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¿No hay inocentes? – Sobre Rojo

Por Lautaro Garcia Candela

Vamos de a poco. Las dos escenas con las que comienza Rojo son magistrales o, al menos, concisas. En una provincia argentina, en 1975, una casa se desocupa misteriosamente y algunos aprovechan para llevarse lo que hay dentro. Lo hacen con tranquilidad y sin disimulo. Se llevan un reloj, un televisor, un espejo. El plano es general y lo ocupa el frente de la casa en su totalidad. Ni la distancia (del otro lado de la vereda) ni el ritmo (sin apuro) del plano comentan demasiado la situación que está siendo narrada. La falta de intervención le da un matiz cómico, es casi un gag físico. No hay diagnóstico ni nada. Lo que vemos es lo que hay.

Segunda escena: en un restorán de pueblito, el abogado interpretado por Darío Grandinetti espera a su mujer para cenar. Llega alguien, de bigote a lo Rucci, que lo mira insistentemente, rompiendo la paz campanelliana que había (de Campanelli, no de Campanella). Todos se incomodan. El hombre argumenta que al abogado no le corresponde esa mesa porque no está consumiendo nada. Que él podría ocuparla y comer hasta que llegue la esposa del abogado. Eso sería más justo. El clima se pone espeso, y los demás empiezan a mirar. El abogado le deja la mesa y se para al fondo del salón, mientras fuma un cigarrillo. Intenta buscar complicidad con los de las mesas aledañas. Mientra vemos al bigotudo en un plano sostenido, escuchamos la voz del abogado, que comienza su soliloquio: sos un maleducado, un pobre tipo, me das pena, tenés problemas, nunca vas a poder convivir con otra gente, no vas a sentir la armonía, y lo peor es que nunca vas a cambiar porque sos un tipo grande. El ruido ambiente decrece, todos miran. Podría confundirse con la voz en off de la película, pero, como dijimos, no nos apresuremos. La humillación termina y los que están alrededor vuelven a su charla, pero el bigotudo quedó herido. Hace un escándalo, acusa de nazis a todos los del salón: lo tienen que sacar a rastras. Grandinetti mira la situación, impasible. Hace unos chistes para volver a la normalidad y finalmente consigue la mesa. Empieza a sonar una música (que de tan sensual parece irónica) cuando entra su mujer, Andrea Frigerio, con la que parecen tener una buena velada. A la salida, el bigotudo aparece frente al parabrisas del auto, amenazante. Les rompe los vidrios y ahí Grandinetti sale a buscarlo. Empieza una pelea. El bigotudo saca un arma, amenaza a ambos con ella, pero no les hace nada. En un plot twist endemoniado, él mismo se pega un tiro. Lo suben al auto, Grandinetti lleva a Frigerio a la casa y al bigotudo al desierto. Lo deja ahí, tirado, y enfila de nuevo para dormir, que ya está amaneciendo. Vemos el título: Rojo.

¿Qué oscuro designio hizo al hombre de bigote actuar así? Es lo menos explicado de la película. Y las razones las seguiremos ignorando. Así se inicia el extrañamiento general, de ambientes pesados y ominosos. Al menos por ahora, el misterio sigue ganando.

Después de ese inicio, la película no pone en escena el silencio o el ocultamiento de que nuestro protagonista tuvo responsabilidad directa en una muerte. Más bien la elide. Sucede y ya. No se habla del tema hasta mucho después. En ese sentido, el silencio no es un tema de la película, más bien todo lo contrario: todo se habla cómodamente en despachos, el fascismo muestra su cara en varios personajes de manera abierta. Hay algunos susurros, pero para ser en teoría una película sobre el silencio y el ocultamiento (o al menos esa fue su recepción crítica, alentada por declaraciones del director), no existe tal variación de tonos.

