Search

Mar del Plata 2018 (05) – Última crónica

Por Lautaro Garcia Candela

Hablar solamente de lo ocurrido en la premiación de este Festival de Mar del Plata que pasó sería, por lo menos, algo injusto. Ante actos tan evidentes de injusticia y privación de derechos, incluso de contradicciones sin matices, no queda mucho para decir. Todos lo repudiamos enfáticamente, pero si vamos a hablar solo de eso en un festival de 200 películas vamos fritos, ganaron ellos y nosotros nos volvimos predecibles. Dos de mis compañeros, Lucas Granero y Ramiro Sonzini, estaban haciendo un taller de crítica organizado por el mismo festival en el que también premiaban la mejor ópera prima internacional. Estuvieron todo un día escribiendo un texto sobre la película que ellos consideraban la mejor y no pudieron leerlo por el miedo que tenía el INCAA de que dijeran algo en contra del gobierno nacional. Cuando se nos priva de la palabra, todo se cae: tanto la denuncia más banal como algo que a priori no tiene nada que ver con la coyuntura política. Todo forma parte de la discusión en el espacio público, algo que el propio gobierno quiere ir disminuyendo lentamente. No creo que lo logren.

Había empezado a escribir in situ pero algunas situaciones de salud (mental, social, física) me impidieron seguir. La función de las 9 a.m. puede ser traicionera: solo algunos valientes se levantan a esa hora y, por lo tanto, no hay conversación. Sin la posibilidad de contrastar, uno se vuelve un troll: alguien un poco triste detrás de una pantalla que habla sin escuchar otra versión, amasando argumentos hasta la función de la noche, más concurrida y celebrada. Las ideas, para que no sean solo palabras, tienen que estar dialogadas.

En el medio del Festival los amigos de la Revista de cine (en este caso Solarz, Zukerfeld, Spiner, pero son muchos más) nos invitaron a dialogar sobre la crítica de cine como texto. La excusa fue la presentación de su quinto número. Recomiendo comprarla en su librería de confianza. Hablamos mucho de los formatos de ambas revistas, de su la periodicidad, la posibilidad de juzgar en los textos, y qué implicancias tenía que todos en la mesa hayamos agarrado una cámara alguna vez en la vida. Hacia el final abrimos las preguntas al público, que era sorprendentemente numeroso. Una mujer nos preguntó cómo hacíamos para escribir “sin spoilers”, a lo que nosotros contestamos educadamente que no todo pasa por lo narrativo y que esa furia anti-spoilera era más de las series, algo sobre lo que nosotros no escribíamos. En ese momento levantó la mano para terminar el concepto otro compañero de La vida útil, José Fuentes Navarro, que con furia acotó: “A los que dicen eso no les gusta el cine; el cine es algo que tiene que ver con la experiencia y aunque te cuenten qué va a pasar no se compara con verlo, en pantalla grande, a oscuras”. Todo esto viene al caso porque las dos películas argentinas programadas en la Competencia Internacional revelan algo hacia el final, que no necesariamente sea plot-twist, pero sí un advenimiento que antes estaba solo sugerido. Así que por las dudas, aviso: va con spoilers.

          

Vendrán lluvias suaves, de Iván Fund, me trajo problemas: por momentos se pierde en sus ambientes siempre excéntricos, pero consigue grandes momentos de ternura. Muere, monstruo, muere, de Alejandro Fadel, me producía mucha desconfianza pero a medida que pasaron los minutos me fui convenciendo de que Fadel filmó con desparpajo y de manera inconsciente. Fue un acierto del Festival programarlas a las dos juntas y más aún en la sección más importante, la menos permeable, a priori, a la experimentación. No son películas cómodas ni demagógicas. Son nuevos caminos respecto de sus carreras anteriores e incluso de todo el cine argentino reciente. Muchos se escandalizaron. Otros, más cínicos y curtidos, dejan entrever en sus comentarios de que siempre es así, que se programa por importancia y no por calidad. Lo importante, en realidad, es que trajeron discusión a las mesas y sentimientos fuertes en los encuentros.

La película de Fund narra el periplo de unos niños en Crespo que están en una situación muy particular. Sus padres se quedaron dormidos y no se pueden despertar. Esto parece pasar en todas las casas, por lo que los niños tienen que sobrevivir por sus propios medios. Se organizan rápidamente para buscar al hermano de uno de ellos que quedó en otra casa y salen de travesía. Lo que se encuentran en el viaje no es algo post-apocalíptico, sino algo parecido a lo que se encuentran todos los días a la hora de la siesta: un pueblo taciturno, apagado, en stand by.

