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Mar del Plata 2017 (17) – Imágenes mezcladas (Segunda Parte)

Por Dante de Luca

Esta es la segunda y última parte de una crónica cuyo comienzo pueden leer aquí.

IX/Tiempo muerto Pt. 2 (Les intrigues de Silvia Couski, Adolfo Arietta)
Por hacer más preguntas a Rafael Ramírez, llego tarde a la proyección de la única película de Adolfo Arietta que anoté en mi grilla. Los planos de Paris siempre imantados por la ciudad son un documento involuntario, como plusvalía fotográfica para las imágenes. Las travestis aparecen como plenas mujeres, superestrellas, y la narración sustituye una escultura por el cuerpo real de una de ellas. Pero sigo pensando en los cortos de Rafael Ramírez y, cuando la luz de la pantalla me lo permite –estoy sentado demasiado cerca–, leo anotaciones que hice en el cuaderno: II metamorfosis/ “Julius es feliz en su victoria”/ “Julius me pide que filme a los realistas”/ IV los antiguos/ “hoy visité al doctor Helmholzt”/ un viejo dice: “somos el futuro”/ guión: Lisandra López Fabé/ edición: Matteo Facenada/ alguien sigue la biblia con los dedos/ Alona (basado en)/ alguien visto desde una mira/ “lidiemos con la gente de la casa”. Pienso, mientras una travesti muy linda se despierta en una cama con amigos, que se trata de un guión. Entonces imagino un texto sobre los cortos de Rafael Ramírez y pienso en lo inmediato, en su esencia inasible: la cara de Marie-France en la pantalla, que me invita a quedarme cuando debo huir, antes de que termine la película, para ver el corto de un profesor. Antes de salir de la sala, me doy vuelta y miro un plano que olvidé; el último plano de Arietta que ví y que voy a ver. Sus películas no se consiguen, todas, por internet.

X/La riqueza (tercera arbitrariedad) (Y ahora elogiemos las películas, Nicolás Zukerfeld)
En Y Ahora elogiemos las películas, el nuevo corto de Nicolás Zukerfeld, aparece gente joven con preocupaciones cinematográficas en situaciones cotidianas. Uno tiene una revista de cine; otro busca una locación. Al final hay una escena hermosa y genial: en un rodaje, los personajes filman una botella de la que salen disparados fuegos artificiales. Pero nada implica una idea sobre el cine, ni la escena del rodaje, ni el texto de Manny Farber que lee una chica hacia la mitad del corto y sigue, en off, hasta el final. Después de la proyección, camino a un restaurante con el director y algunos amigos, escucho una conversación que mantiene Zukerfeld con otra persona. Hablan de Manny Farber –a quién no leí–. El texto de Farber, dice el director, se titula igual que el corto: Let us now praise movies, que es, a su vez, una cita al libro famoso de James Agee, una crónica sobre las familias rurales, pobres, del sur de Estados Unidos: Let us now praise famous men. Pienso en su traducción siniestra al castellano: Elogiemos ahora a hombres famosos. En ese texto –realizado junto a Walker Evans, que tomó fotografías de la gente y el lugar– Agee propone que la pobreza no pasa, en este caso, por las necesidades básicas: los pobres que describe tienen comida y casas. La verdadera desgracia, dice Agee, es la imposibilidad de admirar, en sus propias construcciones, la belleza de un principio formal perfecto: no responder únicamente a las necesidades (un techo), sino producir, con los materiales que disponen, una estética: hacer de la madera terminaciones armónicas, justas, que no estén por encima ni por debajo de su “humanidad”. El título del corto, en castellano, es una corrección cuántica del pasado, la recuperación del sentido popular original en la crónica de Agee. El rechazo al discurso como adorno de las imágenes devuelve a los personajes, las situaciones y los encuadres, al Cine: se evita la pérdida de valor de las imágenes que provocaría la transparencia “necesaria” para comunicar un sentido. El corto es por eso, y porque se inscribe en una tradición que enfatiza el título en tanto componente estético, un poema.

