Mickey 17

Mickey 17 es la octava película de Bong; la primera luego de su consagración mundial al ganar la Palma de Oro y el Oscar con Parasite; la tercera con algún tipo de monstruo, bueno o malo, grandote o chiquito, terrestre o extraterrestre; y la tercera con una delirante visión distópica superpuesta a una alegoría anticapitalista y un llamado a la rebelión contra el sistema. Robert Pattinson interpreta a Mickey, un desesperado lumpen que, intentando escapar del usurero más sanguinario de Nueva York, se inscribe en un programa de exploración espacial cuyo objetivo es la conquista y colonización de un nuevo y supuestamente mejor planeta conocido como Niflheim. Esta empresa ha sido impulsada por un ex congresista, perdedor de dos elecciones presidenciales, con un control casi mesiánico sobre sus seguidores llamado Kenneth Marshall (Mark Ruffalo). Para ganar un lugar en la nave espacial —atestada de fanáticos desesperados por embarcarse en aventura espacial—, Mickey se ofrece como «prescindible», una forma bastante literal de nombrar su nuevo empleo: emprender misiones peligrosas y servir como conejillo de indias para cualquier tipo de experimentos mortales. Es decir, se espera que entregue su cuerpo al servicio de la colonización de Niflheim a cambio del preciado Golden ticket; aunque su muerte en realidad no significa nada: cada vez que ocurra, su cuerpo será regenerado por una sofisticada impresora 3D capaz de clonar seres humanos restituyendo sus recuerdos y personalidad.

La primera escena del viaje espacial ocurre en el comedor de la nave. Allí, Mickey cuenta lo fundamental que es la comida en toda la expedición, mientras lo vemos servirse un artificioso menjunje, mezcla comida de cárcel y de avión, que, al colocarlo en su bandeja, hace sonar una alarma denunciando un exceso de cinco calorías en su porción. Lo importante de la escena es la presentación de tres personajes principales. Por un lado, Marshall y su esposa, los villanos, alter egos de Donald y Melania Trump. Por el otro, Nasha (Naomi Ackie), una all-in-one-elite-agent super sexy, morena, de trencitas y dientes separados, que será el amor total de Mickey. Hay algo entrañable en la simpleza del amor entre ellos, que recuerda a las viejas comedias románticas de Hollywood, donde no es necesario justificar el amor en términos sociológicos ni naturalistas; se enamoran porque se enamoran, y el recorrido de su historia de amor no transita ningún conflicto que ponga en riesgo su relación. Se aman siempre, completa y apasionadamente, y ese amor se expresa en cómo se acompañan y en cómo se divierten. Mientras Marshall anuncia, en medio del almuerzo, que prohibirá durante toda la travesía cualquier tipo de relación sexual, ya que estas son un desperdicio tremendo de calorías, Mickey y Nasha cogerán apasionadamente.

Además, en esa primera escena, se ve a la gente que tripula la nave, el futuro pueblo que habitará el nuevo planeta. Un grupo que se expresa reaccionando a los discursos de su líder. Muchos de ellos celebran acaloradamente, muchos usan sus gorras partidarias, otros hacen el saludo filonazi. Pero no todos. Algunos, como Mickey y Nasha, permanecen sentados en silencio, mirando con estupor o incredulidad un espectáculo que parece irreal por lo imbécil. La gente de Mickey 17 está lejos de ser la aceitada maquinaria popular que desfila virtuosamente frente a los líderes fascistas, como también de la multitudinaria y feroz masa del pueblo manifestado en el espacio público; es más bien un gran grupo de personas reunidas, pero no juntas, que no logran armonizar en un sentimiento. El colectivo no da miedo ni impone respeto, ni suscita preguntas, ni llama a la empatía. Más bien da lástima. Por momentos pareciera que la gente está allí por voluntad propia, otras veces bajo un régimen dictatorial, otras, medio esclavizados.