El término “puesta en escena”, de origen francés, necesariamente refiere a un escenario. Algo emparentado con el teatro, elevado, por sobre las butacas, organizado por el director, que nosotros vemos. Se me ocurre que Fund no “pone en escena” sino todo lo contrario: baja el escenario a nuestra altura. Incluso más bajito, a la altura de los niños que protagonizan la película. Ellos, los niños, no suelen tener una gran atención sostenida, sino que más bien se distraen todo el tiempo. Eso también le sucede a la película: está construida en secuencias cortas, sin concentración dramática. Sin embargo, son viñetas que no están exentas de la ternura o del dolor. Quizás el momento más emocionante es cuando tienen que salvar a un perrito que quedó encerrado en un auto. Se lo encuentran de casualidad y apenas lo salvan la escena termina. Como si la concentración alcanzara para ese momento privilegiado y para nada más.

La mirada de la película es desconcentrada y también de corta distancia: no vemos el alcance de esta especie de epidemia que parece asolar a los adultos. No vemos “lo político” de este tipo de distopías, que es la organización social después del desastre, cómo se recupera una comunidad en un supuesto estado de naturaleza.

Vendrán lluvias suaves trastoca el orden de importancia de las cosas: si le pidiéramos verosimilitud o la Historia grande, todos los momentos serían descartables. No se puede decir nada acerca de la organización de los chicos, el cuento se arma con la luz que entra por la ventana. Importa más la comida que quedó en el plato después de días sin presencia de los adultos que los posibles problemas económico-políticos que podrían estar pasando.

Hacia el final el grupo de niños llega a su destino y se encuentra con una sorpresa. El hermanito de uno de ellos, al que estaban buscando, está jugando con un ¿extraterrestre? ¿espíritu? de casi tres metros y que se ve muy difusamente. No tiene un carácter particularmente sólido, sino que parece hecho de viento, o incluso una ilusión óptica. Después de esa revelación se pasea unos planos más por lugares que ya hemos visto, como confirmando que era él el responsable de todo lo que estaba pasando.

Lo que termina sucediendo en varios pasajes es que esa manera de narrar se desvanece, se deshilacha. Las micro-escenas muestran su carácter totalmente gratuito y pasan a ser reemplazables unas por otras. El problema no es que falte un avance narrativo tradicional que atraviese todas las escenas en búsqueda de desarrollar algún personaje o una trama, sino que lo que falta es el descubrimiento vaporoso que maravilla y da sentido: la gracia. Eso que muchos encuentran sin buscar y otros pasan la vida buscándola. Iván Fund está ahí: la ve, escucha su respiración, pero estira la mano y no puede tocarla. Es cuestión de tiempo, sabe cuál es el camino.

         

Muere, monstruo, muere es polémica. Tiene un tono muy enrarecido, los personajes hablan como si estuvieran diciendo aforismos todo el tiempo (algunos muy cercanos a Jean-Luc Godard, imagínense), y la iluminación de todas las escenas va en contra de cualquier idea naturalista de la imagen. Puede pensársela como una comedia sobre el lenguaje o como una de terror artie. Lo cierto es que tiene una impronta, unas ganas de posicionarse sobre una problemática actual: la violencia de género. Hay varios asesinatos de mujeres y tres hombres sospechados de haber cometido esos crímenes. Todo se empieza a poner fantástico cuando en las marcas de los cuerpos de las víctimas hay rasgos de brutalidad, colmillos larguísimos, baba de distintos colores. Está Cruz, el detective, está el comisario y está el personaje de Bigliardi. Todos tienen sus razones para haber matado y se desconfìan mutuamente. En un momento de la investigación, el monstruo habla, se personifica en uno de ellos y se pelea con los otros dos. Todas las vacilaciones a las que habíamos asistido se vuelven vanas: el monstruo está ahí y no hay lenguaje ni aforismo que valga.

De allí que todo se vuelva ridículo de una manera en la que no podemos saber si es fallido o sublime. Los últimos momentos asistimos a una caminata del monstruo, ya completamente convertido, por una montaña. Se sienta en una piedra, como cansado de caminar. Podemos verlo en todo su detalle: la piel es rugosa, casi como de elefante; lo que sería su cola es en realidad un largo pito (con glande y todo) que se mueve como la de un gato, ondulándose; y su rostro son dos testículos que cuando se abren podemos ver una vagina con dientes que aterra bastante. Vemos los créditos sobre esa imagen (y ese sonido).

