Por Cristian Ulloa
1.
Nada supera la elocuencia de los datos estadísticos para dar cuenta en pocas líneas de un contexto histórico. En ese sentido los números del Cine Nacional durante 1984 son contundentes como pocos. Durante ese año se estrenaron solamente veinticuatro películas nacionales. De esas veinticuatro, varias eran reposiciones o estrenos tardíos (Los Hijos de Fierro, La Pródiga, Insaciable) y muchas otras eran exponentes del peor cine infantil/familiar que se había popularizado por aquellos años (Mingo y Aníbal, dos pelotazos en contra; Titanes en el ring contraataca, etc.), con lo cual sólo se puede hablar de poco más de una decena de películas estrenadas orientadas a un público adulto. La objetividad de las cifras se impone y generan la ilusión de hablar por sí misma, el panorama del cine nacional era el de un desierto árido. La situación es particularmente desalentadora si la comparación se hace con la música o el teatro que con reflejos mucho más rápidos – y, también cierto, muchísimas menos limitaciones productivas – pudieron acompañar el despertar democrático con propuestas masivas que sintonizaban de manera mucho más directa con el renovado entusiasmo ciudadano. El cine por su parte se tuvo que conformar con cumplir con una de sus eternas condenas: ser el reflejo fantasmagórico de aquello que el inconsciente colectivo de toda sociedad intenta reprimir.
La democracia no tenía aún seis meses cumplidos cuando entrevistado por Diario Popular David Kohon hacía un lúcido análisis del estado de las cosas: “Al igual que en muchos otros sectores del país, en el cine nacional no se puede esperar una reparación instantánea del profundo deterioro, de la agresión, en algunos casos de la destrucción irreversible [que se ha sufrido].” La paradoja quiso que sean precisamente las nuevas películas de los cineastas de la generación del 60’ las que terminen dando cuenta de aquel “deterioro”, no tanto porque sus películas constituyan lo peor del cine post-dictadura (de hecho, en algunos casos resultan interesantes comparadas con otras del período), sí no más bien porque la distancia entre sus primeras obras y sus producciones de los 80’ funciona como testimonio involuntario de la década oscura que las separa.
2.
Daniel Tinayre fue el primero en interesarse en la novela de Rubén Tizziani y ya en 1978 tenía un guión ambicioso y complejo desarrollado junto a Ulyses Petit de Murat que finalmente no pudo realizarse. La película se mantuvo varios años en suspenso, hasta que finalmente Kohon aceptó dirigirla. La noticia trascendió en varios medios pero pocos meses después, por diferencias con la producción, también decidió abrirse antes de comenzar el rodaje, dejando el proyecto acéfalo una vez más.
José Martínez Suarez – otro exponente de la generación del 60’ – llega a Noches sin lunas ni soles cuando la preproducción estaba ya avanzada y el elenco elegido. Si aceptó sumarse a un proyecto ya en marcha fue sin dudas porque varios elementos resultaban promisorios: para un admirador confeso del film noir, la idea de trabajar un policial sería particularmente tentadora, en el elenco había varios nombres destacados, ya había leído y disfrutado la novela, Tizziani estaba dispuesto a trabajar en el guión, y al equipo técnico se sumaron veteranos de amplia trayectoria. Las expectativas que la película pudiera despertar parecían justificadas.
Si Noches sin lunas ni soles (1984) finalmente terminó siendo una de las películas más débiles de la carrera de Martínez Suarez esto fue por una sumatoria de factores: La elección de Alberto de Mendoza, con su limitado repertorio expresivo, para el papel de Cairo es claramente un desacierto; Lo mismo sucede con la música de Roberto Lar, que parece más bien uno de los experimentos jazz fusión que Litto Nebbia hacía en esos años antes que la banda sonora de un policial; La construcción de los personajes secundarios, que en otras películas de Martínez Suarez llenaban de riqueza y matices el relato, acá llegan en el mejor de los casos a resultar solamente pintorescos (como el gallego anarquista), pero nunca dejan de ser estereotipos de trazo grueso sin profundidad alguna.
Todas estas decisiones que en manos de un director novato pasarían por negligencia o torpezas son una sorpresa viniendo de parte de un director con la trayectoria de Martínez Suarez. Vistas desde el presente las palabras de Kohon en Diario Popular parecen más una profecía de todo lo que los ochentas tenían aún para ofrecer, antes que un diagnóstico.
Una vez más, dejemos que los números sean los que aporten perspectiva. Martínez Suarez tenía casi sesenta años cuando empieza a filmar Noche sin lunas ni soles. Un cinéfilo de raza, se había formado en cineclubs con el cine clásico de los 40’s y las vanguardias modernas europeas como modelos a seguir, empezó a trabajar en la industria a principios de los 50’s, y dirigió sus primeras y más importantes películas en los 60’s. Al igual que muchos de sus coetáneos, llegada la dictadura deja de filmar. Algunos eligieron no hacerlo, otros sencillamente no pudieron, lo cierto es que son muchos los directores que ven sus carreras interrumpidas en esos años. Los que por su parte continuaron filmando lo hicieron en el exilio, con un apoyo cada vez más escaso, y muchas veces bajo el signo de la resignación. Con el regreso de la democracia muchos cineastas vieron la oportunidad de hacer lo que hubieran querido hacer una década atrás. Aunque no faltaron los temerarios que fueron tan lejos como para augurar un nuevo cine argentino, la realidad terminó demostrando que en más de un aspecto entre el cine en dictadura y el cine en democracia hubo una indolente continuidad. El quiebre rotundo que se daba a nivel político, no tuvo su correlato inmediato en el Cine Nacional. De las veinticuatro películas estrenadas en 1984 sólo dos son ópera prima, y solo una fue dirigida por alguien con menos de cuarenta años.
