Por Alejandro Cozza
Debajo del mar está el sustento de una comunidad, de un pueblo. Debajo del mar no hay calles, eso ocurre arriba donde un diseño urbano establece límites y hay que nombrar esos límites. Puerto Pirámides, el lugar en cuestión, es costero, pequeño, humilde. Que la película comience con tomas subacuáticas de trabajadores marinos es una sabia decisión de María Aparicio, directora de solo 23 años. Luego arriba, en el barco, la selección de pescados y mariscos por parte de los trabajadores nos irá acercando a la costa y a la historia que se contará. Alguien siempre trabaja arduamente para que tengamos un plato de comida servido. La comunidad depende de esos trabajadores, y eso se explicita más de una vez en la película. Aunque el tema de Las calles sea otro y se haga evidente casi de inmediato, ese ida y vuelta con el mar y sus trabajadores será permanente, porque ese mar no es mero decorado de fondo de los turistas que van a sacarse fotos con las ballenas.
En la segunda mitad de la década pasada en el pueblo se decide hacer una investigación y consulta popular para nombrar a las calles que estaban sin nombre. Una profesora de historia y sus alumnos, acompañados por una locutora radial, toman la posta del trabajo e indagan en la comunidad para dar cuenta de quienes eran los moradores que merecen tener su nombre inscripto en una esquina. En el 2010, luego de una votación entre los habitantes del lugar, se ponen nombres a las calles, algunas de ellas llevarán el apellido de esos habitantes ilustres por tal o cual motivo. La película toma la historia real para construir una ficción a partir de ella, pero no es una de esas películas “basadas en hechos reales”. Una inscripción made in Hollywood siempre mentirosa, que suele engañar y revestir de seriedad y realismo a películas que no lo son para nada. El mecanismo que utiliza la directora es otro. Es el de indagar la realidad del lugar con sus actores como investigadores para que surja otra realidad, ¿idéntica, parecida o distinta a la ocurrida? Qué importa y qué más da. Lo real y verdadero es lo que ocurre en el plano, en la película y en las ideas que la sucesión de imágenes va transmitiendo. En su montaje, que siempre sereno y sutil hace avanzar de a poco el relato y nos lleva a formar parte de la vida del lugar, de sus historias y sus anécdotas, pero también de sus problemáticas intrínsecas. En la interrelación que los actores reconocidos, Eva Bianco y Mara Santucho haciendo de profesora y locutora respectivamente —a esta altura ya experimentados rostros en el cine de Córdoba—, y los amateurs van tejiendo entre sí se alcanza tal fluidez que deja de tener sentido preguntarse por los límites de la ficción y lo documental. Claro, esa fluidez está sostenida en gran parte por el talento extraordinario de Eva Bianco no sólo para construir su papel sino para hacer que las demás personas que la rodean lo hagan también. Es una actriz todo terreno en el sentido más amplio del cine, que trabaja lo documental y lo ficcional con igual soltura y prestancia, una actriz que arma una puesta en escena en sí misma, orbitando a su alrededor, con los elementos que la misma realidad le da, y contagia a los demás a que hagan lo mismo.
Así, en la película se forma un caleidoscopio, con intentos de centros narrativos que adrede se descentran para que en esos devenires aparezcan rutas de sentido que dicen lo que no se dice, que nombran lo que se piensa. Entonces las mejores escenas de Las calles son aquellas laterales a su avenida narrativa principal. Una arteria urbana puede llamarse De Los Pueblos Originarios, pero lo importante son las calles laterales con nombres de tribus que le dan la razón de ser al nombre de la avenida. La idea narrativa de Las calles es una operación similar. La maestra y sus alumnos entrevistan a los moradores de mayor edad para que en sus palabras aparezcan las opciones de los nombres que ellos buscan, pero en realidad lo que importa son las otras cosas que dicen de sus vidas, de su pasado, de la comunidad, y del simple intercambio entre un mayor y un adolescente. Incluso llegan a cantar delante de cámara, tal es el grado de confianza logrado en la interacción de la entrevista. El peso ético y moral de la película está puesto así en las personas invisibles que no son nombradas, al menos no de manera nominal. Para ellos el homenaje no está en una placa en una esquina, a ellos se los nombra de otra forma y la dignidad les pertenecerá por siempre. Un ejemplo: en un bar, en una noche más de juegos, risas y borracheras, en una anécdota más contada por un viejo vizcacha, adquiere peso el verdadero centro político de la cuestión. Osvaldo Bayer, el real, incluso el único “famoso” con nombre en una calle de Puerto Pirámides, haciendo de ese viejo vizcacha sabiondo en la ficción, contando una historia presente ya en su libro La Patagonia Rebelde sobre un grupo de prostitutas, llamadas “las putas de San Julián”, que se negaba a prestarles sus servicios a los soldados que venían de masacrar a un grupo de trabajadores. Ellas son algunas de las heroínas sin nombre de Las calles. Los otros son los pescadores, los trabajadores del mar, que dedican su vida a la comunidad. Que la película le dé tanto y justo lugar habla mucho más que lo anecdótico del caso de las calles que inspiró la ficción. Nunca tendrán su bronce, pero al menos María Aparicio los filma en su película y nosotros espectadores los conocemos. Porque un primer plano, ubicar correctamente un rostro en cuadro y sostenerle la mirada, es tan importante como nombrar, como hacer ser. No importa si ese primer plano rompe la “cuarta pared”, la que nos protege a los espectadores de quedar contaminados en la ficción. Si esa ruptura narrativa, conceptual, formal, está cuidada, el lazo que se genera entre nosotros, los que vemos, con ellos que nos ven, es mucho más profundo y es político, porque comprendemos al otro. Y esto va mucho más allá de la práctica política en sí, que también será recreada y representada, y del voto como sistema democrático de elección. Las múltiples capas de lo político quedan dichas y enunciadas así, denunciadas, como en voz baja, pero con las palabras precisas. Como en otra importante escena en donde un alumno se atreve a cuestionar a la maestra el método que están usando en las entrevistas porque siente que se entrometen demasiado en la vida de la gente y que eso les puede molestar. No es un reproche, ni menos aún la falta de respeto de un alumno interpelando a un profesor, es una puesta en discusión entre dos sujetos de igual a igual. Es una cuestión de cómo está dicha y filmada la escena, Aparicio toma la distancia adecuada. Decir más sería enturbiar la comunicación. Levantar la voz en una opinión, una imposición. Características que no son precisamente fieles a la directora, ni por añadidura, a la película. La sensibilidad de María Aparicio es ostensible, ella tampoco parece querer molestar con su película, no tiene ego para eso, sólo filmar entendiendo eso como el acto de acercar personas. Su vínculo emocional con lo filmado es amoroso, el tiempo que se toma para que las imágenes por sí solas revelen una realidad, también. Decisiones inusitadas en una directora de tan joven edad.
Publicado originalmente en Cinéfilo #22, como parte de un dossier especial dedicado al cine cordobés.