Mucho se le criticó a Fadel que ese monstruo hermafrodita sea el responsable de la muerte de las mujeres que vemos en la película. Interpretándola metafóricamente, podría decirse que según la película la culpa de la violencia hacia la mujer y los femicidios no es exclusivamente de los hombres. Todos sabemos que no es así: de los femicidios la culpa la tienen los hombres. Pero aún suponiendo que la película piense eso, ¿qué pasa en su textura, en la superficie que nos seduce? Lo que puedo decir es que en MMM hay un monstruo extrañísimo que podría haber salido en Mad Max (una eme de diferencia). El cine a la realidad no le debe nada. O sí le debe algo: la posibilidad de desmarcarse de ella. En ese sentido, si el cine tiene la posibilidad de formar imágenes pregnantes, de una imaginación afiebrada, simplificando brutalmente y pensando a los tumbos, tiene razón de existir aún siendo impreciso políticamente. La ciencia ficción tiene la posibilidad de crear monstruos y situaciones en los que concentra todo el aquí y ahora, de un gran trazo grueso desvergonzado.

La película que no puede ser vista como un objeto de una discusión estimulante es Introduzione all’oscuro, de Gastón Solnicki. La historia, a vuelo de pájaro, empieza con la muerte de Hans Hurch, programador mítico de la Viennale. Golpeado, Solnicki, amigo desde hace una década, viaja a Viena para ver cómo sobrellevar el duelo. Con esa premisa filma un extraño homenaje, en el que por momentos trata de imitar a su amigo y por momentos trata de entenderlo, filmando las calles donde vivió. Así acumula paisajes, situaciones, personas. En la banda sonora escuchamos una larga conversación que ambos tuvieron por motivo de Papirosen, la segunda película de Solnicki. Es imposible saber cuánto hay de Hurch en lo que se puede ver, pero por lo pronto se puede decir que todo está tamizado por la subjetividad del director, que aparece bastante seguido.

La película, que pasó por otros festivales como Venecia y New York, tiene el extraño mérito de ser un museo. Nada contemporáneo, vivo, pasa por allí. La museificación de su forma tiene algún correlato en su distribución, que parece aprobada casi desde la pre-producción por su tema (Hans Hurch es a esta altura una leyenda) o su equipo técnico (Rui Poças también va camino a la gloria) Parece auto-programarse por el peso ajeno. Por sus anabólicos. En los materiales (artísticos) que utiliza Solnicki se puede respirar una alegría de pertenecer, o al menos un discreto orgullo (quizás una costumbre de clase). Ese arte (Straub, Lubitsch, Salvatore Sciarrino) funciona, diría Bourdieu, como distinción. Como capital cultural. No importa tanto el contexto de producción de las obras citadas (Lubitsch era popular, Straub era moderno -y problemático-, Sciarrino es académico, avant-garde), sino cómo la película los trata. Son ornamentos, gadgets que aparecen cuando la línea de la narración se pierde.

En los primeros momentos de la película, Solnicki visita el cementerio en el que está enterrado su amigo. Pasa por las tumbas de Beethoven, Brahms y Schonberg, pone cara de circunstancia, y luego llega a donde está Hans Hurch. Todos estos desplazamientos no los vemos, sino que los encuadres son fijos, dando cuenta de un hipotético recorrido. Vistos así, parecen carteles más que planos. Después vemos unas fotos que parecen analógicas del día de su entierro y suena, de fondo, un violín alegre y melancólico. Era una extraña decisión considerando que la película trabaja en su banda de sonido con música contemporánea (algo así). Más adelante Solnicki presenta Trouble in Paradise y dice que ellos dos aprecian en las películas y en la vida lo que tienen las películas de Lubitsch: la ternura, la elegancia y la inteligencia. Ahí tiene sentido la música anterior, que supongo debe estar tomada directamente de una película de Lubitsch. Es un homenaje sentido que se desmarca de todo lo demás en la película, que se nos presenta en las calles de Viena con toda su potencia y primermundismo: museos, cines, orquestas, calles que parecen detenidas en el tiempo. Todas las referencias culturales refuerzan la idea de un arte alto, cuando no necesariamente es así. Forma una cápsula formal que la salvaguarda de cualquier exabrupto propio de la emoción. Usando los términos que cita Solnicki sobre el director alemán: de tan elegante, tan milimétrico, tan calculado, no puede volverse tierna. Es más la imposición de la importancia de su arte que el relato de un duelo. Para unir todas esas cosas, claro, hace falta inteligencia.

