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Los ’80 #03 – El caso Agresti

Por Lautaro Garcia Candela

Cuando vi La historia oficial, por ejemplo, quería romper la pantalla. Porque del que había desaparecido, del que tenía el problema, no se hablaba. Entonces el problema lo tiene el facineroso y su mujer facinerosa o boluda alegre, de quien me quieren hacer creer que nunca supo nada: era profesora de historia y no sabía de Moreno. Entonces dije “acá lo que hay que hacer es un tipo que putee, que ponga los puntos sobre las íes y seguramente va a ser un loco”. Pero, ¿por qué un loco? Yo sigo pensando “¿por qué un loco si es un tipo que dice lo que es?”. […] Pero en ese tiempo había gente que decía “es demasiado explícito”. “Sí, loco, pero ¿qué querés?, si nadie dice las cosas, ¿qué querés?, ¿que sea eufemista?” Acá para no decir las cosas tengo que mentir, tengo que hacer La historia oficial o tengo que hacer un poema alegórico, que en este momento me parece una canallada; que el poema alegórico lo hagan los de afuera. […] En el momento en que yo hice El amor es una mujer gorda, era como decía Antin: “¡¿otra película sobre los desaparecidos, Agresti?!”. Pero en ese momento los tipos decían: “qué bárbaro, otra película sobre Vietnam”. Y yo decía: “pero escúchenme, todavía no se hizo una película sobre lo que pasó y lo que está pasando acá. No se ha hecho; y no me vengan a decir que hicimos mil películas sobre los desaparecidos, porque no se han hecho”. Y todos decían: “basta con el tema”. Entonces eso también me motivaba a hacerla de esa forma.

El que habla enojado es Alejandro Agresti. Nació en 1961, porteño, vivió su adolescencia en la dictadura. Dice que se mantiene solo desde los 16 y filmó su primera película a los 21. En el año de la entrevista arriba citada, tenía 32 años y ocho películas. Su caso es extraño y a la vez profético: la mitad de sus películas las filmó en otros países, con financiación foránea y actores formando un mix de nacionalidades, un camino que luego tomarán varios cineastas más acá en el tiempo, una vez establecido el cine argentino en la mira de los festivales europeos. Según Manuel Antín, Agresti es un bohemio.

Es casi imposible establecer filiaciones estéticas con los de su generación. Éstos encontraban su inspiración en lo contemporáneo, al contrario de Agresti, cuyo universo es literario y avejentado, con cierta fascinación por los clásicos. Puede verse una cinefilia en el fondo en su cine que lo guía y lo separa formalmente de su época tanto como su manera de producir las películas y su extrema juventud: los cineastas “jóvenes” eran gente de más de 40 años.

Después de dos largometrajes inhallabales, de los que el propio Agresti reniega, su primera película conseguible es El amor es una mujer gorda. El protagonista es Elio Marchi, un periodista que se irrita fácil, que putea mucho, que se hace amigo de unos lúmpenes y termina en la cárcel. Tiene una novia a la que sigue esperando y no quiere admitir que la desaparecieron los militares, cosa que todos le dicen todo el tiempo. Paralelamente, vemos a unos estadounidenses que vienen a filmar una película de argumento incierto pero con todos los clichés de la miseria tercermundista. A ellos también putea el personaje de Marchi, y al final sus caminos se juntan. Se la puede considerar como una virtual ópera prima, están todos sus temas, ahí, incipientes, esperando conseguir un mejor armado, pero sin nada, argumental o de procedimiento, que los contenga. Y un hallazgo de timing: el de incluir en la película la noticia de las leyes de obediencia debida y punto final, que tuvieron lugar durante el rodaje y que le dan la razón a las puteadas del protagonista ante la aparente hipocresía de todos los que lo rodean.

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Boda secreta empieza con Tito Haas (Fermín en la película, ¿qué obsesión tiene este tipo con Spinetta?) que recorre desnudo las calles desiertas de Buenos Aires. No recuerda nada del período ’76-’83. Vuelve al pueblito donde está su amor (Mirta Busnelli), que no lo reconoce, y sigue esperando al Fermín que era inocente, idílico. La gente del pueblo empieza a hablar, el cura se niega a hacerlo, el loco se la pasa hablando. Lo que tiene de bueno Boda secreta es su indeterminación llevada al extremo sobre las máscaras que cada uno lleva, sin revelarlas ni decidirse por ninguna. Es un mundo misterioso.

El pueblo de la película funciona como limitador de todas sus obsesiones discursivas, más no formales. Se articula, sí, como siempre, la subtrama de la memoria sobre la dictadura militar, en clave más alegórica. Pero más que eso, es un western sentimental que aunque el director no quiera, tiene ecos de Favio, con el tonto del pueblo, el pintoresquismo de sus habitantes, lo inverosímil de los hechos. Quizás, y contradiciendo otros párrafos, la depuración que se genera al salir de la ciudad y de las referencias literarias hacen que esta sea su mejor película, más abocada al cine que cualquier otra.

En todas sus películas se va del olvido a la memoria, de la representación al ocultamiento. Los estadounidenses que quieren filmar pobres en El amor…, la amnesia del protagonista de Boda secreta, sospechosamente coincidente con los años del Proceso, los libros que quema Quiroga para que no descubran su secreto, los viejos que no pueden ver y le piden a la chica que les filme para ellos en Buenos Aires viceversa. Siempre hay un vacío (de la memoria, del saber) que hay que llenar con imágenes que se producen en el seno de la película, en la propia diégesis. Agresti con todas sus taras siempre se pregunta por la representación y la mirada, o al menos la tematiza planteando que hay una moral, allá lejos, a la que deberían prestarle atención, cosa que los de su generación nunca hicieron.

