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Mar del Plata 2017 (16) – Una articulación política: Zilnik, Depardon, Jude

Por Iván Moscovich

En el Festival Internacional de Cine en Mar del Plata tuve mi primer encuentro con la obra de Želimir Žilnik que, se ha mencionado mil veces ya, fue una apuesta central en esta última edición. Su presencia aseguraba en cada función algún tipo de movimiento, de puesta en crisis, como una transgresión cinematográfica asegurada. No sólo por las películas sino por su manera de ver el cine. Se hizo claro en la proyección de Early Works (1969), su primer largometraje, cuando contestó las preguntas del puñado de personas que permanecimos en el Teatro Colón en lugar de salir corriendo a cenar. Alguien preguntó por la relación de su cine con el de Godard, precisamente con respecto a La Chinoise. Su respuesta fue punzante: “Disfruto mucho el cine de Godard, pero sus películas políticas son pura fraseología”. Con esas palabras, Žilnik definía una manera precisa de pensar la relación entre arte y política.

Early Works nace de las paradojas de su época. Fue filmada en medio de los levantamientos sociales que se extendían en toda Europa e incluso dentro del bloque soviético, y al igual que en Occidente, eran reprimidos. Žilnik cuenta un caso ejemplar, la invasión soviética a Checoslovaquia, que ocurrió semanas antes del rodaje, en agosto de 1968. Con este evento se ponía fin al período liberal conocido como la Primavera de Praga, que abanderaba los mismos ideales del Mayo Francés. Más allá de la tragedia que significaba, Žilnik nos habla con ironía de cómo estas revueltas, basadas principalmente en ideas marxistas, eran detenidas demagógicamente por la Unión Soviética.

Para denunciar estos contrasentidos va a la fuente: trabaja con Marx y Engels (señalados en los créditos como co-escritores) y transcribe fragmentos de sus obras como diálogos de los personajes. Este material es puesto en escena en forma de parodia y así advierte las incongruencias entre los ideales comunistas y su aplicación en la realidad. “Lenin tenía razón: la Revolución sólo es hecha por los revolucionarios pagados; ¡somos aficionados!”, se entristecen los trabajadores, bajando por la colina. La protagonista, llamada Yugoslavia, exclama en cambio: “¡Estoy contenta que no habrá campesinos en el comunismo!”, mientras que en el país predomina la sociedad rural. El positivismo tecnológico al que se alude expone así su fracaso: “La verdadera revolución será técnica”, le explica Yugoslavia a otras mujeres, luego de un contundente “Mi madre fue más libre con la invención del lavarropas que con el derecho a votar”.

La dialéctica entre la teoría y la práctica marxista es la clave política del film. La ficción no funciona sólo referenciando la realidad sino que hace de ella su materia prima, se desenvuelve a partir de ella y la problematiza desde adentro. El contexto histórico -la ciudad en ruinas, los movimientos feministas, el autoritarismo comunista- no funciona como fondo de la narración sino como una cadena de signos que traspasan constantemente a la superficie como interpelación de lo real. En un ejemplo, la policía reprime a los protagonistas (obreros), los atan a sus autos y los arrastran por el barro; en otro, Yugoslavia da una clase de educación sexual a un grupo de mujeres campesinas, filmadas en primeros planos, mientras preguntan por métodos anticonceptivos; repetidas veces los protagonistas (revolucionarios) arman molotovs y las tiran en medio del campo: “¡Misión cumplida! ¡Servimos al pueblo!”. Es esta relación entre discurso y contexto lo que confiere a las imágenes una potencia política que funciona por encima de su condición poética, o en última instancia, hace que su condición poética vuelva hacia su potencia primera: la de un film de protesta. El cine se practica entonces como una máquina de resistencia crítica que funciona a partir de disociaciones, denunciando a través de ellas las disfuncionalidades entre un modelo político y la teoría que lo erige.

12 Jours (2017) de Raymond Depardon narra una serie de entrevistas que se realizan periódicamente en un instituto psiquiátrico de Lyon. Los pacientes recluidos contra su voluntad deben presentarse ante un juez que decide la continuación o la conclusión de su tratamiento en el hospicio. La cámara registra los relatos de los enfermos, desgarradores, y un enfoque humanista tiñe toda la película. Se subraya innecesariamente en los desvíos musicales, cuando se filma el hospicio, porque es donde la película direcciona más evidentemente la mirada. Lo innegable es su éxito, porque en la sala todos estamos tristes y la persona que tengo a mi lado llora. Pero convive con una perspectiva política que no debería pasarse por alto.

