(Así empieza nuestro especial –superproducción, mejor dicho- revisionista sobre los años ’80. El período en realidad es 1983-1996, del retorno de la democracia hasta el estreno de Rapado y la venida del NCA. Ya irán viendo con el correr de los textos)
Por Lautaro Garcia Candela
1. Una de mis novelas favoritas de toda la literatura nacional es Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís. La leí al salir de la adolescencia y me presentó toda un modo de vida desconocido hasta ese entonces, entre desconfiado y naif, en la relación con la política, las mujeres y la literatura, quizás las tres grandes pasiones del porteño modelo calle Corrientes de los ‘80. La novela condensa el descontento y la distancia de Asís con las expresiones culturales de la época, lo que para los más perspicaces la habrá vuelto totalmente necesaria: aparecen los grupos de folklore, las charlas de café, los militantes de izquierda. La historia de la pareja que durante años va y vuelve arma una épica generacional, individualista, descreída, pero también amable y con aportes de ternura, con el país en el medio, que se empecina en meterse. Antes Asís había escrito Los reventados en 1974, que puede verse como una anticipación más sórdida y luego seguirá escribiendo con dispar suerte, incluso metiéndose en la administración pública (prefiero evitarlo).
Flores robadas… también fue un éxito editorial, lo que ameritó una adaptación cinematográfica cinco años más tarde, en la llamada primavera democrática, a cargo de Antonio Ottone (ilustre desconocido como director, fue ¡presidente! del INCAA en 1994, tiempos de la nueva ley de cine). El guión estuvo a cargo del propio Asís, que demuestra una incapacidad casi a la altura de la del director, y ambos terminan haciendo una película de la que nadie se quiere hacer cargo. Una novela ácida y con cierto potencial destructivo que, sin cambiar notablemente su argumento, se posiciona como una película más dentro del panorama muchísimo más conservador del cine argentino. La representación de la ciudad es tosca, plagada de los símbolos. Los diálogos, literarios, con esa entonación tan cara a la época. Es evidente que el armazón de un sistema de producción y un imaginario encorsetan todo el potencial de la adaptación: en la novela, compuesta de capítulos cortos, hay espacio para una serie de digresiones en segunda persona desde un alter ego del protagonista contándole qué habría sido de él si se vendía, si trabajaba 8 horas, si dejaba la literatura, etcétera. Funciona como contrapunto a la a veces hermética voz del propio protagonista y logra –a veces- momentos de iluminación en la síntesis de ambas. Lo que hace la película es poner a otro actor, que no es Miguel Angel Solá, el protagonista, para hacer lo mismo, paseando por las situaciones, como si nada pasara. Una adaptación que nunca forma un sistema propio sino que adopta sin cambios el que proviene de la novela. Lo vuelve literal, banal. Quiero decir: nunca nadie se pregunto sobre qué hacer. Se transponían los mismos recursos porque había algo superior, la idea, lo que se quería decir por encima del cine.
Y así emergen las metáforas, el proto-subielismo y sus diversificaciones de época. Cuando se prescinden de ellas: pánico. Como en una película que me pasó Marcos Vieytes, El prontuario de un argentino, bastante ascética, de la que un crítico contemporáneo, Pascual Quinziano en El Cronista Comercial dijo: «Intrascendente debut en un film que prescinde de toda metáfora.». Y después dicen que se puede hacer cine sin pensar en la propia época.
2. Toda esta revisión por venir se inicia en una intuición que surge al ver películas como La patota, El clan, El espejo de los otros, o La larga noche de Francisco Sanctis. Ya no se habla de la misma manera en el cine argentino. El lugar común de que son películahs lentas ya no se sostiene y el mainstream se mezcla con lo independiente. ¿Están cambiando las reglas del juego? El arte, sus etapas, su sistema, se organizan de manera reactiva: si el NCA de los noventas se rebeló contra Doria y Subiela, ¿quién va a filmar contra Trapero y Rejtman?
Estas son preguntas a tientas, a punto de desvanecerse en lo inútil o lo improcedente. Son el comienzo de una serie de apuntes colectivos que sólo pueden ser provisorios, a la esperas de las nuevas películas de las nuevas generaciones –o de las que ya conocemos, como Martel y Caetano metiéndose en sendas adaptaciones literarias.
