viaje no es filmar cualquier árbol sino uno bien preciso, el lapacho, que prolifera en el norte de Argentina y que es conocido por sus vistosas flores rosas. Tratando de retratar este maravilloso espectáculo de la naturaleza, el director se encuentra con un problema cuya solución le permite desarrollar su teoría: “Descubro que filmar árboles es difícil. Las imágenes nunca son tan contundentes como el árbol visto en persona. Siempre hay algo que falta. Que se niega. Que se mantiene esquivo. Son traicioneros, ladinos, mezquinos. Veleidosos como estrellitas de televisión.” A las reflexiones del cineasta, manuscritas en su cuaderno, se le intercalan planos “fallidos” de los lapachos sobre los que, en off, frustrado por no lograr los encuadres deseados, el director discute con el camarógrafo. En uno de los planos que intentan hacer, accidentalmente dan con tres jardineros descansando debajo de uno de los imponentes árboles: “Y de repente… La solución”. El lapacho que abriga a los obreros aparece con toda la magnificencia de la que hace gala en la vida real. A pesar de que Llinás se ataja diciendo que no quiere “embarcarse en un tratado cinematográfico” deja asentado un principio: “(…) si uno filma a alguien al lado del árbol pasa algo que, si uno filma el árbol solo, no pasa”. Como él decide detenerse ahí sigo yo: para liberar la belleza de la naturaleza es necesario introducir en su encuadre una presencia humana. Incorporar un punto de referencia que permita al espectador identificarse, hacerse una idea de las proporciones y, en última instancia, soñar con integrarse a ese mundo. Y yendo un poco más lejos, y alterando el orden de los factores, podríamos afirmar que la figura humana necesita un paisaje en el cual sumergirse para convertirse en personaje, es decir, un sujeto con una historia. Estos dos principios especulares podrían pensarse como fundamentos de La flor, especialmente del capítulo de las espías. Cada historia surge de una imagen nuclear, una postal estática, de un paisaje específico y una de las actrices recortada sobre este: Pilar Gamboa en Londres, Valeria Correa en Centroamérica, Laura Paredes en París y Elisa Carricajo en Siberia. A partir de este disparador, Llinás imagina su historia y la narra -como Casterman cuando, sentado en su escritorio de Bruselas, revisa las fotografías de los expedientes de cada espía y comienza la narración de sus biografías- pero no la materializa, no la construye filmando a los personajes en acción, sino que la evoca mediante la narración oral y luego con las imágenes y los sonidos ilustra esta evocación. Por eso sus historias son siempre de segundo grado, relatos en eco.
La gran excepción a este método es, justamente, el pasaje de los lapachos en donde se revela en Llinás una veta documentalista que me parece notable. Así como en Historias extraordinarias dedicaba un pasaje a Francisco Salamone, el excéntrico arquitecto que en apenas cuatro años desperdigó una treintena de imponentes y extrañas obras modernistas por los parajes más remotos de la provincia de Buenos Aires, aquí logra destacar la belleza y la riqueza de los árboles que pueblan esos parajes provincianos tan familiares para cualquiera que haya recorrido un poco las rutas argentinas. Cuando Llinás no proyecta mundos lejanos y de fantasía y se pone a filmar ese pedacito de tierra que reconoce como propio, descubre sus secretos, nos revela una belleza a la que normalmente le pasamos por al lado. Este es su lado sensual.
Luego de la revelación teórica el director de La araña intenta modificar la estructura de su película. Sentado en una mesa de picnic al costado de la ruta, discute con su equipo. Uno le dice: “Lo que vos querés filmar son árboles, pero entre los árboles y vos se interponen las brujas, que te obligan a seguir inventando tramas para actuar ellas. Tramas superfluas que a nadie le importan a esta altura. Entonces lo que hay que hacer es engañarlas. Filmar una historia conceptualmente diferente, en la que sean nombradas, pero no aparezcan. Esto te va a dar espacio para los árboles, o lo que a vos se te cante”. Pero como el director está en una crisis creativa, los técnicos le recomiendan que saque alguna historia de un libro y que los libros los compre por internet. Llinás inventa un grupo de personajes que son una parodia de él y su equipo, los retrata como idiotas que toman decisiones completamente ridículas y, a pesar de la parodia, sigue al pie de la letra el bizarro plan que ellos elucubran. Este pasaje preanuncia exactamente lo que va a ocurrir luego en La flor. A partir de acá la historia deja de estar focalizada en ellos, aparecen las actrices muy brevemente, reconvertidas en brujas (literalmente vuelan en escobas), y les tienden una trampa. La ficción que ellos estaban tratando de construir (la película “la araña”) se apodera de su realidad y los succiona.