Es bastante curioso el retrato colectivo que la película termina haciendo; curioso por lo precario y por lo desinteresado. Salvo al final, donde de la nada aparecen “los rebeldes” para posibilitar la revuelta contra el líder Marshall (que los está llevando, por bruto, a una guerra alienígena en la que muy probablemente pierdan y mueran todos), ningún personaje tiene un gesto de empatía por el prójimo; cada uno actúa en función de los intereses propios y, a lo sumo, de la pareja o el compañero, y no mucho más. En sus películas, Bong se pone del lado de los débiles, pero aquí ocurre algo particular. Mickey, al ser el único “prescindible” autorizado a existir en toda la nave, no es un débil entre los débiles; él es único, es el más débil y el más extraordinario espécimen de todo el ecosistema social. Su vida es la que más y menos vale de todas. Es el esclavo y el salvador (gracias a su existencia pudieron desarrollar la vacuna que les permitirá habitar el nuevo planeta). Por lo tanto, al identificarse con él, la película está tan lejos de los desposeídos como de sus tiranos, porque él es un todo en sí mismo. Por eso, dos o tres veces se le acercan y le hacen la misma pregunta, la que en teoría todos quieren saber y solo él puede responder: “¿Qué se siente estar muerto?”.

En donde se puede ver a Bong en plena forma es en todas las escenas en donde participa el grupo de científicos que trabajan en la nave espacial. Ese personaje colectivo que funciona como un organismo coordinado tiene mucho de las screwball comedies de los cuarenta, en su manera de moverse en el espacio, en su disfuncionalidad respecto de sus tareas, y en la vitalidad con la que, a cada acción narrativa, le agregan una buena ocurrencia. Ellos son los artífices de una innumerable seguidilla de torturas, pero siempre logran imprimirle a la situación un humor particular. Cuando la impresora biológica está en sus manos, funciona como una vieja fotocopiadora universitaria: vemos al cuerpo de Pattinson salir de a poco, como en espasmos, que cada tanto son intercalados con una pequeña reculada. Cada dos por tres, olvidan colocar la camilla frente a la máquina y el nuevo Mickey cae gelatinosamente al piso; cuando esporádicamente el relato queda en sus manos, todo se tiñe de una amable ironía. La tecnología no es tan fría ni insoslayable; hay un pequeño desajuste, y las cosas también pueden alejarse de su utilidad principal y ponerse al servicio de la inutilidad necesaria para el placer (el máximo ícono de esta ética laboral es un absolutamente inexplicable disco rígido con forma de ladrillo). Esa política de la distracción, tan intrínseca al grupo de científicos, es lo que le falta a la película en general, tiranizada por la voz en off del protagonista, con su insistencia en dirigir el rumbo de la narración. Termina siendo un guía de city tour que nos prohíbe mirar cualquier cosa que no sea lo que ella eligió describir.

La caracterización sobrecargada de referencias que la película hace de Marshall es sorprendente en el marco de una ficción que no contiene muchas otras alusiones al mundo real. Se nota el esfuerzo por llenar de guiños cada momento de los villanos en pantalla. El movimiento de sus manos, las inflexiones de la voz, el fruncimiento de la cara, el enfermizo vínculo dominante/dominado con su esposa-amante-madre, la obsesión por su propia imagen y por la recreación de una fantasía racial filofascista; todo hace acordar a Trump. Cada vez que la película le dedica una escena, uno tiene la sensación de que el director prende un cartel luminoso arriba de la pantalla que nos sugiere que pensemos en el afuera, que entendamos la analogía, que pongamos una imagen sobre la otra para descubrir los contornos coincidentes.

La sutileza puede estar sobrevalorada como herramienta retórica, sobre todo cuando un director independiente intenta dar el salto y llegar a una audiencia masiva, pero también es arriesgado ir demasiado lejos en la caricaturización. Mark Ruffalo y Toni Collette ponen en escena dos criaturas sumamente barrocas; se percibe lo prodigioso de su trabajo, pero en las presencias que encarnan no hay nada amenazante. Hay algo deprimente en la forma en que la película nos invita a reírnos con complicidad de estos malvados de caricatura. Todo es un poco demasiado arqueado, demasiado autocomplaciente. Como si no hubiera ninguna pregunta que hacerse, ninguna opacidad frente a la inevitable evidencia de que estos payasos, brutos, desagradables, fuera como dentro de la pantalla, han descubierto la manera de recuperar las riendas del asunto y están muy decididos a cambiar el rumbo de la historia. El punto no es ser más o menos literal, sino más o menos predecible. Creer que la legibilidad es sinónimo de democratización no es otra cosa que volverse condescendiente. Y una vez que entramos a ese tobogán, olviden la degradación del arte en contenido; el contenido será degradado a concepto, y el concepto será convertido en flamante banner publicitario. Todo debe ser lo suficientemente simple como para reconocer y categorizar. En lugar de apuntar a lo único, que podría perforar nuestra neblina de distracción, películas como Mickey 17 terminan sucumbiendo a generalidades soporíferas y comercializables.

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