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El acto en cuestión, de 1992, es audaz, presuntuosa, contradictoria, oscura, cínica, paternalista, lúdica, emocionante. Sólo apilando adjetivos se puede pensar una película que excede las categorías en las que se podía encasillar a las películas de su época, tanto en el cine como en el discurso. En un tiempo indeterminado, con algunos anclajes precisos (alusiones a Hitler y a Perón), vemos la historia de un lúmpen, el mago Quiroga, que se dedicaba a robar libros y memorizarlos hasta que se encuentra con uno que enseña un truco de magia que realmente hace desaparecer cosas (luego personas). Consigue fama, dinero, se va del barrio para después caer. Y en el medio todas las referencias posibles al imaginario relacionado con la dictadura. Se habla de desaparecidos, de aparición con vida, de Perón haciéndote ministro, al que quiere mentiras hay que darle mentiras. E incluso se dice, o se da a entender, que los que desaparecen lo hacen porque ese es su lugar en el mundo y no existe moral que pueda juzgarlos. Y más allá de eso, se agradece que El acto en cuestión sea una película, algo independiente al discurso, algo no tan frecuente en esos días. Vuelvo a pensar en Welles no como medida de valor sino como el que inaugura una tradición de cineastas megalómanos, mentirosos, vagos, en la que Agresti puede inscribirse.

Recuerdo que la primera vez que la vi quedé afuera. Todo parecía recubierto por una pátina de nostalgia, cuando no cinismo. Pero la verdad es que es un película bastante compleja. En algunos momentos se comporta como una mamushka triple de relatos, algo problemático considerando la identificación precaria que se consigue con el protagonista. Por momentos la película es distante, por otros es folklórica y clásica en su relación con él. Por momentos Quiroga es brillante, sórdido o capaz de transmitir ternura (que ya no nos creemos tanto). Él es un misterio no por lo que hace, sino por cómo la película lo trata. El movimiento que hace la película, en su mundo inventado, es ir y volver del cinismo (el mundo es así, no hay nada que hacer) al extrañamiento (ver que el mundo es así y preguntarse por el orden de las cosas en él).

Ya que le gusta decir que Wes Anderson vió su película y copió los decorados, también podríamos decir que Todd Solondz vió Buenos Aires viceversa. Le habrá gustado la estructura y el espíritu misántropo que exhuda la película y que comparte con, por ejemplo, Happiness. En la ciudad menemista, seis personajes se van cruzando, tratando de zafar del desamparo neoliberal pero terminan cagándose entre ellos, entre los miserables, los discapacitados, los locos. Si antes los personajes de Agresti eran casi naif en su cruzada contra el poder, en un acto un poco ingenuo, el cinismo y el vale todo terminan de abrirse paso en esta película. Me causa un poco de gracia la idea de modernidad que se tenía en 1996: Canción para mi muerte, la hija de un escritor maldito, cámara en mano, un poco de miseria.

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Las películas de Agresti orbitan alrededor de un centro vacío, representación perdida e inútil del trauma de los años de dictadura. Pero es más un loco que un maestro, más cerca de Arlt que de Sábato. Nada se puede usar en sus películas para pensar y elaborar un duelo, porque son obstinadas en la puteada. Ese trauma es algo inasible, que no se puede superar, sólo atravesar con dolor o bronca.

Para atravesar o llegar a ese centro va variando en sus formas, disímiles en sus películas. Son como ensayos a prueba y error, fructíferos en lo incompleto. Van rodeando la cosa sin conseguir la aproximación definitiva. Agresti parte de la indeterminación, de la duda, aún si los personajes dicen máximas en sus parlamentos. Y esta es una actitud diametralmente opuesta a la de sus contemporáneos, que lo único que tienen claro es la forma (un vago realismo o una clara alegoría) para llegar a un centro que es difuso, bienpensante, perdonavidas, como el de su película favorita, La historia oficial.

Después de Buenos Aires viceversa hizo dos películas acartonadas, (Valentín y Una noche de Sabrina Love) fue a Hollywood, donde no pudo demostrar ese oficio del que presume todo el tiempo. No somos animales probablemente no se estrene nunca, es deforme aunque tiene sus gracias.

Llegó un momento en el que sus aportes dejaron de importarnos porque ya no era tan valiente su actitud de mandar tan al frente las opiniones y dejar de ser diplomático. Incluso en sus alegorías -el medio favorito del cine ochentoso para esquivar el bulto- podía sentirse su espíritu rabioso. Sólo fue novedoso por una década, preso de un diagnóstico de época que no pudo evolucionar. Agresti no supo diferenciarse de sus personajes y terminó siendo uno más de ellos, incluso diría el peor de todos, uno que le hace decir en No somos animales a una de sus chicas que prefería olvidar y no decirle a sus hijo, hijo de desaparecidos, quiénes habían sido sus padres. Para terminar: en El acto en cuestión escuchamos dos veces La montaña, una canción de adivinen quién. La primera vez la canta la francesa enamorada de Quiroga, un poco para levantárselo. La segunda, con la chica ya encadenada por su marido, la toca él, con un organito de feria. Primero como tragedia, después como farsa, y eso puede decirse también de Agresti, que terminó siendo como el personaje de su primera película, ante la necesidad no tiene problema en darle la mano a los estadounidenses busca-miseria para finalmente darle lo que quieren.

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