Por Ramiro Sonzini
Quisiera volver a 78/52. Si bien es cierto lo que dice Candela, en relación al tufillo endogámico que destila, creo que tiene cosas interesantes, que valen la pena mencionar: es una película hecha desde el fanatismo y el amor puro y romántico por su material, lo que le imprime un humor lúdico muy agradable. Es de esas películas que contagian rápidamente ganas de ver más películas. Lo que la hace una buena forma de comenzar el festival.
Como bien dice mi colega es un típico documentales de entrevistas y secuencias de montaje, pero cool, estilo Netflix, con ideas visuales y diseños de producción “creativos”, cuyo concepto central es reconstruir el espacio en el que transcurre la famosa escena de la ducha, e introducir allí a los entrevistados, un poco imitando el trailer original (que es una obra maestra), en el que Hitchcock iba recorriendo las habitaciones de la casa y del motel, comentando a medias lo que allí había ocurrido; con la diferencia de que donde Hitch reemplaza la densidad y el horror por la ligereza y la comedia, Alexandre O. Phillipe trata de imitar lo ominoso de la escena original e inevitablemente falla, adoptando por momentos un tono farsesco.
Pero lo valioso de la película está en la tremenda obsesión del director y de (casi) todos los entrevistados (Elijah Wood no puede hacer más que actuar muy bien de un tipo que es fanático de la escena pero no tiene absolutamente nada que decir) por desentrañar hasta el último secreto que explique y justifique la maestría y la importancia de la famosa escena.
El motivo por el cual la pasó a la historia es este: en una película comercial, de género, de los años 60, el audaz Hitchcock mata a su protagonista a los 40 minutos, dejando por delante una hora de metraje y a todo el mundo con un tremendo hueco en el estómago. Lo que intenta (y logra) hacer 78/52 es superar la barrera del tagline histórico y sumergirse en todas las minucias y detalles posibles que encierra esta pequeña gran escena. En las vueltas que le dan al análisis en pos de la exhaustividad y la profundidad, se logran ver muy bien algunas características típicas del estilo crítico norteamericano (siempre pensando en el estilo de sus mejores exponentes): una es la necesidad irrefrenable de pensar las cosas en el contexto histórico en que surgen y pensar las escenas o los planos o las películas como metáforas de algún elemento de dicho contexto: en este caso la escena del asesinato en la ducha preanuncia el recrudecimiento de la violencia social en los 60 en EE.UU.: básicamente, los yankees ya no pueden sentirse seguros ni siquiera en su propio baño. La segunda es una tendencia a analizar microscópicamente las escenas: plano por plano, corte por corte, duración a duración. Algo que hacen de manera obsesiva los montajistas que participan en el documental (Walter Murch entre otros), que tienen una capacidad extraordinaria de desarrollar ideas en torno a un solo corte, un solo elemento del plano. Es verdaderamente conmovedor escuchar cuando agradecen la inclusión de un imperceptible corte que va de un plano de Janet Leigh en la ducha con el pelo seco a un plano casi idéntico pero con el pelo mojado, un tipo de corte que en la época era considerado un error (el jump cut), pero que le da a la escena una dosis extra de erotismo que de otra manera no hubiera tenido.
La tercera, que se desprende de las dos anteriores, es la cantidad de pequeños detalles y anécdotas “de color” que terminan dotando de personalidad a la película, que finalmente terminan siendo la película: el momento en que cuentan que el sonido de los cuchillazos lo consiguieron mezclando el ruido de un cuchillo de carnicero apuñalando 24 tipos de melones distintos con el ruido de las puñaladas a un trozo de carne; o cuando Bogdanovich cuenta que en la primera proyección matutina de la película en Time Square, mientras iban entrando a la sala se escuchaba por los altoparlantes la voz de Hitch diciendo que podía entrar cualquier persona que fuera capaz de llegar antes de que la película comience, y luego explica que decía esto para que la gente que entrara después de la muerte de Janet Leigh no se pasara toda la película preguntando cuándo aparecería. O cuando cuentan la importancia del cuadro que cubre el hueco en la pared a través del que Norman espía a Janet Leigh, que es una imagen alusiva al mito de Susana y los viejos, cuyo tema es el voyeurismo.
Otra cosa que me resultó curiosa es que varios entrevistados utilizan el concepto de espacio negativo, que inmediatamente me hizo pensar en Manny Farber, que es el mejor crítico norteamericano de todos los tiempos (y si me apuran, del mundo) y que escribió un libro que se llama Espacio negativo. Sinceramente no sé si utilizan el concepto porque son lectores de Farber, pero lo utilizan de una manera práctica y sencilla (cosa que no suele ser fácil cuando uno trata de utilizar las herramientas que Farber inventó) que quizá resulta útil para entender lo que el maestro intentaba expresar: el espacio negativo es la porción de espacio vacío de determinados encuadres deliberadamente desequilibrados, en donde el espacio en donde no se encuentra el personaje produce una fuerza de atracción mayor a la del espacio ocupado por el personaje.
Hay algo un poco mágico en esa forma de ir desmenuzando y haciendo zoom sobre un pedazo cada vez más pequeño, sobre un detalle cada vez más ínfimo, porque a medida que se mira de más cerca van apareciendo nuevos elementos que antes, vistos de lejos, no se veían, y son puertas que trasladan la película a otras pequeñas ficciones, pequeños mundos microscópicos. Este tipo de análisis obsesivo y meticuloso tiene la capacidad de convertir una simple escena en una constelación de ficciones potenciales esperando a ser descubiertas.
Luego mis compañeros tuvieron su visita oriental a Wang Bing y Hong Sang-Soo, pero de eso hablaremos luego.