A diferencia de Early Works, este no es un film de protesta. No superpone materiales en busca de una inflexión crítica para con su contexto sino que se atiene a registrarlo. El montaje no apuesta por las disrupciones sino por la transparencia; en lugar de intervenir en la relación entre discurso y hecho, mantiene una distancia mesurada con aquello que representa. Hombres y mujeres pasan frente a la cámara, se mantienen en plano medio o primeros planos, y la acción procede sin ser subordinada por el equipo técnico. Para proteger la identidad de los enfermos, se alteran sus nombres, pero no sus rostros. La narración pasa por ellos, por sus detalles, por sus gestos y sus miradas. Persisten por eso los encuadres cerrados, dedicados especialmente a pacientes y jueces, tan sólo abriéndose cuando entran y salen los enfermos, para ver sus movimientos, o cuando participan los abogados o testigos, que son incluidos para evitar cualquier ambigüedad en el espacio. La escena dura lo que dura la entrevista, desde que llegan hasta que se retiran, sin hacer omisiones ni fragmentar el relato. En suma, estos aspectos otorgan cierto rasgo de objetividad que es contraria a la operación de Žilnik: se decide por describir en lugar de inferir, mostrar en lugar de exclamar.

Que la película no sea partidista no significa que no tome una posición. Aunque no antepone un discurso por sobre lo que representa, sí decide por apartarse, y es a partir de esa distancia que las relaciones de poder que se despliegan en escena entran en tensión. El lenguaje, por ejemplo, aparece entre los personajes como una brecha que los determina en sus roles. El juez define a los enfermos a partir de una jerga científica mientras ellos hablan desde la experiencia. Los pacientes no siempre entienden pero aceptan, entregados a su condición, de la cual sí son conscientes. Un hombre queda absorto cuando la jueza lo califica como heteroagresivo, sin saber qué significa. Cuestiona pero pronto cede: las relaciones se sostienen. El discurso técnico prevalece y se traslada a la puesta en escena: los personajes se convierten en objeto de estudio y el espectador en testigo de esta operación. Se nos adjudica el poder de la observación y de ella nos valemos para emitir un juicio que la película deja vacilante. En esa indeterminación la película se vuelve política. No como Žilnik, trabajando en medio del conflicto, sino exponiéndolo desde afuera. Es el desafecto en la puesta en escena lo que otorga a la imagen su carácter político. Jacques Rancière lo dice mejor que yo: “Un arte crítico es un arte que sabe que su efecto político pasa por su distancia estética”.

Sumo una última película a la discusión, The Dead Nation (2017) de Radu Jude, para superar la dicotomía, pero también porque interpela a las anteriores. Transcurre entre 1936 y 1944 en Rumania, país adherido al régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Es realizada enteramente a partir de material de archivo: la imagen está compuesta por una sucesión de fotografías de Costica Acsinte, un fotógrafo dedicado principalmente a los retratos, sobre la cual una voz en off lee los diarios de Emil Dorian, un doctor judío que cuenta su experiencia durante la guerra, intervenida en pocas ocasiones por emisiones radiales que varían de un noticiario, a marchas y discursos nacionalistas.

El pilar fundamental de la película es su rigurosidad lineal. Las entradas de los diarios informan el día en que fueron escritas, las fotografías aparecen fechadas, y ambas se corresponden del modo más ajustado posible. Mientras el texto recupera una primera persona que relata el dolor y el desamparo de su pueblo, las imágenes describen la sociedad rumana en su totalidad, desde una perspectiva distinta: vemos familias rurales, muy felices de ser fotografiadas, como también mujeres posando coquetas en diferentes decorados; también vemos retratos militares, mirando al alba ornados, o a varios niños alzando exuberantes el saludo nazi. Por su parte, las emisiones radiales que intervienen el texto no trabajan como desvíos formales sino que se ajustan a la temporalidad del relato: aparecen siempre a partir de un hecho referido por los diarios. Funcionan como una ampliación del procedimiento narrativo, un tercer material desarrollado con la misma rigurosidad, añadiendo una nueva esfera –el  discurso oficial, en mano de los medios de comunicación–  a la narración troncal de la película.  

Gracias a la superposición, los elementos alcanzan una eficacia narrativa que no lograrían por sí solos. Abandonan su cualidad parcial y adquieren veracidad: su diálogo los transforma y hace que se develen uno al otro, posibilitando así una nueva lectura. La película se mueve en un terreno obtuso en busca de lo comprensible, rastreando sus huellas, hurgando en ellas para penetrar la memoria y denunciar su renuncia ante el olvido. Con respecto a las operaciones de Žilnik y Depardon, esta película tiene un poco de ambas. Es un film que, por un lado, dispone los materiales para formular su punto de vista, es decir, selecciona de ellos las imágenes más expresivas, las entradas más convenientes, y los ordena según su ubicación en el tiempo; a su vez, mantiene el artilugio cinematográfico transparente, en una sencilla operación de empalme. Su procedimiento, rudimentario, opera sin necesidad de otras añadiduras. Jude confía en el peso de los testimonios y deja que hablen por sí mismos: aquí su movimiento crítico. La distancia es doble, tanto estética como histórica, y a partir de ella se interpela al pasado. El montaje opera echándole una luz emancipadora, descubriéndolo de sus sombras, como una exploración arqueológica en busca de su legibilidad.

 

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