Un corte abrupto y la cosa sigue, pero desde una perspectiva completamente nueva. El científico Gatto es convocado para estudiar un fenómeno paranormal que dejó de saldo un auto colgado a quince metros de altura y a cuatro tipos completamente demenciados. El auto es el auto del director, que desapareció, y los dementes su equipo técnico. En el baúl, una caja llena de libros y un cuaderno rojo. Gatto trata de deducir quién es y qué hacía el enigmático autor del cuaderno y va contándole a un tal Smith (mediante cartas escritas en word) cómo avanza su investigación. Junto a los libros encuentra un mapa de la provincia de Buenos Aires con puntos marcados, en cada uno de los cuales el misterioso sujeto retiraba libros usados que compraba por internet. Primero libros científicos sobre botánica; después sobre supersticiones, brujería, magia y ocultismo; luego se sumerge en la literatura fantástica; luego consigna experimentos extraños con los libros y los vecinos de los pueblos, como si esos mundos estuvieran secretamente unidos. (Este experimento es la versión de Llinás de Agarrando pueblo: filma en primer plano a una mujer de barrio mirando a cámara, con la escoba en la mano y fumando, mientras la voz del director recita un barroco texto sobre Erichtho -la legendaria bruja de Tesalia, conocida por su aspecto horrible y sus maneras impías- y a medida que el texto aumenta su densidad la mujer va cambiando sus expresiones desde la indiferencia hasta el llanto. Una parodia de la forma en que Llinás “obtiene” de casi cualquier cosa una suerte de potencial narrativo sublime. No es sutil ni sofisticada, es burda, evidente, de trazo grueso; pero efectiva. La ironía queda confirmada cuando al final de la escena, además de la poca atención que le prestan al registro del sonido directo, le pagan unos pocos pesos a la señora y se van a las corridas). Se podría aplicar al personaje del director algo que dice Aira sobre el oficio del escritor: que tiene que saber un poco de todo lo que escribe para poder imaginar sus historias. Pasa por tantos temas, géneros, artes, que es tentador imaginarlo como un pensador de la antigüedad que se dedica al conocimiento en su totalidad. Pero al mismo tiempo, todo lo que toca es un poco superficial, como si en vez de sumergirse en un mundo extraño para absorberlo e imprimirlo en la película, robara algunos pocos detalles, los introdujera a su reino y a partir de ellos hiciera un remake de pacotilla. De esta manera, en vez de un corsario con el cual aventurarse en los mares del mundo, la película es un invernadero que atesora pequeñas muestras de la naturaleza pero existe como un ecosistema escindido. Como si La flor hablara de todo, pero al mismo tiempo todo se convirtiera en La flor en el momento en que ingresa a ella. Es decir, hable de lo que hable, siempre está hablando de sí misma.
El recorrido por los libros termina cuando el director se cruza con las memorias de Casanova y un episodio en particular llamado “Las arañas” (episodio apócrifo imaginado por el propio Llinás) que sirve como parábola de toda la película: estando de viaje, el famoso seductor conoce a una condesa rumana a la que intenta seducir y esta, a pesar de que al principio parece interesada, lo evade. Luego conoce a una actriz con la que le pasa lo mismo, luego a una joven tabernera y finalmente a la hija de un coronel. Con todas la misma suerte: la presa se le escapa a último momento. Se pasa años persiguiendo a estas cuatro mujeres y nunca logra poseerlas. Finalmente descubre que las cuatro formaban parte de una sociedad secreta de hechiceras que complotó contra él: “Yo, que siempre fui el primer actor, era para ellas un personaje secundario, un partiquino, un detalle”. El director se ve reflejado en Casanova no pudiendo conquistar a las brujas: “En medio del torbellino, el aventurero declara que en todos sus años galante nunca ha sufrido más, pero tampoco ha sentido más deseo y ha vivido más intensamente”. “Las arañas” termina siendo tal y como lo planificaron el director y sus técnicos antes de ser atacados por las brujas: una película sobre ellas en las que ellas salen poco; pero a través de la cual descubren que lo que verdaderamente da sentido a la película es su presencia. Esta revelación (señalada en el libro de Casanova con un estridente “¡Eureka!”) da paso a mi momento preferido de la película: un montaje de retratos vivos de las actrices en distintos paisajes sin interpretar ninguno de los personajes delirantes de Llinás; simplemente ellas, afirmando su presencia al mirar a cámara, ocupando una porción del paisaje. El momento que logra mayor emoción y belleza de toda La flor es cuando ésta deja de narrar. Por supuesto que la emoción es consecuencia del inmenso contraste, de haber atravesado previamente todas las otras historias, haberlas visto hacer miles de papeles, trabajando con fe ciega; y llegar hasta aquí desnudas, como si fuera un momento de reconocimiento y consagración. Es el rey arrodillándose ante las verdaderas heroínas.
XI
Miccio
Me alegra esta última intervención de Ramiro porque temía que una vez terminado el episodio tres ya no quedara entusiasmo que comunicar. Más todavía: me alegra que el entusiasmo esté tan diversamente distribuido: Ramiro con las arañas, Lucía con las espías, yo con Pimpinela. ¿Será La flor un territorio que nos revela quiénes somos en relación con el cine? ¿Algo del estilo: decime con qué episodio te quedás y te diré quién sos? Espero que no. ¿A quién le interesa eso? Para descubrir cosas de nuestra identidad está el psicólogo, no el cine. (De todos modos, yo andaría con cuidado con los que elijan la remake de Une partie de campagne; debe ser gente complicada). Ramiro hablaba antes de cuando la intensidad del amor se calma y no se sabe si se asienta o se diluye. Yo diría que después del uno-dos de Pimpinela y las espías, que concentra su brillo y su límite, La flor ingresa en el tiempo de más que todo matrimonio que termina encuentra en su historia. Pero -y esto es importante- ese tiempo de más no es una mera equivocación. Es también un tributo al valor de lo que fue.
Eso que digo vale solo para mí, por supuesto. Basta ver la dirección contraria que siguen estas últimas lecturas: justo ahí donde yo bajo, Ramiro sube. Y como Ramiro, que sube, repasa todo lo que hay en el episodio, yo, que bajo, me voy a quedar solo con dos cosas. La primera atraviesa toda la película. En un punto, y teniendo en cuenta estos tiempos de buena salud obligada (no me refiero a la pandemia, claro), lo que más me impresiona de La flor no es que dure catorce horas, ni que esté filmada en un montón de lugares e idiomas, ni que el blanco de Siberia merezca tantas comparaciones. Lo que más me impresiona es la cantidad de puchos que se fuman en pantalla. No es un pormenor. No por lo menos si pensamos que el criterio que gobierna el humo es el mismo que gobierna los lugares, los géneros y los idiomas: motivo y variación. Hay cigarrillos comunes, cigarrillos flacos, cigarrillos con boquilla, puros e incluso una mujer (la Gringa de Verónica Llinás) que fuma sin encenderlos. El plano del cenicero repleto de colillas en la oficina de Casterman es uno de los mejores planos de la película. Hay algo interesante en esto. Con el cigarrillo pasa lo mismo que con el melodrama: si querés filmarlo tenés que situar la historia en el pasado. Solo la época lo justifica. Tres de las primeras cuatro películas de Paul Thomas Anderson transcurren en el presente (la excepción es Boogie Nights). Las últimas cuatro transcurren en algún tiempo pasado. Este cambio coincide con la proscripción del tabaco en las ficciones situadas en la actualidad (y que se irá extendiendo hasta borrar una parte de la historia: ya Stranger Things anunció que en sus años 80 no se fuma más). Tal vez Anderson haya abandonado el presente para poder filmar gente que fuma, cosa que hace con indudable placer. En el cine que nos gusta llamar independiente los criterios no son los mismos, pero lo que hace Llinás es mucho más que aprovechar que no pesan sobre él las restricciones y la banalidad de la industria: monta una fiesta del humo como para honrar la memoria de Cabrera Infante, que le dedicó al vínculo entre cine y tabaco un libro entero.
El otro tema que me interesa es el de los lapachos. O mejor dicho: el problema de los lapachos. Repito la conclusión a la que llega Llinás: acompañado de una figura humana (parece que no canina o equina), el árbol se revela; solo, en cambio, no se deja filmar. Como tesis de valor general es insostenible: hay fabulosos planos de árboles solos en Padre padrone, en El río y seguramente en cientos de películas más. Pero eso no importa, porque el valor general no existe en el cine. Lo que importa es que, si se propone, la tesis tenga cuerpo y capacidad persuasiva. Si alguien dice: todo plano de una habitación debe mostrar por lo menos dos ángulos, y alguien más dice: todo plano de una habitación debe contener un gato, lo único indispensable es que los planos que filmen uno y otro tengan la fuerza suficiente como para convencernos de que bien puede que sea así, que sin dos ángulos o sin gato no hay habitación posible. Porque claro, la tesis es válida en relación con el conjunto de planos que la película propone, no en relación con un presunto plano de habitación platónico. Es una de las razones, supongo, que nos permiten admirar sinceramente películas que no solo presentan criterios diferentes sino incompatibles y hasta enemigos. Los espectadores -incluso, y a su pesar, los entregados a las miserias de algún dogma- son siempre perversos polimorfos. Los cineastas, muy de vez en cuando. Que un cineasta diga, arrastrado por una elección que inhabilita necesariamente otras, que no se puede filmar un pato más que de una manera me parece válido, siempre y cuando sus patos sean lo suficientemente buenos como para convencernos de que en ese capricho hay necesidad. Que un espectador diga eso mismo me parece penoso porque milita la causa más innoble que existe: el empobrecimiento deliberado del mundo. Ahora mismo tengo tres deseos: que se termine la pandemia y podamos volver a vernos, que la paz sea con todos y que haya muchas formas únicas de filmar un pato. El problema del lapacho es que la conclusión a la que llega Llinás queda en el aire porque los planos tienen el mismo impacto -más bien humilde- con o sin gente. La diferencia que marca la voz no la marcan los planos. Son débiles. No confirman lo que dice el director. El único plano de verdadero peso que hay en todo el episodio es el de Verónica Llinás meando. Ahí Llinás podría decir: todo plano de un camino arbolado debe incluir una mujer que mea de parada, o al revés: toda mujer que mea de parada debe estar en un camino arbolado, y yo estaría dispuesto a creerle. Mentime que me gusta. Pero mentime bien, con convicción, como para que me levante del cine con ganas de escribir: Querido diario, hoy fue un gran día: vi un pato.
XII
Salas
Volviendo un poco hacia atrás, a una idea de José sobre el monólogo de “Las Espías”, aplaudir ante un “he aquí” no me parece caer en un engaño. Conmoverse ante un ejercicio de escritura anunciado (con bombos y platillos) tampoco me avergüenza. Que sea descaradamente a propósito no significa que no sea bello. Pensando así, ver La Flor sería una tortura (y entiendo que para muchos lo fue). Lo natural es una forma posible, pero ante este artificio, lleno de capas de pintura y de decorados pintados me sorprendo encontrando una ausencia de cinismo más grande de la que imaginaba. Al exceso de inteligencia de La Flor no solo lo desbordan las espías, sino una creencia en crear objetos, a veces (felizmente) incluso fuera de los ejes del sistema cerrado de personajes (tanto los que viven delante como detrás de cámara). En usar el tiempo y la cabeza para algo. Es como decía Marx: Nuestros productos serían los muchos espejos en los que veríamos reflejada nuestra naturaleza esencial. Igual, algo que me desconcierta enormemente del cuaderno de notas del director en el episodio de las brujas es cómo se puede ocupar tanto espacio en un cuaderno para poner tan pocas palabras. Alguien más malvado que yo esbozaría una teoría al respecto.
Pienso en algunas cosas sueltas hacia el final de este intercambio. Ramiro dice que es “como si La flor hablara de todo, pero al mismo tiempo todo de lo que habla se convierte en La flor en el momento que ingresa en ella.” Y lo primero que me sale pensar es “o nada”, o sea, es como si La flor hablara de nada. Un tipo de alienación distinta, contemporánea, propia de un tiempo de loops, imágenes que se cierran sobre sí mismas (delante y detrás de cámara). El episodio de “Las arañas” es el que trabaja sobre esa alienación sobresaturándola, y logra sacar una película bastante digna trazando infinitos firuletes. A la vez, ese firuleteo es el proceso de traducción de La Flor del que habla Ramiro. Como todo se convierte en La Flor, el mundo afuera no existe, y ahí hay un pequeño desastre. Es demasiado necesario suspender el juicio, demasiadas veces, como para poder seguir. El último episodio, el de las cautivas es un último experimento, en todo sentido: usan un dispositivo óptico poco tradicional, la cámara oscura, que modifica las formas de todo lo que capta haciéndolas menos nítidas, dejando que la atención se pose en cómo se comporta la luz y cómo describe sobre la superficie de unas telas las imágenes de los cuerpos desnudos, algunas embarazadas, sobre las piedras y el agua. Viene después de su contrario exacto, el hiper digital episodio de Renoir, donde la imagen nítida, sobrecargada de bordes, con una luz tan dura, choca contra su trazo grueso. Vuelvo a un personaje del inicio de esta conversación, Santiago Fillol. Hablando sobre La Flor, pensábamos en cómo las cautivas son otra adaptación, no tanto de un texto (falso) sino de la literatura de cautivas, un último género vaciado de historia y llenado de ficción como una forma de observar de nuevo la inteligencia orgánica de las Piel de Lava. Aquí el momento tiene más peso, porque el embarazo como transformación del cuerpo sólo dura unos meses y sus estadíos, días o semanas. Las actrices embarazadas al final representan personajes cuyos embarazos son violaciones, que a su vez salen de un movimiento de violencia estatal (un genocidio). Pensar en crear esa ficción ante un evento vital como un embarazo es un poco como el disfraz de “india” del personaje de Valeria Correa en Las arañas, ¿es una india o está haciendo de india?