3.
La intención de Martínez Suarez de homenajear al cine que siempre amó es evidente desde los títulos iniciales que dedican la película “A Manuel Romero”, merecida reverencia al director de ese gran policial que es Fuera de la ley (1937). Y el mismo Martínez Suarez fue uno de los primeros en mirar con buenos ojos la coincidencia de nombre entre el protagonista de Noches sin lunas ni soles y el personaje de Peter Lorre en El Halcón Maltés (1941) de John Huston. Pero las buenas intenciones nunca son garantía de nada. La mirada hacia aquel cine ya extinto hacia rato tuvo inevitablemente que chocar con la realidad del cine de los 80’s.
Si el film noir era una creación indirecta del código Hays – policiales que debían ingeniárselas para construir formalmente un submundo sucio y oscuro al mismo tiempo que estaban imposibilitados de incluir violencia explícita, drogas, sexo o insultos -, la realidad del cine nacional de los 80’s es bien diferente. Si el cine de la dictadura había infantilizado a su público (por mencionar un único ejemplo pensemos en Palito Ortega, siniestro exponente del período), el cine post-dictadura significó un atropellado despertar de la adolescencia, donde era necesario decir y usar todo lo que se no se pudo decir o usar hasta entonces. Entonces si en el film noir lo sexual debía por fuerza ser insinuado, en el cine nacional de los ochentas (y Noches sin lunas ni soles no es la excepción) los desnudos copan las pantallas, si argumentalmente era necesario o valioso incluirlos parece pasar a un segundo plano. Para pruebas allí tenemos los pechos de Luisina Brando.
Por otra parte, el uso expresivo de la fotografía, que era una norma en el film noir, acá se ve reemplazado por un tratamiento visual casi tan característico de la época como la música. Colores lavados; ausencia absoluta de todo atisbo de expresionismo en la iluminación; puestas de cámara tan cansinas y pesadas que cada plano-contraplano parece un recordatorio de la vetusta industria que se esconde agazapada detrás de la lente.
Cada tiempo exige tácitamente algo de sus nuevos cineastas. Cuando por diferentes motivos esos jóvenes cineastas no existen, no aparecen, o no consiguen abrirse camino para encarnar esa renovación, el cine es impiadoso y da señas de esa anomalía. No podía ser de otra manera con el arte que hace del tiempo su materia.
4.
Desde ya, generalizar así es siempre injusto y poco útil para hablar con precisión de cine, las excepciones no faltaron. Un director que encontró su momento cumbre precisamente en esos años fue Adolfo Aristarain. Desde su ópera prima, La parte del león (1978), en adelante sus películas se destacaron por la sobriedad y el rigor con el cual estaban narradas. Sin tratarse de un director necesariamente “nuevo” (empezó a dirigir en dictadura, y ya trabajaba como técnico desde muchos años atrás), el contraste con el ambiente almidonado de los ochentas, hacía que sus películas brillasen con aún mayor intensidad.
El caso de Aristarain es paradigmático de la importancia del contexto para pensar una película. Si Martínez Suarez era un hombre fuera de su tiempo en los ochentas, Aristarain llegaría a serlo en la década siguiente.
Cuando después de un par de proyectos en el exterior Aristarain vuelva a Argentina para filmar Un lugar en el mundo (1992), la página de la historia ya empieza a darse vuelta. Estrenada poco después de que Rejtman filmara la fundacional Rapado (1992) y apenas antes de que Perrone sacuda todo con Labios de churrasco (1994) y el primer Historias Breves (1995) le abra la puerta a Martel y compañía, Un lugar en el mundo tenía mucho de los rasgos de aquel cine al cual el (ahora sí) Nuevo Nuevo Cine Argentino empezaba escribirle el acta de defunción. El largo discurso en off, el estilo afectado en la declamación del actor, la música pomposa que acompaña esa secuencia inicial, son sólo un botón de muestra de lo que hace de Un lugar en el mundo una película acaso interesante pero decididamente anacrónica. Eduardo Galeano fue uno de los miembros del jurado que otorgó la Concha de Oro a la película de Aristarain en el Festival de San Sebastián. Cuando se supo que la decisión fue con jurado dividido, Página/12 entrevistó al escritor uruguayo y le preguntó por los motivos por los cuales los otros miembros del jurado impugnaban Un lugar en el mundo. “Principalmente era una cuestión formal. Se le criticaba tener un estilo anticuado…”
Si Martínez Suarez supo ser sinónimo de renovación en los sesentas pero ya en los ochentas sus películas daban cuenta de un cine desgastado, y Aristarain significó una bocanada de aire en medio de una década artísticamente estancada para sólo unos años después ser relevado por una nueva generación de directores. ¿Qué puede esperarse del cine argentino contemporáneo cuando aquella nueva generación está filmando hace ya dos décadas? El primer largometraje de Raúl Perrone tuvo una única proyección, una sola noche, en el Cine Lorca. Acaso algo que todavía no tiene nombre está pasando en alguna sala del país, perdido en medio de ese mar de películas que llegan y desaparecen cada semana sin pena ni gloria. O al menos debería estar pasando.
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