XI/Géneros (mujeres pt. 2) (No, Pedro Maccarone y Max franco /Despechada, Jazmín Stuart)
Dos películas cierran el primer grupo de la competencia argentina de cortometrajes, entre los que se encuentra el corto de Nicolás Zukerfeld. En No, la cámara sigue, como una primera persona, a una chica que sube a su departamento. La cámara se esconde cuando ella se da vuelta. El plano secuencia continúa dentro del departamento, hasta frenar en un pasillo larguísimo lleno de puertas. Un cuerpo encapuchado entra a cuadro y se esconde en un cuarto. La chica lo encuentra y le grita desde el pasillo. Una mano sale de la puerta y le corta el cuello. Me sorprende la obviedad: cae muerta. El cuerpo encapuchado, ahora frente a cámara, sale del edificio. Una música de suspenso crece hasta que, en la calle, cae la capucha: es un hombre, y llora. Entonces aparece texto en la pantalla: “cada dieciocho horas muere una mujer”. La revelación, el terror, es que el corto tiene un tema y es el femicidio. Se superponen nombres de víctimas del 2016 en el plano final, mientras suena una versión lenta, en piano, del Himno Nacional. Me río muy fuerte, como una señora maleducada que busca cómplices en la sala. Pero el próximo corto, Despechada, ni siquiera manifiesta su adscripción a un género específico, aunque su título anticipa todas sus imágenes y las tematiza. Una mujer escucha boleros en la radio de su auto, llora y le grita a un tipo que quiere estacionar, hace pis en una botella y entonces el auto es una especie de cárcel para su subjetividad insana. La cámara no sale de ahí, ni siquiera cuando un hombre entra a un edificio cercano y la chica le grita (es su novio) y sube al edificio. No sale, ni siquiera, para mostrar por qué, después de oírse más gritos, la chica cae sobre el auto y parece morir.

Hago preguntas para molestar. Quizás sea injusto, pero varias injusticias asoman en las respuestas. Cuando pregunto si notan, en la muerte femenina de ambos finales, algún patrón, alguien responde: “sí, los programadores”. Todos reímos en la sala y recuerdo la frase de un corto de Rafael Ramírez, que era, después de todo, un buen chiste: “hay un hijo de puta en los controles”. Cuando salgo de la sala, escucho a unos de los directores de No: “no es un corto institucional”; “ni ahí”. Giro y le hago el gesto de “masomenos” con una mano. Ellos dicen que no les interesaba representar un femicidio, sino “todos”, como una abstracción política. Yo explico que ese es el problema. “¿Por qué no hicieron un documental sobre algún caso?”. Dicen que se documentaron bien para el guión, que esto ocurre todos los días y otros etcéteras que sirven para explicar que el problema es ideológico, y por eso –después de eso–, cinematográfico. (El género como seguridad para cierto espectador abstracto, de que va a ver aquello que espera ver y, tranquilo, pensar lo que piensa; nada que exceda ese deseo, como una imagen que antes de filmarse, mientras se filma, y después de ser proyectada, es un mismo y pobre discurso. Pienso en Godard, y en Early Works, como el paso, en mi mirada, de la expectativa cumplida a la pura expectancia; lo que hay de quiste, de sedimentación en una valoración crítica).

