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Mar del Plata 2019 (01) – Un pequeño malentendido

Por Lucas Granero

Bajo el efecto de una extraña combinación azarosa entre audio y subtítulo, Vever (For Barbara), el último trabajo de la cineasta Deborah Stratman, fue víctima de un pequeño malentendido que despertó una polémica igualmente pequeña. La película está construida en su totalidad en base a un material filmado por la cineasta Barbara Hammer en los 70’s, mientras estaba de viaje sentimental por Guatemala, el punto más lejos al que pudo llegar en moto. Hammer nunca quedó del todo satisfecha con eso que filmó y rechazó rotundamente al material. Stratman, que aquí trabaja menos como una directora y más como una suerte de detective que ordena imágenes, piezas e ideas, las vuelve a exponer e intenta que la propia Hammer le explique a qué se debió ese repudio. Aquí es donde sucedió el pequeño malentendido: la voz de Hammer, ya un poco ronca, un poco despidiéndose (murió en marzo de este año), dice que nunca pudo encontrarle una resonancia poética al material. Esa palabra, poética, fue subtitulada como política. ¿Hammer evitó el trabajo con estas imágenes por encontrarlas vacías de contenido ideológico o bien las expulsó de su obra por no encontrarlas lo suficientemente emotivas? La confusión, obviamente, dispara más preguntas: ¿pueden ambos factores convivir separadamente? O la más temible, ¿pude haber escuchado mal y efectivamente Hammer dijo siempre la palabra política? Deberé volver a verla para asegurarme de que no se trató de un error pero, mientras tanto, esa confusión (o no) despierta un poder que acaso estaba latente en las intenciones de Stratman. 

La voz de Hammer es acompañada por unas frases de Maya Deren que van apareciendo sobre las imágenes. Las ideas de Deren se corresponden a reflexiones en torno al trabajo que hablan del encuentro con el error, qué hacer con él, cómo enfrentarlo. Las resonancias que Stratman busca amplificar son claras. La polifonía de voces aumenta aquello que, aparentemente, esas imágenes no tenían: si es poesía, ahora su resistencia a la aparición de sentimientos se ve aplacada por las palabras de Deren, que resignifica a la falla como un elemento vital en la búsqueda artística; si es política, a esas frases se le suma el trabajo de exhumación que produce Stratman, quien vuelve a la vida unas imágenes que estaban destinadas a no ver nunca la luz y las ubica en un nuevo contexto en el que su verdadero potencial es reivindicado. Porque no se trata de un simple registro turístico de una zona sino de la celebración de sus particularidades, una danza imparable de colores, rostros y texturas que exhiben la distancia siempre justa con la que Hammer miraba el mundo. El resultado hace de esa disonancia de materiales una unión sumamente armónica entre tres generaciones de cineastas de vanguardia que han trabajado en tiempos distintos y que, sin embargo, logran aquí ensamblarse para crear una pieza tan expansiva como conmovedora. 

El que gusta mucho de las disonancias al punto de experimentarlas como forma de vida es Felix Kubin, protagonista exclusivo de Felix in Wonderland, un nuevo retrato de Marie Losier, quien no para de hacernos más feliz la vida festivalera. Músico electrónico, activista sonoro, vanguardista de las melodías, Felix es de esos artistas que no pueden separar su obra de su vida cotidiana. El tipo de personas que Losier siempre busca poner frente a cámara y ver de qué formas celebrar junto a ellos estas manifestaciones de vida tan particulares. La película comienza en lo que tal vez sea el mejor inicio de todo el festival: Felix está desarrollando unos experimentos sonoros que implican grabar la resistencia de los micrófonos cuando están expuestos a situaciones extraordinarias. La primera de ellas consiste en ver qué sucede cuando un perro lo mastica. Por supuesto que lo logra porque si hay algo que queda en claro desde el comienzo es que para Felix el fin sonoro justifica los medios. No hay nada que se interponga en sus aventuras musicales. Losier lo retrata feliz en su estudio, tocando sus mil perillas y teclados, explicando la importancia de un cable al que considera una pieza fundamental de su música o bailando al ritmo de una canción descubierta al azar. En el dueto de política y poética, las películas de Losier también encuentran un ensamblaje inequívoco. Sus retratados viven como sus obras e incluso, podríamos decir, se transforman ellos mismos en manifestaciones artísticas, variante de la que Felix es un impecable ejemplo.

Fiel a su estilo, Losier interviene los momentos de la vida cotidiana del músico con la representación en clave kitsch de ciertas escenas imaginarias que bien pueden corresponderse con las fantasías de su retratado. En esos momentos, Kubin cuenta acerca de algunos sueños recurrentes que tiene, como aquel en el que se imagina cayendo de un precipicio y en vez de preocuparse por la proximidad de la muerte, se concentra en escuchar los sonidos que se desprenden de esa caída, mientras flota en el aire. O aquel en el que cuenta que no le molestaría ser atropellado por un auto, ya que de ese impacto también podría oír algunos sonidos que de otra forma no podría. Su percepción del mundo no pasa por los ojos sino por sus oídos. Todo lo que lo rodea es digno de ser grabado, sampleado, escuchado. Su vida es una representación extrema de lo que la compositora de vanguardia Pauline Oliveros llamó “deep listening”: escucharlo todo de todas las formas posibles. Losier, tan fascinada como agradecida por ser parte del mundo de Felix, intenta comprender cómo es posible tal forma de vida y en ese afán hasta se anima a inventar una viñeta en la que abre de par en par a Felix y, enredado entre sus tripas, va encontrando instrumentos sonoros e incluso hasta un oído. No quedan dudas: todo es música en Felix y por suerte se escucha tan fuerte que el contagio es inevitable. 

Al final de la jornada, nos reencontramos con un viejo amigo. Mekas, otro de esos que hicieron de su vida su arte, nos contaba sus primeros días en Nueva York, cantando como Ulises, el exiliado. Un momento de arrebatada felicidad me hizo pensar en cuánto se parece a Felix y a Hammer. Luego de dormir toda una noche en un auto, muerto de frío y hambre, no se le ocurre otra cosa que comenzar a filmar con su bolex todo eso que lo rodea: el cielo, las flores, sus amigos. Ken Jacobs trata de seguirle el ritmo (algo imposible, claro) y lo reta a un duelo indefenso de cámaras. Uno filma al otro. En el material de Mekas, las imágenes se vuelven movimiento puro, revela una forma del mundo que sería imposible de ver sin su cuerpo como interprete. El de Jacobs, nos muestra a Mekas haciendo su danza. Su felicidad es plena. No sabe dónde va, qué será de él, ni qué caminos tiene en frente. Pero mientras tanto, todo es gracia. 

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