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Mar del Plata 2017 (15) – Los alterados

Por Lucas Granero

La sensación es siempre la misma: cuando regresamos del festival de Mar del Plata parece que nunca estuvimos allí. Al recuperar el wifi, los diarios, la vida online cotidiana y comenzar el recuento de los días nos damos cuenta de que nada se dice de lo que verdaderamente aconteció frente a nuestros ojos. Lo que cuentan pasa por una alfombra roja que siempre vimos vacía, algunas estrellas yendo a los estrenos de sus películas, Vanessa Redgrave y demás cosas que evidentemente nuestro radar no llegó a captar. Es que hay un festival que está ahí, expuesto con sus lujos, sus visitantes del más allá y las galas. Y hay otro, casi subterráneo podríamos decir, en el que lo único que importa son las películas. Es una lógica bipartita, que existe desde el comienzo, y que tiene como ley demostrar que siempre hay algo más importante que las películas. La preocupación que generó la llegada de Peter Scarlet como nuevo director del Festival se fundamentó, principalmente, en que el submundo de las películas vivientes se viera en problemas. Quizás influenciados por las técnicas para hacer temblar el status-quo enseñadas por el cine de Zelimir Zilnik, el equipo de programadores Alderete-Barrionuevo-Conde plantearon un camino hecho de pequeñas bombas. Ahí están, como ejemplo, las dos retrospectivas mayores del festival, una dedicada a los embrujos cinematográficos de Ado Arrietta y otra al ya mentado espíritu político y nada conciliador de Zilnik. Dos cineastas completamente marginados de la historia del cine tal y como la conocemos y sin embargo dueños de una secreta influencia que llega hasta nuestros días, desparramada en cineastas que también tuvieron su lugar en el festival como Serge Bozon y Pierre Léon.

La sección Estados Alterados es, en ese sentido, la consagración de una idea de resistencia que persiste. Modelo de programas similares como Wavelength del TIFF y Projections del NYFF, año a año va transformándose en el espacio donde se pueden encontrar las propuestas más inquietas de todo el festival. Incluso en esta edición se ramificó hacia zonas antes vedadas para este tipo de radicalidades cinematográficas, como bien lo mostró la presencia de Good Luck, de Ben Russell, en la competencia internacional.

La programación de este año incluyó trabajos recientes como sesiones históricas de la obra de viejos guerreros del pequeño formato en Argentina. En ediciones pasadas pudimos ver trabajos de Jorge Honik, Claudio Caldini y Narcisa Hirsch. Esta vez le llegó el turno a la obra de Marie-Louise Alemann, de quien se proyectaron cinco cortos en su formato original. Realizados entre 1974 y 1980, estas cinco obras están guiadas por un sugestivo clima de época que hace de la acción perfomática el medio ideal para inventar mundos plagados de simbolismos y una acechante sensación de claustrofobia. En Umbrales (1980) una densidad de cuerpos sin rumbos, atrapados en una pesadilla kafkiana de arquitectura demencial, realizan una danza sonámbula en torno a los límites de una casa en la que se encuentran invariablemente atrapados. Aquí, Alemann trabaja cada plano abrumando a esos cuerpos con recuadros que los vuelven casi rompecabezas, ayudándose con ventanas, marcos de puertas y otros elementos que indican una geometría siniestra y por demás asfixiante. El trabajo con el cuerpo se vuelve esencial en todos las obras pero es en Legítima defensa (1980) donde se lo concibe como una cuestión central. Aquí, es la propia cineasta quien se pone delante de la cámara e interpreta una suerte de danza butoh que de a poco va mutando hasta transformarse en algo pesadillesco. Utilizando película en blanco y negro, recurrentemente el cuerpo maquillado de blanco de Alemann se camufla con el fondo, dando la sensación de que está desapareciendo frente a nuestros ojos. El aspecto más interesante de este trabajo es el punto de vista que asume la cámara. Amenazando siempre con atacar, la cámara actúa como un animal salvaje que todo el tiempo intenta sobrepasar su límite y volverse una presencia activa dentro del cuadro. Esta decisión de darle una corporalidad propia se puede ver también en Sensación 77: Mimetismo (1977), donde el juego entre el perseguido y el perseguidor toma una forma clara. Allí, el cuerpo de Alemann se desplaza entre una extensa vegetación, mostrada siempre fuera de foco, con la intención de escapar de ese ojo que la ataca con su persistente misión de capturarla. Esta intención de camuflaje también es parte de Clasificando sensaciones (1974), acaso el trabajo menos ominoso de todo el programa. Pensado como un pequeño catálogo de impresiones, la intención de la cineasta parece ser la de recolectar pruebas de su forma de ver el mundo y ponerlas en funcionamiento, registrando diversos ejercicios que luego se volverían clave en su obra posterior, como la duplicación del cuerpo o el trabajo con las acciones performáticas que irrumpen en escenas de calma cotidianeidad como lo es un almuerzo familiar, acción que luego retomaría en Escenas de mesa (1979).

Casi a modo de bonus track, se proyectó MLA, un retrato de Marie-Louise Alemann realizado por Paulo Pécora. Acompañadas de fragmentos de una entrevista realizada en el 2014, las imágenes de Pécora deciden volverse partícipes del secreto que rodea a Alemann, haciendo del uso del grano del Super 8 el disfraz perfecto para envolverla y dejarnos ver tan solo lo que su figura siempre camuflada nos permite. “Quiero que me digan qué ven cuando me ven”, dice en un momento Alemann, desafiandonos a develar el feliz misterio que subyace dentro de su cine.

De lo viejo a lo nuevo, la convivencia y el entrecruzamiento de las tradiciones de vanguardia es una preocupación estable de la programación de esta sección y por ello uno puede pasarse casi sin escalas de ver una película en Super 8 a una en 3D. Prototype y Red Capriccio son las dos películas de Blake Williams que pudieron verse en el festival. Las dos trabajan con 3D, aunque la tecnología varíe entre ellas. Red Capriccio, realizada en 2014, está hecha para verse con anteojos anaglifos, es decir, esos que comúnmente conocemos por tener de un lado rojo y del otro azul, mientras que Prototype requiere usar los polarizados, esos que hoy en día entregan en cualquier cine. Si resulta esencial dar esta informacion es porque la percepción de ambos trabajos cambia por completo al estar pensados en un formato levemente diferente. La experiencia de ver los rojos y los azules de Red Capriccio generan un trance, que hace de las luces de un patrullero una vía directa para que los ojos se vuelvan víctimas de una violenta hipnosis. Contagiadas de ese ritmo parpadeante y enceguecedor de las luces, todas las imágenes de Williams sufren de una transformación que, si bien pueden ser disimuladas como los efectos de una percepción alterada, se trata de sutiles operaciones de montaje que hacen de cada plano una intrincada asociación de estímulos. Así, cada espacio se ve intervenido por la insistencia de esas luces rojas y azules, que vuelven hasta una pista de rave vacía un terreno policíaco. Para Prototype, creada tres años después, el desafío de Williams no era la creación de un éxtasis visual sino una experiencia inmersiva. Lo que comienza con unas fotografías estereoscópicas que registran las consecuencias de un gran huracán que sucumbió al pueblo de Houston, del que Williams es oriundo, pronto muta en un continuum sci-fi que parece arrojarnos hacia el centro mismo del cataclismo. Uno de los momentos más poderosos de todo el festival es la escena en la que Williams explora unas cataratas (o lo que parecen serlo) valiéndose del 3D para dar cuenta de su expansiva voluptuosidad, al punto de que pareciera que buceamos dentro del plano. Arrastrados hacia el centro de ese desparramo, las imágenes de Prototype se multiplican haciendo de cada cuadro un campo minado de posibles situaciones. Simulando la superpoblación de imágenes con las que trabajó Nicholas Ray en We Can’t Go Home Again o Godard en Numéro deux, las múltiples pantallas de Williams entregan escenas de diverso contenido que parecen indicar el nacimiento de un mundo nuevo a partir de los restos del desastre. Quizás esa misma lógica sea la que persiga Williams en su secreto afán de reconstruir la historia del cine sacándola de su naturaleza bidimensional para volverla un asunto de materialidades voluminosas, escurridizas y siempre mutantes.

El equipo canadiense se completó con la notable Scaffold, de Kazik Radwanski. Se trata del registro de una jornada laboral de dos albañiles inmigrantes, mostrada únicamente a través de planos detalle de sus manos. Jamás les vemos las caras ni ninguna otra parte de su cuerpo: sólo sus voces acompañan el movimiento de sus manos. Ahí, entre lo que se dice y lo que se hace, Radwanski construye un sutil retrato de colaboración y compañerismo. La labor hace que todo el tiempo los brazos estén en contacto, ya sea alcanzándose herramientas, martillando, escalando o rompiendo cosas. Incluso lo que ven parece provenir inevitablemente de la conexión entre el trabajo y el medio en el que se encuentran. Desde lo alto, observan la calma cotidiana de un barrio del que nada conocen y en el que van a pertenecer tan sólo un par de horas, pero esos minutos les alcanza para percibir un entretejido de asombros y sorpresas varias. En el desafío (¿bressoniano, podríamos decir?) de hacer del registro de las manos el medio más preciso para poner en escena aquello que tal vez un rostro volvería demasiado obsceno, Scaffold triunfa en su elogio a los pequeños gestos. Hay en sus imágenes una nobleza evidente que se desprende de las acciones que realizan tanto los trabajadores como el propio cineasta, quien construye su película junto a ellos, en un acto de labor conjunta en el que se conectan el deseo de conocer cómo se hacen algunas cosas con la felicidad de filmarlas.