XII/Mujeres pt. 3 (Napalm, Claude Lanzmann)
Napalm es, junto a la película de Godard, la otra en mi grilla que implica una expectativa por su autor. Al principio hay imágenes de Pyonyang, la capital de Corea del Norte intercaladas con el recorrido de Lanzmann por la ciudad junto a una teniente joven y linda. Pasada la media hora, Lanzmann empieza a contar una historia, algo que le pasó en su primera visita al país (volvió dos veces, contando esta película). Es una historia de amor prohibido entre él y una enfermera coreana. El relato se adueña de la película y propone una lectura, acaso insuficiente, de las imágenes del principio, y algunas imágenes nuevas que se intercalan con el plano, cada vez más largo, de Lanzmann narrando, como una omnipresencia progresiva. El conflicto entre él (en tanto hombre, y ciudadano occidental) y la mujer coreana, se vuelve un discurso poético sobre las imágenes: la ciudad de Pyonyang, la teniente joven, el rostro viejo del director. Se demuestra que, como las imágenes, el lenguaje no es un discurso. Pero juntos, como un cruce entre dos líneas que constituyen una figura, hay un discurso posible; un diálogo que depende y vive de una complejidad no exhaustiva, sino, apenas, necesaria. Vuelvo a pensar en Early Works, en el corto de terror; en la imposibilidad siniestra que señaló un profesor, en el corto Despechada, de comprobar si la protagonista salta o es arrojada del balcón. En Napalm o en las películas de Zilnik hay, entonces, una solución para el problema poético (su representación) y por lo tanto ideológico del feminismo contemporáneo.

XIII/Licuados (Barbara, Mathieu Almaric/ 9 Fingers, F.J. Ossang)
Hay un ranking formándose en mi cabeza. Más que medir las películas entre sí, trato de fijar las imágenes de algún modo, como islas de distintos tamaños en un dibujo. Pero no alcanza haber visto seis o siete películas. Me cuesta compararlas porque sus respectivos contextos son absorbidos por el festival. La expectativa vuelve como cinismo y cuando encuentro, al cuarto día, la “mala película”, no logro verla. Así, Barbara se me aparece, tramposamente, como un biopic sobre la famosa cantante francesa. Paso por alto el drama pueril del director enamorado de la estrella, porque me pierdo en los niveles mezclados de la ficción: el material de archivo intercalado con la recreación de los mismos planos, el rodaje de un biopic que puede ser real o ficticio. Los diálogos cargados de poesía no me molestan, porque la actriz está ensayando en su vida privada (que es también –acierto de la película– su vida “pública”). Y la escena-almodóvar donde imita los gestos de la cantante, rodeada de espejos enormes para verse la cara desde todos los ángulos, no me parece tan ridícula porque hace lo mismo con otros espejos: los de su “camarín”, los de su casa, etc. Hay un pasaje complejo entre la ficción, la “realidad” de la actriz”, la vida de la cantante y el material de archivo, que la película trabaja con éxito al principio y genialmente en dos escenas donde no es posible separar las realidades o, mejor, ya no importan en tanto “realidad”, y los verosímiles que se funden en una única imagen. Pero después el director se obsesiona, la actriz escapa con un camionero y representa una canción de Barbara sobre amores desiguales –un joven y una vieja– y todo se vuelve demasiado legible; se explica la película retroactivamente y todavía falta una hora. La película es un licuado de imágenes en el que asoman pedazos flotantes de fruta.

Un amigo me explica (¿cómo no pude verlo?) que este es el nuevo “cine de calidad francés”, y en parte tiene razón. Otro amigo se quedó dormido y dice que la película le gustó por eso –la crítica como sumersión o despertar, al ver el artificio–. Por eso, aunque es tarde, entro a ver 9 fingers muy despierto. La película también se parece a un licuado, pero justo antes de licuarse: blanco y negro digital, estética de comic en una forma clásica que no responde a una eficiencia sino, apenas, a la duración de los diálogos, que cuentan, a su vez, una ficción distópica sobre el Mundo, el Mal, Roberto Arlt, la Realidad y el Simulacro, etc. Ocurren muertes importantes en los diálogos, pero la distancia que la película propone y ejecuta con pobreza hace que todo pierda valor narrativo. Los cinco o seis planos del mar, con potencia pictórica, devalúan el resto de las imágenes, y me hacen pensar en el precio del expresionismo: una estructura que da miedo porque su artificiosidad es perfecta.

XIV/Crucificción (The way steel was tempered/ Second generation, Zelimir Zilnik)
The way steel was tempered y Second Generation fueron hechas veinte años después de Early Works. Parece que la censura fue productiva, porque el éxito de sus nuevas películas en Alemania lo hicieron un director reconocido en Yugoslavia. Quizás consciente de su relativa masividad, Zilnik puso los conflictos sociales al frente en estas dos películas, y aunque Second Generation es mejor, ambas confunden ideología con estética: la conciencia de clase, que en Early Works no cerraba el sentido, explica en estas películas la mayoría de sus escenas, porque se trata de la conciencia del espectador. El problema no son los diálogos “políticos” de los personajes en Second Generation, ni que representen, por momentos, estereotipos sociales y etarios, como un Breakfast Club de la Yugoslavia socialista. El problema es que los personajes y el destino del protagonista, desde un internado al servicio militar, parecen puestos para la lectura del espectador, como una figura abstracta a la que se dirige el discurso de la película: el contexto social explicado en plano, dos o tres conceptos teóricos. Hay pocos momentos donde el sentido no aparece determinado de antemano, y eso arruina, para mí, la aventura adolescente de Second Generation y los gags grotescos de The Way Steel Was Tempered.

XV/Resurrección (Black Film/ Kenedi Getting Married, Zelimir Zilnik)
Asisto a las últimas películas de Zilnik que llego a ver, como si se tratara de una apuesta. El corto, Black film, se parece a un proyecto de crónica que empecé a escribir y que también pienso filmar. Por eso. Me cuesta mirar sin pensar qué podría hacer yo con esas imágenes. El gran problema de mi crónica, qué implicaría llevar indigentes a mi casa, es acá el relato de base. Zilnik lleva a varios tipos que viven en la calle a dormir a su casa. Ni siquiera avisa a su esposa, que accede pero grita. Saber si la mujer está actuando o si realmente es sorprendida por su marido es imposible, y ahí reside el problema del corto. Hay una elipsis entre la noche, cuando todos se van a dormir, y el día, cuando los tipos deben irse. Lo que no se ve, sería el principal conflicto en la realidad. ¿Cómo dormir tranquilo con extraños en la casa? La clave está en el tono, una especie de ironía que se construye, después, en entrevistas a transeúntes, a quienes Zilnik parece molestar más que considerar en serio su opinión. Es la representación, casi una parodia, de una revolución latente; una manera de “ser molesto”, de producir, desde el cine la leve incomodidad que percibo yo, al menos, en la mirada cotidiana de “la sociedad” sobre su aspecto más inverosímil: se filma el exterior de un refugio, hay primeros planos gente en la calle a la que Zilnik pide, detrás de cámara, alojar un tiempo a los indigentes.

Antes de que empiece la proyección de Kenedi is getting married, Zilnik explica que se trata de la última parte de una trilogía protagonizada por Kenedi, un gitano que, después de esas dos películas pidió ayuda al director: buscaba a alguien, hombre o mujer, dispuesto a casarse para que le transfieran la ciudadanía europea. La bisexualidad del personaje es, junto a este complicado objetivo, el otro motor de la narración. Kenedi se encuentra a una mujer y una pareja de hombres a quienes trata de convencer para que lo lleven a vivir con él. La historia es ingenua y parece improvisada sobre la marcha. Lo documental vuelve, después de Second Generation y How Steel Was Tempered, a poner a Zilnik en otro lugar. Nada indica que se trate de un registro de acontecimientos, más bien lo opuesto –una ficción apenas delineada–. Los personajes mal actuados, los diálogos “realistas” sin sentido narrativo o demasiado funcionales (oposición que les transfiere una especie de necesariedad), y en medio de eso, cada gitano tiene rasgos particulares, una gracia y jamás aparecen como objetos de estudio o pruebas de algún conflicto social. Las escenas de sexo que protagoniza Kenedi parecen pornografía suave, de televisión, pero se vuelven misteriosas al no poder determinar por qué fueron incluidas. Al exhibir los procedimientos y negar una forma “apropiada” para la realidad o la ficción, la película funciona, antes que nada, como el registro de su producción, que incluye al sentido legible en las imágenes y le quita jerarquía.