         

Introduzione all’oscuro empalidece ante la nueva película de Ted Fendt, Classical Period. En el llano de Fendt, en los suburbios, los personajes son igual de apasionados por el arte pero lo viven de otra manera. Ellos están siempre preocupados en sus investigaciones, combatiendo sus sentimientos mientras hablan de cosas mucho más cultas y en un principio alejadas. No duermen, no salen, sufren cualquier tipo de relación emocional. Pero la melancolía del desfasaje (generacional, vivencial) hace que sus materiales estén mucho más vivos, porque están contrapuestos en un contexto concreto y unas vivencias en las cuales uno podría eventualmente encontrarse. Aunque en realidad no importa tanto el valor mimético de Fendt (esto que veo en la película podría sucederme a mí) sino la relación entre lo cotidiano y el arte. Son momentos sorprendentes, como una cita a Borges, una clase magistral o una pieza de Beethoven. Todo lo que vemos parece imbuido de un sopor insoportable y, sin embargo, cuando menos los esperamos nos encontramos dentro de un plano que está bastante cercano a lo sublime.  Fendt los hace durar lo suficiente como para que apreciemos sus particularidades. Para que realmente comprendamos de qué están hablando. Hay un plano que dura todo un rollo de 16mm (siete minutos, aproximadamente) en el que el protagonista cuenta la historia (de memoria) de Edmund Campion, un sacerdote católico que se peleó con la Iglesia de Inglaterra y que, después de una serie de ridículos juicios, fue ahorcado, descuartizado y destripado. La escuchamos con lujo de detalle, con partes iguales de pedagogía y erudición. Lo mismo sucede cuando desglosan una sonata de Beethoven. La tocan una vez y luego alguien va yendo de a poco, explicando cuál es su genialidad. El conocimiento se nos presenta abierto sin perder el misterio, a salvo de la museificación. El arte no es un elemento a apreciar, a distancia, como en la película de Solnicki, sino como algo a desentrañar, como si de una aventura se tratase.

Un Festival, a esta altura del mundo y de la historia, vivido como lo vive la comunidad cinéfila que se arma en Mar del Plata, es una experiencia ridícula y excesiva. Un poco extemporánea, con las prioridades desordenadas. Tiene algo de responsabilidad y algo de desenfreno. Casi todos nuestros amigos o conocidos, con los que dialogamos real o imaginariamente, van a hacer algo al Festival: a presentar películas que filmaron, a presentar películas que programaron, a cubrir el evento para algún medio, a hacer negocios para poder hacer películas. Y sin embargo ahí los vemos a todos, tomando cerveza y acostándose a la salida del sol. Es casi una actitud adolescente de irresponsabilidad frente a la profesionalización del cine. Claro, no somos médicos, no salvaremos ninguna vida, y nos daría culpa trasnochar si estuviéramos en un congreso de cardiología. Pero aún así, hay responsabilidades. El cine, visto en festivales, muestra otra cara. Se integra a la vida en el punto justo entre una obligación (porque hay que tener rigor) y algo gratuito (nadie nos obliga a hacerlo de esta manera).

Uno de los momentos más emocionantes del festival se encuentra en una escena de Construcciones, de Fernando Restelli. La película es despojada, sin adornos, y es palpable esa precariedad en la que viven los personajes, esa falta de pompa o auto-conocimiento. Todo lo que hacen tiene el encanto de lo banal. No el de “lo simple de la gente del interior”, sino el de ver pasar el tiempo muerto mientras lo grande pasa por lado. Lo que no deja también de tener un componente trágico. Es tal la naturalidad que se crea en esa filmación que en la escena de presentación de Juan Pablo, el hijo del protagonista que se va a pasar la película haciendo travesuras, al encontrarse sorprendido por la presencia de la cámara, a lo primero que atina es a pasarle la pelota con la que estaba jugando al camarógrafo. El camarógrafo la devuelve rápido y con habilidad. Juan Pablo mira a cámara, sorprendido y contento. Podría decirse que de eso se trata la experiencia del Festival: tirar paredes con el cine.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Recomendados: