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Mar del Plata 2017 (09) – Lucky

Por Ramiro Sonzini

El sábado a la noche, luego de una agitada cena en El ceibo, donde muchos parroquianos lamentaban la derrota de River ante Independiente, con mi amigo José Fuentes Navarro cerrábamos la velada con Lucky, última película de ese extraño y mítico personaje del cine americano que fue (y será por siempre) Harry Dean Stanton. En la corta caminata hasta el cine, que estirábamos inconscientemente, noté que había algo del nerviosismo típico de la previa a los partidos del equipo por el que uno hincha, mezcla de temor y esperanza, un intenso deseo de obtener un buen resultado, que traducido al cine sería que la película sea buena.

Lucky cumple con las expectativas que genera: darle la mayor cantidad de tiempo posible al bueno de Harry para hacer lo que nos gusta que haga: instalarse en las escenas, imponer su particularísima y estática pose (su escuálida figura, que pareciera a punto de desplomarse, pero milagrosamente se mantiene) a la necesidad de hacer cosas para ocupar el tiempo y el espacio, e imponer su demacrada cara de perdedor de mirada sagaz, a la espera de cualquier comentario que le permita contestar punzantemente con una ironía que exponga a la vez su inteligencia y la estupidez ajena. Harry Dean Stanton es un actor de un solo personaje, pero que siempre sorprende, porque su variable constante es una forma de responder a los estímulos del entorno.  Siempre está proponiendo un desafío a los demás personajes, un desafío en el que se mide la inteligencia, la rapidez mental de una respuesta que desarme la lógica del oponente. Por esto es un personaje con un sentido del humor infalible.

Al mismo tiempo, carece de ambición, por lo menos material (actuó en más de 200 películas y sólo protagonizó dos: Paris, Texas, de Wim Wenders y ahora Lucky). No se mueve por el deseo de obtener algo, es más, casi no se mueve. Se desenvuelve en la quietud, en la inmanencia. Por eso siempre hace papeles de tipos que parecieran estar cansados de vivir, pero que en el fondo aman esa vida asordinada. Esto lo convierte en un personaje gruñón pero entrañable y contrarresta el cinismo que podría deprenderse de sus exabruptos bucales.

Además, es un cantante prodigioso.

John Carroll Lynch conoce perfectamente a su personaje y sabe que su película es una excusa para homenajearlo, entonces inventa escenas para que todas estas características puedan florecer. Cada vez que Harry se encuentra con alguien tiene la oportunidad de soltar una picante ironía (y cada chiste es festejado por todos), se pasa el día haciendo crucigramas (en donde además de resolver el juego se preocupa por entender el significado de cada palabra, haciendo gala de su inteligencia creativa) y si bien camina mucho y hace yoga todas las mañanas, lo que verdaderamente disfruta son los momentos en que puede estar sentado, bebiendo, comiendo o mirando la tele. Hasta lo invitan al cumpleaños del hijo de la cajera mexicana del almacén, en donde, oh casualidad, hay mariachis, y el bueno de Harry puede cantar Volver, volver.

El problema con Lucky se desprende de su virtud principal: Harry está muy viejo y disminuido, en la trama de la película (en donde la vejez y la muerte son el “tema” y el “conflicto”) y en la vida real. Y verlo intentar ser el viejo y querido Harry, y apenas lograrlo, y que todo y todos se comporten de manera condescendiente, es muy triste.

Por otro lado, la película está un poco obsesionada con decir algo, con darle un sentido trascendental a la trama, pecado que el buen cine norteamericano (y el propio Harry) saben evitar con total soltura, y esto carga de gravedad y pesadez las escenas. El mejor (peor) ejemplo es cuando aparece el gran David Lynch, haciendo de monigote excéntrico que sufre de angustia extrema por haber perdido su tortuga (que se llama President Roosevelt), que además de sacarnos una sonrisa por el bueno de David y su pavota ternura y por la excentricidad de la anécdota, sirve para armar la comparación metafórica tortuga/Dean Stanton, que cerrará la película.

Una película hermana de Lucky es Paterson, del genio de Jim Jarmusch: ambas retratan la rutina de un anónimo personaje de la clase media-baja de las profundidades de Estados Unidos, ambas tienen un estructura narrativa basada en la repetición de una rutina diaria con pequeñas variaciones, y ambas tienen el mismo cantinero, el gigante de Barry Shabaka Henley. Pero mientras en Paterson lo que importa es ir descubriendo a partir de esas repeticiones la particular forma que tiene el protagonista de ver el mundo (que está determinada por su rutina), y cómo transforma esa mirada en una poética plasmada en la escritura (es decir, la puesta en escena de una verdadera experiencia de traducción), en Lucky lo que importa es dar una lección de vida (de muerte, en realidad), una declaración principista sobre cómo tomarse el hecho de que en algún momento, a todos, mal que nos pese, nos llegará la hora. Y para dejar bien en claro lo que tiene para decir, se vale de la voz de todos los personajes, y de cada una de las escenas, y de todas las analogías y metáforas, encorsetando y limitando bastante la vitalidad potencial de su mundo, quitándole la posibilidad de desplegar una sorpresa en una dirección distinta a la que dicho statement impone.

Salí del cine agotado, un poco decepcionado y profundamente conmovido por el hecho de que el viejo y querido Harry no volvería a aparecer en una pantalla. Si uno se abstrae dos segundos del flujo de conciencia por el que navegamos cotidianamente y piensa con distancia el hecho de que verdaderamente nos encariñamos con una persona que sólo conocemos a través de la pantalla y de la ficción, a tal punto de entristecernos por verlo abatido por la inminencia de su muerte, no puede no ver el lado delirante del asunto. Delirante y extraordinario. Pero completamente real. Entonces, ¿cuál es la importancia, en este caso en particular, de que la película sea buena? Si a pesar de su tosca construcción y su elemental sometimiento al tema, me permitió ver, por última nueva vez, a ese viejo al que sin darme cuenta le tomé tanto cariño. Tal vez haya algunas películas que, por cuestiones circunstanciales, no necesiten ser buenas, sino simplemente existir. Es una idea que empieza a darme vueltas en la cabeza cada vez que me someto al rally de ver muchas películas distintas por día durante varios días seguidos. Porque las reglas con las que uno mide lo bueno y lo malo empiezan a sentirse un poco flexibles. Intuyo que es algo saludable.

P/D: En algún momento de la película, Harry consulta y reflexiona sobre la definición de realismo, que no recuerdo exactamente, pero a partir de ella llega a la siguiente oración que me resultó enigmática: “realism it’s a thing”, “el realismo es una cosa”. No sé bien por qué, pero esta frase me hizo acordar inmediatamente a otra, que viene en el título de la película a partir de la cual mi amigo José Fuentes Navarro y yo nos enamoramos del bueno de Harry (que no es Paris, Texas, ni ninguna de David Lynch): Harry Dean Stanton: Partly Fitction. Si las juntamos: “Realism it’s a thing partly fiction”, “El realismo es una cosa en parte ficción”. Quizá, secretamente, esta sea una encriptada definición que el maestro de Harry nos dejó para explicarnos cómo entendía él el cine. O quizá no.

2 Comments

  1. “e imponer su demacrada cara de perdedor de mirada zagas”.

    ¿Zagas? Contratenme. Cobro poco. Hasta Battle escribe bien sagaz. Incluso Nik.

    Un abrazo, espero más críticas, todas me parecen muy buenas. A revisar la ortografía.

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