XVI/Tercer milagro (una espectadora aplaude en la proyección de Kenedi is getting married)
Cuando un chico gitano canta una canción en una escena hermosa, la señora que está sentada en frente mío –que conversaba con un hombre sobre Platón y el “ocio recreativo” antes de que comience la película– aplaude. Cuando salgo de la sala la sigo. Tengo en mente un guión para mi propia película sobre los indigentes y, como si Black Film me hubiera llenado de fé, me presento y le hago una entrevista. Las respuestas no me sirven porque mis preguntas son malas. Pienso, equivocado, que es el primer paso de algún proyecto. Actúo como poseído por las imágenes y mientras ella habla me veo a distancia, no hay sentido en lo que hago, como si tratara de dirigir el festival hacia alguna dirección, o como si el festival fuera un guión gigante. Ella me cuenta de un lugar en Mar del Plata, un refugio que: “…permite a las personas que viven en la calle pernoctar, pero no les permiten llevar sus pertenencias y esta gente, que en su carrito tiene su almohada, su cuchara, algún encendedor, o algún perro, muere congelada en la calle, porque en el refugio no le permiten retener lo que le permite sobrevivir en el día. No hay una política clara, ni del Estado ni de alguna iniciativa privada”. Cuando le pregunto si cree que la película sirve para reevaluar el socialismo, ella dice que no hay comunismo ni socialismo en estas películas, sino “la introducción del capitalismo” y al final dice algo clásico: “Yo creo que Hollywood ha hecho más por Estados Unidos que los Marines. Todos vitoreábamos a los cowboys sin darnos cuenta de que los indios éramos nosotros”.

XVII/Tiempo muerto pt. 3 (los cadáveres conviven) (Did you wonder who fired the gun, Travis Wilkerson/ The Dead Nation, Radu Jude)
Entonces llega el último día del festival y veo dos películas a diez minutos de distancia una de la otra. Did you wonder who fired the gun? Parece querer hacerse cargo del problema que señaló Adriana en mi pobre entrevista. El director Investiga la muerte de un hombre negro a manos de su abuelo, descendiente de una familia tradicional del sur de Estados Unidos. Dead Nation está hecha sólo con fotografías de Costică Acsinte, el diario de un médico rumano y anuncios por radio así como fragmentos de discursos durante el ascenso del Nazismo en Rumania, invadida durante la Segunda Guerra Mundial. Si en Did you wonder… hay un viaje “personal” al pasado, en The dead nation el pasado es un museo público. En la película de Travis Wilkerson la información recopilada a partir de testigos que no aparecen casi nunca frente a cámara (ni en off) es organizada según la voz que narra el viaje del realizador, como una ventaja sobre los hechos. Sólo se muestran los exteriores de los lugares importantes, donde sucedió el asesinato, porque, explica el narrador, no lo dejaron entrar a ningún lado. En la película de Radu Jude, sin voz que lo explique, los mismos materiales permiten reconocer su cronología, por las fechas marcadas en las fotos, dichas en el diario o en la radio. Frente a la revelación sobre el final de un dato crucial que quita valor al asesinato, a la búsqueda o a cualquier verdad interpretable (la carta de una tía que cuenta cosas terribles del abuelo), frente a la trampa de la primera película, la segunda se esfuerza por mostrar las cosas como sucedieron, confiando en que una década proyectada en noventa minutos produce su propio verosímil, su propia verdad. Sobre música negra contemporánea, se oyen nombres de muertos de hoy (Trayvon Martin primero), en una película, como si fuera necesario enfatizar la actualidad de su discurso. En la otra, la muerte y la tortura está implícita en las fotos, en cada discurso fascista, y sólo referida en el diario del médico, como si fuera una misma ventana la que permitía ver el horror en 1940 y en el 2017. ¿Sabrá Radu Jude, que hay una película de Lanzmann en este mismo festival? A The dead nation le quedan minutos, pero las imágenes van a seguir superponiéndose a las otras hasta borrarlas, como en un montaje paralelo perfecto. La síntesis a la vez enferma y sanitaria del festival: el cine como síntoma, y el cine como cura.

 

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