3. En otra película de la época pero montada casi veinte años más tarde (en 2005), se habla de cine pero sorprendentemente se prescinde de cualquier manifestación sobre algún director argentino. Sí aparece el estandarte cinéfilo nacional, Adolfo Aristarain, que es capaz de diseccionar a Ford y a Hawks con la misma lucidez con las que arma sus propias ficciones. La película se llama Cinéfilos a la interperie, y tiene una serie de actores que son un lujo: Rodrigo Tarruella -también guionista-, Edgardo Corarinzky, Jorge Acha, Jorge Garcia, Sergio Wolf, Edgardo Chibán, Roberto Pagés. Entre ellos hablan sobre qué significa ser cinéfilo o, más específicamente, ser la última generación que vio los clásicos en un cine viejo, a la tarde, casi siempre de manera ilegal. Hay algo que se desprende de sus experiencias y es la sensación de que el cine era algo más vital. O al menos implicaba salir a la calle, encontrarse con amigos y tener en cuenta al entorno de la proyección, todos avatares que desaparecen con los servicios de de streaming y la cinefilia hogareña. Algunos no llegaron a vivir el BAFICI y el bondadoso frenesí que propone; uno cree que definitivamente se lo merecían. La película funciona menos como celebración que como réquiem, a los cines transformados en iglesias evangelistas y a una manera de vivir el cine que casi hace casi treinta años se estaba acabando y ahora mutó de manera definitiva.
Si bien como buenos cinéfilos no parecen relacionarse de manera muy sana con sus propios sentimientos, es palpable cierta resignación respecto del futuro, y con razón: los noventas se llevaron los grandes cines y la última posibilidad de vivir el cine como comunidad (al menos como comunidad real, concreta, y no virtual). Los ochenta encarnan esa época de transición entre las últimas utopías y la tecnocracia que arrasó con ellas, instalando algo muy parecido al cinismo.
4. Hace poco por un entramado familiar me llegaron dos números de una extinta revista de cine llamada Montaje, con fecha de diciembre 1981. “El cine argentino a esta altura tiene más de argentino que de cine. Uno lo ve y dice: «Sí, esto es la Argentina. No hay dudas. Está la cancha de River, el bar Los Astros, el ping-pong del mundial, Julio de Grazia, Gracielita Alfano, la pizza de jamón y morrones…Esas cosas telúricas»”, escribe Angel Fichera sobre una película de Mario Sábato (de Fichera sólo pude encontrar que dirigió una revista de Poesía y este texto).
El último estudio de caso (al menos por ahora) es Darse Cuenta, de Alejandro Doria. Todo mal con ser argentino: los buenos se van a Canadá, a los médicos no les pagan, y los mecánicos son mala gente porque los autos no se rompen más. En una familia rota, un accidente deja al personaje de Darío Grandinetti en coma, a punto de morir. Nadie quiere hacerse cargo y todos dicen que es cuestión de tiempo pero Luis Brandoni y su bigote pasean la tonta esperanza de cambiar, puro voluntarismo: podemos ver al personaje lisiado de Grandinetti como algo representativo de las ilusiones que desafían la lógica mientras todos ya lo dan por desahuciado. O al menos todo indica que esa es la interpretación, siempre al borde de lo alegórico. La película cuenta las peripecias de ambos siempre en el punto justo, aséptico, en el cual nada es lo suficientemente particular como para problematizar la empatía, el sentimiento de pertenencia siempre tan elástico que nuclea la identidad nacional. Si Esperando la carroza excede de cierta manera la lógica costumbrista y a través del humor le da un rodeo aunque llegue al mismo resultado, Darse Cuenta es totalmente seria, sin ningún respiro que permita pensar por fuera de ella.
El llamado Nuevo Cine Argentino recuperó la tradición de la fuga. No cesa de encontrar vacíos (de sentido o en el plano), que reponen alguna experiencia traumática. Es más importante hablar en negativo, mostrar las suturas ilusorias del relato, que encontrar afirmar y construir, lo único que sabe hacer el cine de los ochenta. No importa con qué, siempre hay algo, por debajo de las expectativas, que permite saciar esa necesidad de saber algo más sobre lo que significa ser argentinos (suponiendo que tal cosa se pueda). Esa tendencia a definir en cada película, a construir, un rollo de fílmico arriba de otro, la torre de identidad de un país sólo puede provenir de el gran trauma de los años de la dictadura. No es mi intención entrar en ese terreno pantanoso de diagnosticar sociedades, sólo advertir que a partir de ello se forma una estética, ¿o es al revés? Lo cierto en cada película de los ’80 (y hasta los tardíos 90) que encuentro, cada parlamento tiene un carácter inequívocamente asertivo, cada detalle está en función de la representación más fiel de una realidad que siempre se escapa. Y si, por otro lado, la esperanza y el horizonte estético son Luis Brandoni y China Zorrilla hablando sobre los tiempos pasados, es lógico que haya costado diez años recuperar el cine.