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Melodrama taurino (4) – Vecchialiniano “francés” de los ’30

Serge Bozon cuenta acá que cuando Rivette hizo en 1967 el capítulo de Cineastas de nuestro tiempo sobre Renoir, Renoir, le patrón se preguntaron con Eustache (que era el editor) frente a la película terminada qué era lo que habían aprendido de Renoir. Parece que Eustache dijo que lo que Renoir planteaba era que había que filmar lo que se conoce, por ejemplo la propia vida. A lo que Rivette contestó que el había entendido lo contrario, que había que filmar lo desconocido, lo jamás experimentado y lo que potencialmente podrías nunca experimentar. Según Bozon desde entonces el cine francés quedó dividido entre los que como Garrel y Eustache filmaban sus propias vidas y esos como Rivette y Vecchiali, que querían aferrarse a los riesgos de la ficción.

Vecchiali es taurino y publicó en 2010 una enciclopedia a la que le puso Cineastas “franceses” de los años ’30 y su obra. O sea 1600 páginas en dos tomos dedicadas a los cineastas que filmaron en Francia en esa década. En unas entrevistas que hay en la entrada sobre Paul Vecchiali en Patio de butacas, cuando le preguntan por la particularidad del cine de los ’30 dice que es muy creativo, que a diferencia del cine de Hollywood de los ’30 en el cual los cineastas ya estaban siendo atravesados por las reglas (habría que ver que piensa Vecchiali del pre-code), el cine francés de entonces era completamente libre y que en las películas de esos años están presentes todos los cines posibles, todos los géneros y movimientos que existirían más tarde (neorrealismo y nouvelle vague incluidos). Si eso es cierto, esta división del cine francés que cuenta Bozon desde 1967 debería estar también entre las películas de esta década y en los dos tomos de la enciclopedia de Vecchiali. No pude conseguir los libros pero en esta misma entrada de Patio de Butacas aparece una lista de películas que tienen la máxima calificación en la enciclopedia (4 corazones). De todas esas películas (111) hay algunas que fueron hechas por otros taurinos ilustres (Ophüls, el “francés”, Gremillon, taurino honorífico llevado al taurinismo por el taurino Jean Gabin y por el propio mérito de sus melodramas, absolutamente taurinos, y L’Herbier) y entre las taurinas, hay mayoría de melodramas.

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Pasada la media hora de Le Bonheur de L’Herbier hay una escena de juicio de casi media hora que comienza con un juez presentando al acusado de dispararle a la famosa Clara Stewart a la salida del teatro (Charles Boyer) como alguien que al parecer venia de una familia muy buena que le dio una excelente educación pero que, luego de terminar sus estudios decidió estudiar bellas artes y comenzar a tener “ideas revolucionarias” hasta que terminó aislándose de la sociedad, sin familia y sin partido. Todo eso en un plano que comienza en el juez, sobrevuela a una especie de magistrados, después al jurado, al publico en general que exclama ante la mención de las ideas revolucionarias y termina del lado de los abogados y un poco más arriba Boyer para volver al juez que justifica su derrotero por la vida de otro con la pregunta de por qué un tipo sensible e inteligente decidió atacar justamente a una artista. A lo que Boyer responde primero: “pero su señoría, ¿a quién iba a matar si no?”. Después comienza explicar que la gloria moderna se concentra en dos posibilidades: los deportistas y los actores y a partir de entonces el juicio comienza a girar alrededor del “antisocial” Boyer y su abogado marxista que comentan alternadamente los testimonios de los testigos que son el marido rapiñero de la actriz Clara Stewart (a quien el abogado acusa de vago y vividor), al representante coimero de Clara (un Michel Simon que se defiende contra el abogado en una conversación acerca de quién se llena más de plata con los honorarios que cobran a los clientes), la chica que estaba con Boyer la noche que le disparó a Clara a la salida del teatro, quien no puede creer que en vez de un disparo mal apuntado (que pretendía ser al corazón y termina descansando en el hombro de la actriz) no haya llenado el teatro de explosivos para hacer un verdadero quilombo y finalmente Clara. Ahí es cuando la película termina de ser completamente inentendible: si antes parecía (o me parecía) que Boyer había hecho todo eso (¿quizás fingir que él había sido el agresor?) para encontrarse con la actriz, una vez disipado eso Clara comienza una serie de acciones totalmente desquiciadas que parecen significar que se enamoró de Boyer en el medio de sus declaraciones. Su frustrado asesino, por otro lado, también parece enamorado de la actriz aunque muy a su pesar: la encuentra vulgar, a ella y todo lo que atañe a su espectáculo. La escena termina con un juez evacuando la sala porque Clara no deja de gritar una y otra vez que no se lo lleven a la cárcel, que se lo den a ella y durante el resto de la película no queda del todo claro si esto es una pasión inconmensurable o dos locos que se juntaron disparo de por medio. La película es tan libre en las formas de organizar la trama (de darles un tiempo irregular a las acciones, de elipsar cosas como la forma en que la pareja finalmente se conforma, de avanzar hacia lo inevitable como si el determinismo del melodrama permitiera que en el medio pudiera pasar cualquier cosa, un armado extraño de sistemas de escenas y personajes) que por momentos parece imposible que eso así sea. Deja constantemente pensando: eso pasó muy rápido, ¿entendí mal?

