Por Lucas Granero
Amanece y ya está con los ojos abiertos: tal la frase con la que Juan José Saer abre su libro El Limonero Real y que Gustavo Fontán toma como base para su adaptación cinematográfica. La frase da el puntapié inicial para que una película como ésta exista y no resulta para nada descabellado que Fontán la tome como emblema porque cualquiera que sea su posible respuesta ésta siempre despertará las visiones más enigmáticas. ¿Qué ve ese hombre cuando amanece? En principio, una imagen nebulosa del río Paraná, ese que forma parte de su vida, el que tantas veces le ha devuelto su reflejo. Pero sobre todo se enfrenta siempre con la visión de un pasado que nunca deja de latir, constante en formas insospechadas, fantasmagóricamente presente al igual que la niebla matinal. O quizás sea que Wenceslao, el hombre en cuestión, abra los ojos pero no vea nada, afectado por los avatares de una percepción alucinada de ese contexto que lo rodea, en el que todo parece acontecer como en una siesta imposible de interrumpir y solo sea posible arrastrarse entre las horas de ese 31 de Diciembre en el que acontece el relato de la misma manera en la que el agua del río se discurre por sus cauces.
Adaptación es una palabra que a ésta película le queda chica. Fontán no ha querido acercarse a la novela sino a la experiencia de vivirla. Quizás es esa intención de aprehender el ritmo propio de la literatura de Saer lo que ha convertido a El Limonero Real en una película de sensaciones antes que de acontecimientos que, aunque no se los vea, están presentes en los cuerpos de cada uno de los personajes con la diferencia de que algunos han aprendido a llevar el peso de los mismos mientras que otros aún no saben cómo hacerlo. Este es un camino que Fontán conoce porque su cine ya ha circulado por este entorno de río y vegetación. La Orilla que se Abisma y El Rostro navegan también por el río Paraná, aunque el puerto al que arriban sea levemente diferente. En la primera de ellas, acaso la más cercana, el desafío era encontrarle imágenes a la experiencia poética de Juan L. Ortiz, una vez más escapándole a las anquilosadas reglas de la adaptación y proponiendo en cambio un recorrido múltiple en sus aperturas y acercamientos. El Rostro, vista ahora a la sombra de su nueva película, se revela casi como un apéndice de ésta, en la que pasado y presente se unen en un momento de celebración para luego volver a su estado de evanescencia perpetua. Junto con El Limonero Real forman una trilogía que centran su importancia en torno a la propia naturaleza de ese río que los cerca y del que Fontán extrae la lógica elemental de su cine: la corriente interminable de temporalidades que se entremezclan, como si de pequeñas olas que van y vienen se tratase.
Amanece entonces y con la llegada del alba se ilumina el último día del año en un Diciembre que calcina pero al que Wenceslao y los suyos están acostumbrados. Es día de festejos y las horas se organizan en torno a la anhelada noche. Wenceslao saldrá de su hogar rumbo a la casa de Rosa, su cuñada, en donde se llevará a cabo la celebración. Su mujer, hermana de Rosa, se quedará en la casa, escapando de la reunión familiar porque asistir a una fiesta no sería respetuoso con su estado de ánimo, con su suspensión, con ese estar pero no estar cuyo profundo motivo iremos conociendo de a poco, a medida que su hermana se queje por su ausencia y Wenceslao se lo reproche en silencio. Antes de partir, Wenceslao recolecta limones de su árbol. Y si este se trata de un momento importante es porque en su aparente nimiedad encierra la gran perplejidad ante la cual nos dejan los pequeños actos cotidianos si se les presta la debida atención. Hay algo de una fragilidad insoslayable en la manera en que Wenceslao se contacta con el entorno que lo rodea y no será esta la única vez en que lo veamos en tal condición. Hay en El Limonero Real dos viajes por el río, uno de día, otro de noche. Una ida y un regreso. Entre esos dos desplazamientos se encuentra la reunión con los otros pero sobre todo una sentida aproximación a la ausencia.
Fontán siempre ha sabido darle a estos momentos la atención que merecen. No estaríamos equivocados al enunciar que todo su cine se piensa en torno a la pequeñez de algunos gestos, movimientos, luces. Elementos a los que su cámara vuelve enormes, capturados en su desnuda belleza. En ese viaje inicial de Wenceslao por el río se encuentra un momento de inusitada grandeza para algo tan chico. Navega por el río acompañado de su sobrino. Ninguno de los dos habla: el sonido que los enreda es el del propio contexto con sus pájaros, su agua, su viento que mueve las hojas, volviendo todo una sinfonía hecha de follaje. Y esto es importante porque aquí el viento no solo se ve sino que también se escucha al igual que ese río al que Fontán registra en todos sus estados posibles, sorprendido incluso por una breve lluvia, un chaparrón inesperado, que los agarra a los personajes mientras se mueven por el agua. Una lluvia que no se corresponde con el tiempo presente sino que acontece como un arrebato que viene de más lejos, del pasado que siempre envuelve, una reminiscencia momentánea en ese recorrido que Wenceslao ha hecho ya tantas veces. Y de pronto otra vez el sol. Todos los elementos naturales forman parte de esta película porque de ellos está hecha. Incluso podríamos decir que El Limonero Real es elemental en un sentido estricto porque todo lo que en ella se muestra es esencial, primario. Asi lo son las emociones que mueven a los personajes: un duelo que no cesa, una culpa, la momentánea felicidad de un baile. La naturaleza misma se contagia de esas emociones y por ello la percibimos algo suspendida por momentos, como si los personajes se separaran de ella, sumidos en una fuga emocional que interrumpe el flujo normal de sus percepciones. Wenceslao ansía esa fuga y la realiza cada vez que puede: primero en una siesta que parece extenderse más de lo debido (te anduvimos buscando por todos lados, le reclamará Rosa) y sobre todo en una zambullida al río, un desplazamiento hasta el fondo verde, donde encontrará un refugio momentáneo, la tan deseada explosión de la zambullida, tal como Saer se refiere en su novela.
Pero acaso lo más importante suceda en el viaje de vuelta al hogar. Sumido en la oscuridad total, Wenceslao casi no se percibe dentro de la densa noche y sin embargo somos capaces de verlo todo porque así lo permite Fontán. Aquí, no solo se ve con los ojos sino también con los oídos. Que Fontán permita un momento de oscuridad total dentro de su película es una clara señal de la importancia sonora que rige a El Limonero Real. Uno podría cerrar los ojos y de todas formas ver la película a través de su sonido porque así como las hojas de un árbol moviéndose al viento guían hacia los más variados recuerdos, el solo sonido de los remos repetido como mantra funciona como un rumor que permite la apertura del tiempo y su depósito: la memoria que se activa, imparable, y lo enreda todo.
La luna, gigantesca, aparece como la única fuente de luz posible de guiar el viaje de Wenceslao. Pero él no la necesita: sabe muy bien cuál es el camino y se mueve por ese río con magnética precisión, como si solo hubiera una sola ruta posible. Asi llegará Wenceslao a su hogar, con esa luz golpeándole la espalda. Quizás volverá a pensar mientras escucha esa canción que forman los susurros rítmicos del remo, en esa historia que se contó en la fiesta, en la cual él vió a su hijo muerto en la forma de un ángel, vigilándolo desde lo más alto de un árbol. Tal vez pensará en acercarse a ese árbol y ver si la aparición se hace concreta una vez más en ese amanecer. Pero al llegar a su casa, Wenceslao se sienta frente al río. No queda nada por hacer en el día excepto esperar la llegada del alba, la primer luz de un nuevo año. Y no podrá hacer otra cosa que recibirla.