Tercera escena de la película: empieza con un plano detalle de las manos de Andrea Frigerio desenvolviendo una torta de ricota (o de manzana, pero parecía rica). Suena el timbre y entran unos amigos de la familia. Se sorprenden de un cuarto integrante. Es el novio de la hija de Susana y Claudio. Noviecito, se apura en aclarar Claudio, como un juego inocente. El papá es guardabosque, un clásico argentino (algo inofensivo y folklórico en su tiempo, ahora prende algunas alarmas). Esa es la situación en su nivel más raso y cotidiano, que podría extenderse, pero Rojo tiene otra idea de eficacia. Tiene que imponerse la sensación de cada escena, que es un a priori. No es algo que nos encontremos de repente, extrañados por lo que llegamos a pensar, acompañando la emoción y el devenir de los personajes. Unos momentos después, la hija de la familia amiga se da cuenta de que el personaje de Andrea Frigerio toma agua caliente en su taza y le pregunta por qué. Es un mandato social, algo hay que tomar, le contesta. El malestar se transforma en una sonrisa de hipocresía. El siguiente tema de conversación: hay una mosca en la habitación, una revelación ominosa, algo que molesta, invisible.

Rojo narra con viñetas más que con secuencias. Su tesis sobre la sociedad para poder funcionar tiene que abarcar a todos: a los adolescentes, a los religiosos, a los de clase media, a los ricos, a los de capital, a los de provincia. Y termina de pisar el palito que venía pisoteado desde Historia del miedo. Pone a sus personajes en una pecera, fríos e iluminados para que los veamos hacer sus miserias. El abogado hace un negocio inmobiliario con la casa de un desaparecido. El detective chileno no denuncia la muerte del bigotudo, porque resultó ser subversivo y “hay una guerra más grande”. El noviecito de la hija del abogado aprovecha para hacer desaparecer un pibe que le dijo dos frases en tono de burla. Se mueven con parsimonia, calculando cada paso. Ellos están allá, bien lejos, en una ficción que no llega a rodearnos, a hacernos parte. ¿Le faltan detalles? ¿Está todo muy extrañado? No hay narración de lo cotidiano: los momentos más banales -el tenis, el asado en el campo- están contaminados de música clásica, de importancia autoimpuesta. “Esto significa algo”, gritan los ralentis. La violencia de la carne en un asado, la clase social de unos partidos de tenis. Los diálogos valen más en un segundo grado, teñidos por una presencia metafísica, que por lo que podrían narrar de cada uno de los personajes. Nada se permite ser gratuito.

En un momento de la película, sin ningún tipo de contexto, se ve la siguiente publicidad:

https://www.youtube.com/watch?v=a-4h9rAuoRk

El Mal está en lo banal. O como decía mi abuela: el Diablo está en los detalles. Y Rojo no le deja espacio a lo banal. ¿Cómo hacer para integrar esa publicidad de caramelos a un mundo posible, ficcional, en el que los personajes puedan estar mirando la tele y que de repente vean eso, por casualidad?

Visto así como está puesto, es un cartel, tiene toda la sensualidad que puede tener el epígrafe de un paper. Los 70 fueron una época cuya sensualidad estaba tironeada entre el desenfreno, la violencia y la represión. Naishtat en entrevistas (y luego recuperado también por Gustavo Noriega en su crítica) dice que uno de sus libros de referencia fue Los años setenta de la gente común, de Sebastián Carassai. Allí Carassai escribe:

La sensualidad y la violencia connotaron a la vez seducción y muerte. Las armas potenciaban el carácter seductor de las mujeres al mismo tiempo que la belleza de las segundas dulcificaba la crueldad de las primeras. […] La violencia de la belleza era simultáneamente la belleza de la violencia.

Y para ello cita otra publicidad de la época, que no pude conseguir, pero en el libro está descripta así:

Durante los primeros años de la década de los setenta, adquirió popularidad una motocicleta lanzada por la empresa Gilera Argentina “creada para la gente de hoy”. El anuncio que la promocionaba exhibía en primer plano el ciclomotor y detrás una mujer que apuntaba hacia el frente con un revólver. La leyenda indicaba que la motocicleta SP 70 era la “única con permiso para disparar…” y entre paréntesis agregaba “¡y cómo!”.