Es ahí, en el borde de lo verosímil, que el melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30) rodea lo que dividirá al cine francés 30 años más tarde: es la oposición entre lo natural y lo maravilloso, o sea lo fantástico. Un fantástico taurino, que es la imposibilidad de que algo sea homogéneo, de que algo se vea ocre. Si la pasión es anarquía para Vecchiali, el melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30) es una mezcla entre algo que se conoce y algo completamente inasible, a través de esta pasión anárquica que es también algo conocido (el amor) que va hacia algo imposible de conocer (la muerte). Como los personajes van a tirar sus vidas por la borda (en sus casas, con sus parejas anteriores, sus trabajos, sus ideas sobre el mundo) o sea, se desbordan, la película también se desborda, y ese roce con lo inverosímil de una trama a veces naturalista es lo que los vuelve fantásticos, algo que no puede pertenecer del todo a este mundo (pero pertenece) y que no es completamente otro (pero tiene un grado de inexplicable) y se ve en la heterogeneidad narrativa y dramática, tonal y rítmica. Lo que oscila entre lo natural y lo maravilloso son cosas como ¿qué hace Charles Boyer sentado en un atril arriba de su abogado, comentando el juicio? ¿cómo puede ser que en el mundo hayan existido los duelos a muerte? ¿qué hace ese hombre moviéndose a la misma velocidad que un tren? (en Gueule d’amour de Gremillon, ver en el Facebook de Las Pistas ya que YouTube lo borró por copyright).

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Es que el destino trágico para Vecchiali es una forma de fantástico. Cuando en Liebelei (Ophüls, 1933) el amor feliz y adorable de dos jóvenes a punto de casarse se ve interrumpido por un cascote de pasado, un esposo molesto que viene a retar a duelo al viejo amante de su esposa, todo se vuelve una pesadilla (y eso que tienen las pesadillas cuando se parecen un poco a estar despierto también tiene algo de fantástico): los que iban felices en un carro ahora están a punto de ser afectados por un proceso no judicial en el cual dos personas resuelven una afrenta al honor poniéndose de espaldas en uno del otro, contando una cantidad fija de pasos y disparándose el uno al otro por turnos pre-establecidos hasta que uno de ellos muera. ¿Cómo puede terminarse así un romance?. El melodrama es así y eso es difícil de creer y es probable que ahí esté el punto medio entre Eustache y Rivette. El espectro que hay entre estas dos posibilidades es un espectro real: el fantasma entre el sueño y la pesadilla, siempre exagerado y a la vez creíble, el melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30) es una porción de tiempo en la cual aquel que nunca fue dueño de su destino (un personaje de melodrama) atraviesa una serie de movimientos que, fijados en el espacio, están ahí para fijar ahí unos sentimientos que son frontales, potentes y que saltan directamente hacia fuera de la pantalla. Parecen completamente irreversibles y lo son porque la brusquedad con la que el asunto acaba (la muerte de un amante a manos de otro, el suicidio por la falta del ser amado, la pérdida de una pulseada de amor contra el mundo del espectáculo) hace que un travelling combinado con un paneo con un personaje subido al escalón de un tren (que parece así estar volando a la par de su amigo) deje para siempre el corazón herido.

A fin de cuentas lo posible y lo existente es para los tibios. Todo melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30) puesto en esa lista se transforma en un pedazo de El fantasma y la señorita Muir. No hay nada demasiado tangible, demasiado existente, demasiado posible ni demasiado quieto. Son una serie de figuras que sobresalen del mundo por haberse subido a un tren (siempre hay un tren) que los podría quizás potencialmente llevar al cielo pero que siempre termina en alguna parte del infierno. Esa forma de sobresalir está hecha para que parezca que sólo la vemos nosotros, organizada por Vecchiali, que cuando arma sus propios personajes –aunque estos, los melodramáticos taurinos de los ’30 también son suyos)- se suben a sus propios trenes de movimiento fijador de sentimientos que lo que toman de estos destinos trágicos anárquicos de los ’30 a demás de la no determinación de ninguna de sus formas (salvo el primer plano de una diva, la vedette), es su cualidad fantasmal. ¿Existen Hèlene y Sonia de Femmes Femmes o son espectros que merodean por la casa jugando a armarse escenas en las que coinciden o no entre ellas, armando y desarmando personajes? ¿O será una sola mujer armada con dos actrices, que vive sola y se mueve por las calles intentando espantar a policía del equipo de filmación que intenta seguirla en sus movimientos? Lo que pasa con el tren cuando es Vecchiali el que está filmando es que todos se suben, se desborda todo y es imposible perseguirlo. Lo trágico en todo esto es que la película tiene que terminar y no hay más que una sola forma de hacerlo. En el medio, lo que parecían una serie de invenciones en forma de acumulación de elementos van a ir encontrando un orden secreto para, de repente, tener un desenlace justo a tiempo.

Lo terrible es, por ejemplo, ver una película como Noches blancas sobre el muelle y saber que la película va a durar cuatro noches. En el medio es todo fantástico (¿quién existe, él, ella, el viejo que interpreta Vecchiali, los personajes de sus vidas que cuentan los protagonistas en historias mientras se van conociendo en el muelle, nadie?), en penumbras, en contraste. Lo terrible es la posibilidad de que la película haya sido tan incorpórea como los relatos casi junto al fuego que contiene, que quizás al verla de nuevo parezca que fue todo una gran confusión, que en realidad lo había soñado. El melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30) es ese que deja la sensación de que hay un hueco en alguna parte de la casa y cuando pasás por al lado te das cuenta de que sabías exactamente qué había ahí antes pero ahora no lográs acordarte. Lo que hace Vecchiali con este hueco es transformar en realidad –realidad fantasma- todas esas fantasías del melodrama taurino (vecchialiniano “francés” de los ’30): hacerlo fantástico, natural y extraño (esto es ser obstinado), lo que pasa cuando se mezclan las certezas con las incertezas y la hipnosis. Como esta frase que según Vecchiali le dijo Opüls a Danielle (taurina) Darrieux mientras filmaban Madame de…: Il faut que tu joues la presence dans l’absence (es necesario que interpretes la presencia en la ausencia).

LS

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