Digamos, La Flor, ¿es o se hace? Como todo lo fascinante, tiene algo de terrible, y mucho de absorbente. ¿Y ahora?
XIII
Miccio
Lo lindo de escribir entre varios, y permitirse la extensión, es que se vuelve claro que el texto podría no terminar nunca. Pero como todo concluye al fin, por necesidad o capricho, déjenme disentir una última vez, y brindar así por la aventura. Noto en sus últimas intervenciones un recurso a la Ley. Como si una vez que terminaron de considerar lo que hizo Llinás con los juguetes le pidieran la tarea. El tema -creo entender- también está relacionado con el “he aquí”. Primero una aclaración (breve, que son siempre insoportables). El “he aquí” del que hablo no es una cuestión de naturalidad o artificio: es eso que hacemos para que los otros se den cuenta de que lo hicimos. O mejor: es cuando queda en evidencia nuestro esfuerzo por conseguir lo que buscamos. El accionar laborioso, para usar el adjetivo con el que Borges daba cuenta del problema. También está Huidobro, que decía: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! / hacedla florecer en el poema”. O sea, guarda con el “he aquí”. Creo que es por esto que no comparto la idea -que los dos exponen como reparo- de que no hay afuera en La flor. ¿Cómo que no? ¡Está llena de afuera! Hay atención por la geografía, una enciclopedia literaria y cinematográfica más bien convencional, mucho tabaco, una pintada peronista en una garita rutera, un discurso sobre la derrota del estado soviético (con el propio Llinás en pantalla) que puede leerse en relación con el cine independiente en Argentina y una cosa que ustedes que son jóvenes y guapos pueden subvalorar, pero que para mí, que transito peligrosamente los cuarenta y a quien la belleza le hizo la gambeta de Messi a Boateng, es muy notable: La flor está llena de caras y cuerpos que uno puede encontrar en la vida, y que no cumplen en la película ningún rol tipificado. Hay hombres pelados, dientudos, negros y narigones, hay mujeres caderonas, arrugadas y petisas, ¡hay gente de más de cincuenta años que parece gente de más de cincuenta años!, y hay hombres y mujeres lindos con los que podríamos coincidir en el trabajo o una tarde en la plaza, paseando al perro. ¿Y el lapacho? ¿No es afuera? ¿O afuera es solo un cartel luminoso que dice “afuera”, otro “he aquí”? Porque si se trata de eso, ¡también hay! El feminismo es el gran Afuera de La flor, a veces tan laborioso como la prosa de Siberia. Así que, amigos, para terminar por mi parte, y mientras brindo por ustedes con ron y canciones de taberna, propongo la lectura inversa a la que dejan asentada en sus últimas intervenciones: tal vez el problema de La flor no sea que atrae todo hacia sí misma sino que no lo hace con la fuerza suficiente.
Salas
Que me toque despedirlos me recuerda a otro literato del cine argentino que termina una de sus películas con esta cita: No es costumbre que la dama haga el epílogo, pero no es más inapropiado que ver al hombre en el prólogo…. Parafraseando un poco los convoco, hombres, por su amor a la ficción (y a juzgar por sus sonrisitas, ninguno la odia) a pensar que, si como José dice, no es el problema que La flor absorbe todo, sino que no lo hace con suficiente fuerza, entonces José (y todos) caímos en nuestra propia trampa para patos, sólo que esta vez la trampa vino con otro nombre (el de la rosa). Que haya que elegir entre cantar a la rosa o hacerla florecer en el poema es una falsa dicotomía. No es un problema de cánticos o de floreceres (enunciar o no enunciar la ficción), sino un problema de fuerzas. Entonces coincido en la fuerza, pero no en las rosas. Y así podríamos seguir otro rato, así que para darles un buen adiós, dejo que al problema lo resuelva Borges, por ahora:
«Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad»
1 Comment
Cómo cuesta expresarse sin citar a otros, ¿no?