¿Dónde está esa sensualidad? Andrea Frigerio está enterrada entre solos de saxo y zooms manieristas y no tiene ningún asomo de feeling con su esposo. La hija de Grandinetti (en la realidad y en la ficción) parece ser virgen y no tener ningún tipo de curiosidad. La sensualidad es irónica en Rojo porque nunca se les permitiría a los personajes tener exabruptos. La violencia no muestra su lado sensual, atractivo, como en El ángel, sino que muestra su lado simbólico, conceptual. Se museífica. En vez de elegir la publicidad que interpela y que puede llegar a seducir, se elige la que alecciona.  La textura de la época no se nos presenta deseable, con fisuras en las que podamos reconocernos como posibles ciudadanos en esa época específica. Rojo se pone en escena con varios filtros entre sus imágenes y quien mira: el género; la extrañeza y la parsimonia; el profundo y exasperante lugar común en el que habitan casi todos sus personajes. Son estereotipos que al repetir las sentencias vox populi de su época ayudan a afirmar el prejuicio que tenemos sobre ella. No echan luz nueva, no abren nuevos sentidos. Son la carne de una visión histórica ya aceptada por gran parte de la sociedad y, justamente por eso, le queda poco de misteriosa.

La gran mayoría de las críticas parecen seguir el hilo de interpretación que se inaugura con el tagline de la película: “Cuando todos callan no hay inocentes”. Lo que se ve esencialmente en la película no es el silencio de la sociedad civil frente al horror, sino más bien personas específicas que aprovecharon ese contexto para enriquecerse (el abogado Grandinetti) o tener una incierta impunidad (el novio de la hija de Grandinetti). Pareciera que se culpa a la clase media por esos crímenes (remarco: crímenes) pero lo que relata la película es radicalmente de otra naturaleza. Son acciones precisas de oportunistas. También se hace especial hincapié en lo “atmosférico”, “lo que no se nombra”, “el malestar”. Como si hubiera una sensación por debajo de lo que se narra. ¿Cuál es la sensibilidad o la sutileza de un gobernador golpeando con un látigo regalo de Estados Unidos a un periodista que le hace dos preguntas pertinentes? ¿Poner en escena La cautiva y luego que la profesora/directora diga que “los argentinos queremos trabajar”?

Las últimas tres escenas de la película hacen perder cualquier tipo de esperanza sobre Rojo. Si la película trabaja con una idea de sofisticación, tratando de retirarse a tiempo de las escenas antes de volverse banal y costumbrista, al final muestra todas sus intenciones, sus bajos instintos. Naishtat filma preguntándose qué nos pasa a los argentinos (como lo hacía en tono paródico, asumiendo la imposibilidad de la empresa,  un sketch de Todo x 2 pesos). Hasta ahí no hay problema. El problema es creer tener la respuesta. En estas últimas tres escenas hay un mago que “desaparece” gente (El acto en cuestión), una conversación en el desierto con un ex-policía con desvaríos místicos (En retirada) y hay una representación teatral con una maestra que, presentándola, dice que “haber nacido en este país es una bendición” (La noche de los lápices). Muchas veces los personajes lanzan misivas llenas de sentido: “la gente” es de tal manera, o de tal otra, algo muy común en las películas de los 80. Uno pensaría que la película se distancia de ese discurso, que lo ironiza, pero… ¿cuál sería exactamente la valentía de denunciar las frases hechas que usa el argentino promedio desde el principio de los tiempos? ¿Hay algo, una idea, que venga a reemplazar eso? Busco detrás, busco a los costados, busco en cada plano de Rojo y lo único que encuentro es ese sentido común replicado al infinito.

 

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