Por Lautaro Garcia Candela
Para escribir durante los festivales, entre el desarrollo desordenado de los días y los recuerdos cruzados, es necesario adoptar un tipo de concentración particular. Un oído cerrado, apuntando a los pensamientos internos, y otro puesto en los comentarios de mis amigos de los cuales tomo prestadas algunas ideas.
Soy especialmente afortunado porque algunos de mis amigos no solo hablan (o escriben) sino que también filman. Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld hicieron en Súper 8 un corto llamado Una película hecha de, estrenado ayer en la Competencia Argentina de Cortometrajes. A primera vista podría pensarse como un diario de viaje hecho en unos días por España, pero en realidad es otro el criterio que guía sus imágenes. Se relata (en off) un encuentro con un amigo cineasta gallego, Ángel Santos, en la víspera de año nuevo. Él les dice que tiene ganas de filmar una nueva película que va a estar “hecha de” e inmediatamente después la voz en off se corta abruptamente. Lo que vemos a continuación son imágenes tomadas en el viaje: la celebración de año nuevo y las luces con las que el ayuntamiento decora la ciudad, niños embelesados, la televisión, cuadros en museos, manos, puertas, vasos, pisadas, el mar. Uno podría preguntarse si efectivamente es él el que piensa hacer una película con eso o si es que los directores lo usaron de excusa para filmar lo que ellos querían. Ángel (siempre mediado por la voz en off de Solarz) dice al principio que quería usar una canción de los Kinks, muy emocionante, pero son los propios directores los que la terminan usando. Eso termina de configurar una autoría extraña, difusa, y emocionante porque muestra desnudos los materiales sobre los que trabajan todos los cineastas. Nos recuerda que todas las películas están hechas de esas cosas simples y materiales, de acciones banales y objetos cotidianos.
La idea se esclarece al ver otras películas. En los festivales se juntan de manera arbitraria, con la lógica de la grilla, y así pueden iluminarse unas a otras. Mientras miraba Ne croyez surtout pas que je hurle, de Frank Beauvais, podía sentir cómo el propio director le negaba la materialidad a su película. Escrita sobre la experiencia de ver 400 películas en unos meses después de una separación, aislado en un pueblito conservador de Francia, la película va por dos rieles: vemos esas películas que veía el director mientras escuchamos su voz en off, constante, cadenciosa, que cuenta a manera de diario lo que sucedía en ese tiempo. Hay ideas verbales, políticas, en fin, de toda índole, pero lo que cuenta la voz es tan intenso e insistente que sepulta cualquier tipo de operación sobre sus materiales. Parecería que las películas, de lo que está hecho Ne croyez…, son una excusa para el standup del director. A veces surge alguna gracia, como chiste, en la contradicción entre imagen y sonido, pero el ego desmedido desparramado sobre la mesa de montaje consigue tapar todo. Recomiendo que vean las imágenes, potentes y extrañas, y se olviden de lo demás.
En cambio Les enfants d’Isadora, de Damien Manivel, está hecha de lo que está hecho el cuerpo: de manos, de pies. En una segunda instancia, de lo que esos cuerpos pueden hacer: bailar, actuar, caminar. Y por último, de la circulación en la cultura de esos movimientos: vemos como se recuerda, como se transmite y como se representa.
La película empieza con la historia de Isadora Duncan, una bailarina clave de la danza moderna cuyos hijos murieron de niños en un accidente de tránsito. En el duelo, compuso una pieza de danza en la que mece simbólicamente a sus hijos, los pasea, los despide. Descubrir el origen de cada movimiento es bastante desgarrador. Difícil describir lo que sucede en la película: podría decirse Les enfants d’Isadora pone en escena tres representaciones disímiles sobre la pieza. Primero la interpreta una bailarina de clase media, callada, cuyos movimientos son apolíneos; después una adolescente con síndrome de down; por último una mujer negra, medio renga, que esboza meditativamente su propia versión. Está claro que las habilidades de una no son las de la otra y sin embargo, el norte de la película no está en la perfección técnica ni interpretativa sino en la particularidad de cada uno de los movimientos. Manivel observa pacientemente las diferencias en cada una. Podríamos llegar a encontrar sus implicaciones sociológicas, pero sólo a partir de evidencias concretas, de sus materiales: nada podría decir más de ellas que cada movimiento minúsculo que Manivel registra con rigor. En esos gestos, desplegados, está toda la belleza que el cine puede lograr.
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