En Aliens, Luis López Carrasco entrega un pequeño retrato de Tesa Arranz, figura algo secreta de la Movida madrileña pero de indiscutible importancia, que parece ser una especie de aleph viviente que conoció a todos y todo de aquellos días de fiebre. La decisión de López Carrasco consiste en darle una suerte de balance a la particular oralidad irrefrenable de Arranz y a sus relatos interminables. Acumulación con acumulación, a cada palabra le corresponde uno de los más de 700 dibujos de aliens que Arranz dibuja imparablemente. No se salva nadie: ni Almodóvar, ni Alaska, ni tampoco el visitante ilustre Arrieta, que aparece brevemente en el flujo de pensamiento sin filtro de Arranz, en el que se mezclan escenas, situaciones, canciones, amores y la grandeza y decadencia de una época en la que estaba todo dado para ganar y sin embargo ahora solo quedan rastros de una memoria grabada en VHS. Es tal la confianza que López Carrasco deposita en los objetos y palabras de Arranz que tan sólo al final se atreverá a mostrarnos su cara. La película se arma en torno a sus historias, sus dibujos y poemas, y no necesita más que esos elementos para dar cuenta de su arrebatada creatividad. Tantas son las cosas que vivió Arranz que ahora lo único que desea es la muerte, a la que aspira con plena confianza, sabiendo que el más allá le vendrá perfecto para seguir expandiendo su arte lejos de este mundo que ya le queda chico. El feísmo del VHS utilizado por López Carrasco resulta el medio ideal para retratar la memoria detenida, que parece funcionar en base a loops, como esos destellos de una presentación en vivo de Zombies, banda de la que Arranz fue parte durante aquellos días de la Movida, que aparecen y desaparecen, como recuerdos entrecortados, y que tan sólo al final puede recomponerse como una imagen que persiste.

Camilo Restrepo, en cambio, sigue perfeccionando su sistema de imágenes y sonidos que se mezclan como pulsaciones. En La bouche continúa trabajando alrededor de lo musical como eje, construyendo a través de bailes, tambores, y sobre todo cantos, un relato de venganza. Es notorio cómo Restrepo re-actualiza la oralidad que guiaba la transmisión de los mitos griegos, haciendo de la voz el elemento central de su obra reciente. Como en Cilaos, aquí el canto vuelve a reclamar acción y despierta instintos adormecidos que finalmente no soportan más y estallan en una musicalidad catártica a la que Restrepo filma con una filosa precisión. Esos sonidos de furia despertada son los que pueblan cada uno de los rincones de La bouche: se escuchan en el silencio de un bosque, en la soledad de una noche, a la hora de la cena y hasta cuando uno duerme. Los planos se suceden con el mismo ritmo de esos cuerpos entrando en ebullición. No sería erróneo comparar la forma que tienen estas películas de Restrepo con una bomba molotov: empiezan con la llama ya ardiendo y de a poco van llegando hacia la botella hasta que inevitablemente estallan con un estruendo. A la calma le sigue siempre la tormenta. ¿Se puede callar la rabia? La respuesta que nos da Restrepo es un contundente no y he aquí las imágenes que surgen de esa sangre hirviente.

¡Qué débil que suena el “say his name” de Did You Wonder Who Fired the Gun? frente a los frenéticos ritmos de Restrepo! En su nueva película, Travis Wilkerson piensa que tan sólo con buenas intenciones alcanza para lograr una obra (que sea buena o mala ya es otra cosa). Did You Wonder… plantea que el barbarismo racial histórico que desde el principio afecta a las minorías de su país empieza siempre por casa. Esta es la historia de su abuelo, un hombre lo suficientemente sureño como para matar a un negro y salir indemne de cualquier tipo de castigo. Mientras él siguió disfrutando de su impunidad por el resto de su vida, su víctima ni siquiera tuvo la suerte de poseer una lápida con su nombre en el cementerio. No hay dudas de la que historia de Wilkerson es digna de ser contada, pero la falla está, como casi siempre, en el cómo. Exhibida originalmente como una instalación, la película se nota algo incómoda en la mezcla de sus diversos elementos. La utilización de algunos extractos de To Kill a Mockingbird, por ejemplo, jamás logran encontrar un verdadero sentido dentro de la lógica construida por Wilkerson y quedan tan sólo como una especie de pequeño paréntesis dentro de la preocupación central. Es que ahí se encuentra el verdadero problema: las imágenes aquí sólo existen como apoyo para la voz en off de Wilkerson y es por ello que todas las intervenciones que aplica (negativizar la imagen, volver a todos los cielos rojos, el uso del blanco y negro…) quedan presas del “gran tema”.

Quedémonos entonces con los tambores del Diable Rouge que suenan en la última parte de la película de Restrepo. Ellos serán el fondo musical perfecto para dar cierre a estas sesiones: así nos dejan las imágenes que aquí descubrimos, alterados hasta el próximo año.

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